El sumo sacerdote

45min

La pausa. Capítulo 10.

La camioneta empezó a bajar tan pronto sacó el freno de mano. Leila agarraba el volante y se agarraba ella del volante, los nudillos blancos, sumergida en adrenalina. Cada decisión que había tomado en los últimos quince segundos le parecía tomada por otra persona. Un mecanismo automático y marcial que la había derrocado de sus funciones, la había obligado a apartar la vista de la carnicería y abrir la puerta de la camioneta. Había sacado el freno de mano y dejado que el vehículo tomara velocidad en la pendiente. Ahora usaba la mano izquierda para corregir la trayectoria, buscando subirse a la huella, mientras con la derecha giraba la llave. El pie izquierdo apretó el embrague y el derecho acarició el freno en busca de estabilidad, pero los crampones se clavaron en la goma del pedal y cuando quiso sacar el pie no pudo. Necesitaba sacarlo, necesitaba dejar de pisar el freno y pasar al acelerador, pero la hebilla del cinturón de seguridad rebotaba junto a su cabeza y no podía, no podía.

Relegada a un costado de su propia conciencia, observaba. Registraba detalles, como el hecho de que los espejos retrovisores no estaban en el ángulo correcto para ella y no podía saber si el perro venía en persecución de la camioneta. Se daba cuenta de que la oscuridad había avanzado considerablemente y que sería bueno prender las luces, aunque no podía hacer nada al respecto. Además, primero necesitaba apretar el acelerador, porque si el perro venía atrás, ya la estaría alcanzando. 

Sin que supiera cómo, el pie se liberó. Leila se paró encima del acelerador y cerró los ojos. Dejó que el cuerpo le notificara la velocidad. Había una recta, una línea recta hasta la ruta. Alguien adentro suyo recordaba eso. Aceleró más. Recién cuando la camioneta se subió a la ruta y encaró de nuevo hacia el pueblo, Leila encontró un pensamiento en el cual detenerse. Una certeza pequeña e inamovible que brillaba en medio del vendaval de su conciencia: Miller la iba a matar. Había desafiado su prohibición, había arrastrado a su único hijo a una misión absurda y ahora volvía con las manos vacías. 

Sola. 

Había sobrevivido al perro pero Miller la iba a matar. Ahí en el borde del mundo, a donde había llegado por voluntad propia, huyendo por el mero impulso de huir, iba a encontrar una muerte violenta. Merecida, incluso. Decidió vagamente que cuando Miller la matara, intoxicado de dolor, ella no se iba a resistir. Había empezado un viaje y ese viaje había llegado al final. Ahora que había otra fuerza ocupándose de su cuerpo, ella podía quedarse desde ese momento y hasta que le llegara el castigo, sentada en silencio, asistiendo a su propio juicio. Ese era el plan. Sentarse entre el público, en silencio.

Aferrada a esa decisión, dejó que las líneas de la ruta pasaran una tras otra, cortando la inmensidad al medio. 

Llegó al pueblo con noche cerrada. Dejó la camioneta mal estacionada junto a la lenga y se bajó. Al poner los pies en el suelo, el mecanismo de emergencia seguía activo. El perro podía estar debajo de la camioneta, listo para morderle los tobillos. Pero no, no estaba. ¿Cómo iba a estar? Caminó hacia la puerta de entrada, pero a los pocos pasos, el mecanismo de emergencia se apagó y ella volvió a tomar control de su cuerpo y de su voz. De pronto, el plan ya no era practicable. El mando fue devuelto y el despacho principal, despejado. Ahora su conciencia quedaba a cargo nuevamente, esta vez en contra de su voluntad, que hubiese preferido seguir en shock, no tener que ser ella la que eligiera dar los últimos pasos, levantar la mano y golpear la puerta. Golpes pausados, solemnes, un modo de anunciar la noticia antes de tener que darla. 

Simón abrió de inmediato. María apareció atrás de él, secándose las manos. La miraron, miraron la camioneta. Habían estado esperándolos.

Le sacaron la campera, liberaron sus pies de los borcegos y la sentaron cerca del fuego. Le hicieron un té que no probó. Lucio se sentó cerca, sin hablarle. La radio encendida emitía un susurro de estática. 

En algún momento, Simón desapareció. Leila oyó el motor de la camioneta de Guillermo que arrancaba y levantó la cabeza, alarmada. María intentó calmarla: era Simón que había ido a buscar a Miller. Lejos de calmarse, Leia tuvo un breve momento de pánico, un segundo de vértigo en el corazón como al bajar un escalón inesperado. Pero media hora después, Simón volvió solo. Entró y le dedicó una mirada corta. La mirada que se le dedica a un condenado a muerte, pensó Leila. 

Simón no se sacó el gorro ni los guantes. Fue al encuentro de María, que bajaba la escalera, e intercambiaron algunas palabras en voz baja. Simón salió de nuevo. La camioneta se puso en marcha otra vez. 

—Van a armar una cuadrilla y lo van a ir a buscar —dijo María, poniéndole una mano en el hombro. Sintió el contacto torpe, impostado, pero no se animó a rechazarlo. 

—Está muerto —dijo.  

María retiró la mano.

—Van a traer lo que puedan encontrar.  

Fue hasta la cocina y abrió la ventana. Encendió un cigarrillo. Con cada aspiración, la brasa se inflamaba como una herida abierta.    

A medianoche, la casa estaba vacía. Lucio dormía y María se había metido en su habitación. Leila la escuchaba rezar. Veía el resquicio de luz que llegaba por el pasillo y que, de cierta manera, significaba que estaba disponible si la necesitaba. 

Pero lo que ella necesitaba era otra cosa. Subió los escalones despacio. Hubiese preferido que no crujieran. Aunque no estuviera haciendo nada malo, la madera quejándose subrayaba su presencia, la materialidad con la que su persona existía ahí donde no quería existir. 

Buscó en su mochila hasta encontrar el mazo y volvió a bajar. La cocina seguía despejada. El fuego reducido a brasas que no había querido alimentar aunque por los vidrios empezaba a penetrar el frío.

Se sentó en la mesa y barajó. Una, dos veces. Después intentó formular una pregunta clara. ¿Qué pasó? No, eso lo sabía. ¿Por qué? Una parte de su cerebro se puso en pie de guerra: las cosas no tenían un por qué. El tarot hablaba a partir de fuerzas ocultas cuyo cauce fluía por debajo de la superficie del mundo sensible. Hasta ahí, ella podía entender y aceptar. Pero un por qué implicaba un destino, un propósito, un dios, una voluntad única y total. En eso ella no creía. Barajó de nuevo. Tenía muchas preguntas, pero consultarlas todas era depositar demasiada responsabilidad en las cartas. Podía forzar una respuesta errónea, una mala interpretación, un abuso de confianza. Barajó una vez más. Entonces, se le ocurrió: ¿Quién? La pregunta era por una persona. Alguien con quien pudiera hablar para llenar los huecos. Y la respuesta no era obvia. Simón le parecía demasiado cercano a Miller. Patricio hablaba poco. María era, quizás, demasiado dócil. Cristina, poco confiable. 

Barajó una última vez, sacó la carta superior y la dio vuelta: el cuatro de copas. Un hombre sentado bajo un árbol, en actitud contemplativa. La examinó un rato, tratando de recordar. Era una carta sobre el estancamiento y la introspección. Pero había salido dada vuelta y su intención no le quedaba clara. 

Devolvió la carta al mazo y barajó de nuevo. Pero no volvió a develar ninguna. Dejó el mazo a un costado y esperó. Cerró los ojos y esperó.

La cuadrilla volvió cerca de las cuatro de la mañana. Leila los espió por la ventana de la habitación. Seis hombres ilesos que bajaron de la caja de la camioneta, dejando un bulto alargado, bien cubierto con mantas. Del asiento del conductor se bajó Simón. Del otro, una silueta enorme. La camioneta se enderezó con un breve vaivén tan pronto se liberó del peso.

Se encontraron en el frente, cortados a la mitad por los faros encendidos. Se dijeron algo. Simón gesticulaba. Miller lo hizo callar con un gesto. Siguió dando la vuelta y se trepó de nuevo a la camioneta, esta vez al volante.

Simón se quedó un momento parado viendo cómo los faros rojos se alejaban. Después, el frío lo obligó a cruzar trotando la calle. Leila oyó la puerta principal que se cerraba despacio para no perturbar el silencio de la casa. 

En su sueño, el espacio era tibio. Tenía el traje colocado pero, aun así, podía sentir la tibieza que irradiaba de esa negrura. La cuerda de vida la ataba a la nave y daba tirones suaves, y todo brillaba despacio bajo un sol grande y tranquilo. A sus pies, la Tierra giraba lentamente y ella se dejaba estar. Veía pasar los países, los desiertos y los mares, y esperaba. Flotaba y esperaba. En cualquier momento iba a pasar el campo del abuelo, los pastizales y la casa con el jardín. Se iba a ver a sí misma, de chica, caminando en hilera detrás del abuelo, la carabina apuntando hacia el costado. Algo adentro suyo protestó: no podía verse a sí misma si estaba flotando ahí arriba, flotando ahí en el espacio. Otra parte de su cerebro armó una explicación más o menos coherente, algo acerca del tiempo que se dobla, la velocidad, ecuaciones borrosas que no comprendía pero en el sueño sí, en el sueño las comprendía y tenían sentido. Se conformó. Ahora pasaban las ciudades nevadas. Los edificios como cuadraditos blancos. Las rutas venosas. 

La cuerda dio un tirón. Algo vibró en la nave, atrás, pero no lograba darse vuelta para mirarla. La Tierra giraba. Los pastizales no llegaban. Todo era blanco. Excepto el círculo. Excepto el ojo que la observaba. Un ojo amplificado por el lente de un telescopio gigante. El ojo de Miller. Quiso moverse, escapar del escrutinio, pero la cuerda no la dejaba. Se retorció espasmódicamente, como un pez en la orilla. Pero no lograba escapar del escrutinio del ojo. El ojo quemado, el ojo estrellado. Más se retorcía, la cuerda más la tironeaba. Porque la nave había empezado a caer. Derivaba hacia el Sol, de pronto cerca, inusitadamente cerca. Y la nave tiraba de la cuerda y la cuerda tiraba de ella, la arrastraba y el ojo la seguía milímetro a milímetro, grado a grado, hacia el abismo blanco, hacia el sol, la cuerda y la deriva, el abismo, la deriva, la cuerda, el ojo, la caída, la caída…

La despertó el peso en la cama. María la miraba como una madre. Tuvo la vaga sensación de que tenía que levantarse para rendir un examen. 

—Ya es hora —le dijo. Entraba sentada entre las dos camas casi sin tener que agachar la cabeza.

—María… ¿Quién es Selena? 

—¿Quién?

Señaló el nombre escrito en los tirantes de la cama. María se contorsionó para verlo.

—Ah. —María se tomó un momento para responder. Después dijo—: No sé, es usada la cama.  

Se levantó y fue a abrir la persiana. 

Leila esperó que la cama superior se agitara, que Lucio se diera vuelta para protegerse de la luz y protestara. Pero nada se movió. La cama estaba vacía. La invadió de pronto la nostalgia de una normalidad a la cual nunca había pertenecido. La tristeza de saber que a ella sólo le tocaban los días excepcionales, porque era su misma presencia la que había roto el equilibrio normal de las cosas. La imagen del perro como un relámpago blanco llevándose a Guillermo destelló en su memoria. 

—Vení a desayunar. Ayer caminaste mucho y hoy tenemos que caminar todos. 

Quiso levantarse y sus músculos gimieron, se retorcieron, lloraron. Era la tensión de la noche disuelta en unas pocas horas de sueño profundo. Se levantó igual. 

Tardó un rato en vestirse, como si tuviera que pensar cada movimiento, ejecutar conscientemente cada acción. María ya había bajado y la esperaba. 

Un olor familiar la atajó en la escalera. Dulce y cálido, extremadamente placentero. Tardó un momento en identificarlo. Pensó primero en la ciudad, en una ventana lluviosa, en un día de frío, en una cocina. Recién al pie de la escalera le llegó la revelación: café. Olía a café. 

Se acercó a la mesa y estuvo a punto de sonreír. Simón y Lucio no sonreían, pero comían. 

María le trajo una taza. 

—Esto… esto es… no lo puedo creer. 

—Hay sólo dos ocasiones que justifican sacar café del freezer en esta casa —le dijo—. Lamentablemente, hoy no nació nadie. 

El resto del desayuno pasó en silencio. Leila se concentró en la radio. Si prestaba atención a la fritura de la estática, podía ignorar más fácilmente el ruido dentro de su propia cabeza. Cada tanto la fritura subía de intensidad, escalofríos casi imperceptibles del aire.

Leila escuchaba. Buscaba un patrón que no aparecía. Los estremecimientos eran aleatorios y sin sentido. 

En algún momento, Simón dio por concluido el desayuno. 

—Vamos —dijo. 

Todos se pusieron de pie y fueron a buscar sus abrigos. 

Iniciaron una especie de procesión. Un peregrinar que se sentía antiguo, probablemente por el hecho de que empezaba en la misma puerta de la propia casa y en un número reducido de personas. Pero en el camino, el grupo fue creciendo. Leila los veía más adelante, o se sumaban al doblar una esquina. Algunos caminaban por la vereda, otros, como ellos, iban siguiendo la regularidad de la calle. 

El sol pasaba sin resistencia por una atmósfera limpia, rebotaba en la nieve y se iba de nuevo para arriba, dejando el suelo frío. 

No preguntó a dónde iban. Sabía a dónde iban, aunque no supiera dónde quedaba ese lugar exactamente. 

Trató de reconocer algunas caras pero no pudo. Las había visto dos días atrás, en la escuela, pero entonces había una hoguera que repartía sombras y luces por igual, y los rostros viraban y todo parecía una máscara. En cambio, ahora, bajo el sol de la mañana, las caras se movían rígidas, como si estuvieran talladas en cera, y le daban la sensación de no haberlas visto nunca, como si hubieran estado todo ese tiempo ocultos en las casas, llevando la única vida que se podía llevar en ese lugar: una vida puertas adentro. 

Y sin embargo, pensó, algún sentimiento de comunidad los unía. Los obligaba a salir ahora a honrar a uno de los suyos. 

Reconoció la casa de Cristina y Patricio desde lejos. Cuando pasaron por la puerta, los dos estaban listos, esperando para sumarse. Lo hicieron con la cabeza baja, portando sus propios rostros de cera, y así siguieron hasta la primera esquina.

Doblaron en dirección al lago. Leila levantó la cabeza para comprobar que la calle descendía hasta la orilla, y que ahí la gente se había detenido. 

Algunos estaban sentados, colocándose algo en los pies. Otros habían empezado a caminar sobre la superficie congelada, en dirección a un grupo más chico que esperaba cien metros más allá. 

Simón sacó unas correas con crampones de un canasto clavado a un poste, justo antes del borde espumoso del lago. Las repartió entre la familia y se sentaron en un árbol caído para colocárselos. María se agachó para ayudarla, pero Leila la rechazó con un gesto suave y se los puso sola. Apenas un día atrás, Guillermo le había enseñado. 

Simón iba adelante. María y Leila avanzaban a paso seguro, agarrada una al brazo de la otra. Lucio ni siquiera clavaba los crampones. Se deslizaba hacia adelante, patinando unos centímetros hasta que las puntas afiladas se trababan solas, dejando rayaduras en el hielo. Mantenía la mirada baja y atenta. 

La superficie del lago cambió de color tan lentamente que tardó en darse cuenta. Ahora se había vuelto menos blanca, dejaba traslucir lo que había debajo, un sótano oscuro y opresivo que la luz envolvía pero no penetraba. 

La gente se congregó en círculo, dejando suficiente espacio entre uno y otro para no sobrecargar la superficie del lago. Leila sintió que el brazo de María se desprendía del suyo y cada una fue a pararse donde encontraron espacio. Pero Leila no pudo evitar sentir que su espacio era más amplio, que había quedado separada del resto y que ahora todos la miraban sin mirar, de reojo, un jurado mudo, una corte subrepticia. Había sido devuelta a esa función líquida de ser, a la vez, testigo y culpable.  

Entonces vio, en el centro del círculo, un bulto acostado sobre el hielo, envuelto en una lona pesada a modo de mortaja, cuidadosamente atada con soguines. Varias plomadas de pesca habían sido enhebradas en los soguines. Contó veinte solo del lado del cuerpo que alcanzaba a ver. 

Los últimos rezagados terminaron de llegar. Muchos hombres. Casi ningún niño. Absolutamente ningún viejo. Una única ráfaga de viento frío pasó al ras del suelo, mordiendo los tobillos y haciendo flamear un borde de la mortaja. 

Después, el aire se aquietó. 

Miller entró al círculo con pasos firmes. Sus crampones se hundían por lo menos un centímetro con cada pisada, pero en el siguiente paso, Miller parecía no tener que hacer fuerza para desclavarlos. Detrás de él, entraron dos hombres cargando instrumentos: brocas de perforación como agujas largas y gruesas, otras con forma de tirabuzón, picos afilados y mazas. 

Por último, entró César. Se había puesto una estola morada sobre la campera y sujetaba las puntas con una mano para que no se la llevara otro viento. 

Los hombres se pararon a un costado. César se arrodilló, hizo la señal de la cruz y, tras el último movimiento, llevó la mano a Guillermo. Le tocó lo que Leila supuso que sería la frente —el bulto estaba demasiado envuelto y no quedaba muy claro dónde comenzaba— y volvió a levantarse. Miller no hizo ademán de correrse. Como si él también fuera a dirigir la liturgia, permaneció de pie cerca de su hijo. Su sombra enorme caía hacia un costado y dejaba a César en la oscuridad, privado del poco sol que flotaba arriba. Entonces se hizo silencio en el lago y César empezó a hablar. Su voz sonó firme y dulce. Sus palabras se esparcieron como un cantar en prosa:

—A veces, parece que Dios sólo existe en ausencia. Nos parece que Dios no está en ningún lado y, cuando pasa algo malo, nos preguntamos dónde está Dios. ¿Dónde estaba Dios cuando llegó un invierno eterno? ¿Dónde estaba Dios cuando se estrelló un avión? ¿Dónde estaba Dios cuando apareció un perro a acosarnos? —Hizo una mueca dramática. Después, con otro tono—: ¿Dónde estaba Dios cuando perdimos la vida valiosa, insustituible, necesaria, de Guillermo? Estaba donde estuvo siempre. Alrededor nuestro. En las plantas que crecen, en la física que nos rige. En el azar. Dios es el mundo en el que vivimos y el mundo en el que vivimos requiere sacrificios. No el tipo de sacrificios que hacían los hombres antiguos, nosotros no entregamos a los nuestros a un volcán. No derramamos sangre para calmar un océano. 

Leila no pudo evitar mirar alrededor. El mar estaba lejos, muy lejos en cualquier dirección. Pero lo sintió cerca, pudo oler la espuma, la sal fría. 

—Nuestros sacrificios nos son exigidos sin previo aviso. Son el precio que pagamos por vivir en el mundo. No podemos elegirlos. Si pudiéramos, nuestro amigo —puso una mano en el brazo de Miller—, nuestro hermano habría elegido ser él quien sucumbiera en lugar de su hijo. Y creo que cualquiera de los que estamos presentes habríamos hecho lo mismo. Porque eso es lo que hacen las comunidades. Se cuidan, se protegen, se sacrifican los unos por los otros. 

»Entonces, pregunto de nuevo. ¿Dónde está Dios? 

»Dios está acá. Dios somos nosotros. Su brazo llega ahí donde llega el nuestro. Su mundo existe en la medida en que lo habitamos. El día que muera el último de nosotros, Dios morirá.

»La vida de Guillermo se extinguió como la llama de una vela soplada muy pronto, muy injustamente. Pero su cuerpo nos pertenece. Y nosotros se lo damos voluntariamente al invierno para que nos lo guarde y lo custodie con el resto de nuestros hermanos y hermanas. Será suyo hasta que llegue la primavera. 

César dio un paso corto hacia atrás. Los hombres tomaron los instrumentos y empezaron a perforar el hielo junto al cuerpo. Clavaban las brocas y hacían girar los taladros, produciendo un sonido rasposo, hasta que la broca se hundía sin resistencia, entonces la volvían a retirar y salía chorreando un agua helada que se congelaba casi al instante. Cuando el suelo estuvo lo suficientemente debilitado, dejaron los taladros y rompieron la superficie con los picos y las mazas. Pronto, la piel del lago quedó expuesta. Una fosa de agua azul, profunda. 

A una señal del cura, los hombres levantaron el cuerpo y lo acercaron hasta la fosa. Antes de que pudieran soltarlo, Miller levantó una mano. Se acercó y se inclinó para besar a su hijo. Permaneció así, congelado en el beso, durante algunos segundos eternos. Al levantarse, tenía los ojos rojos de llanto y rabia. 

Lucio se abrió camino para ver cómo los hombres soltaban el cuerpo en el agua. No hubo chapoteo, lo deslizaron con cuidado y el agua lo recibió despacio, como con cierta cremosidad. La mayoría, por respeto, se quedó mirando un rato después de que el lago se lo tragara. Miller, en cambio, se dio vuelta de inmediato. Se fue antes de que terminaran de subir las burbujas que habían quedado atrapadas en los pliegues de lona. 

El funeral del abuelo había sido considerablemente distinto. Lo recordaba al atardecer, a la hora en la que suben los mosquitos y hay que empezar a preparar la cena. El cuerpo estaba en un cajón de madera y el pozo que lo recibió exhalaba un olor a tierra caliente. Lo recordaba bien. Sabía que ahora venía la parte más difícil. Volver. Restaurar una normalidad desplazada. El largo y lento camino hasta dejar de pensar en el muerto. 

El grupo empezaba a disgregarse. Algunos volvían por donde había venido la procesión, el resto cruzaba el lago en busca de otras orillas que los devolvieran más cerca de sus casas.

César se le había acercado sin que lo viera:

—Ahora, dejar que cicatrice. 

Asintió sin terminar de decidir si el sacerdote se refería a la herida interna o a la superficie del lago. 

—¿Necesitás compañía? 

Leila negó. 

—Está bien. Avisame si…

 César empezó a irse, pero enseguida Leila lo detuvo:

—Mejor sí. ¿Puedo caminar con vos?  

—Cuantos más, mejor.

El grupo ya había llegado a la orilla. Se quitaban los crampones y caminaban con ese paso lento que dejan los funerales. Cada tanto, alguien daba un vistazo alrededor, un reflejo temeroso que no se justificaba: el perro nunca había atacado dos días seguidos. 

Leila y el cura seguían rezagados, todavía sobre el hielo. 

—Nunca escuché a un cura decir que Dios no existe.

César sonrió. 

—Yo no dije semejante cosa. Y de nuevo, no soy cura. Hace años que no pertenezco a la iglesia católica. 

—¿Sacerdote era?

—Sacerdote está bien. 

El hielo se puso un poco más resbaloso y tuvo que agarrarse del brazo de César del mismo modo que lo había hecho con María. Siguieron caminando así, como una pareja de novios contra el viento. 

—Como sea, nunca escuché algo así en una misa. ¿O se dice liturgia? Fui a colegio laico, perdón.

—Ni una cosa ni la otra. Fue una exequia. Una honra fúnebre. Modesta, incluso, pero el invierno es severo y no distingue entre la muerte de un mendigo o la de un príncipe. 

Leila apretó el brazo con más fuerza de la necesaria. César se dio cuenta, pero resistió estoico. 

—¿Y Willy qué era? ¿Príncipe o mendigo?

—Un poco de las dos, supongo. 

—Miller vendría a ser un rey...

—Es un líder, eso sin duda —dijo, cortante, como si no le gustara el tono que había tomado la conversación. 

Leila clavó los dedos más profundo. Estaba claro que al sacerdote le preocupaba la posibilidad de que alguien los estuviera viendo o escuchando. Lanzaba miradas furtivas alrededor y trataba de mantener un semblante neutro. Sin embargo, sobre la sábana blanca del lago sólo caminaban ellos dos.

—¿Siempre fueron así? Digo, sus exequias…

—No, por supuesto que no. Del mismo modo que esto no fue siempre blanco.

—No sabía que los asuntos religiosos podían cambiar así. 

—La religión es una necesidad del espíritu. Y las necesidades del espíritu cambian junto con el mundo, eso es inevitable. La religión cambia también. Se adapta. Yo no puedo venir a decirle a estas personas que un hijo, un hermano, un compañero, murieron porque Dios lo quiso así. No puedo decirles que hay un Dios que los ama y por eso enfrió el sol y les mandó un monstruo blanco para que los diezmara. Tengo que decirles otra cosa. Para que no se vuelvan locos, y para no volverme loco yo. ¿Me entendés? 

—Sí, yo entiendo, yo entiendo… Perdón que pregunte. Me da curiosidad porque pensé que había algo así como “la verdad revelada” y que tu misión es llevársela a la gente.

—¿Tu misión no era matar al perro? 

Leila sonrió. Era un buen golpe. Y ahora que habían llegado a la orilla, no le quedó más remedio que soltarle el brazo. El cura se lo frotó y se puso a quitarse los crampones. 

—Me tengo que ir a casa, podemos hablar otro día y te cuento más sobre la difícil tarea de mantener a una comunidad unida en un lugar así. 

—Lo acompaño —dijo. Ya había terminado de sacarse los suyos y los devolvía a la canasta. 

—Es un poco lejos.

—No tengo nada que hacer, lamentablemente. ¿Dónde es?

—Para allá. Dos kilómetros —dijo, y empezó a caminar. 

—¿Y antes? ¿Dónde vivías antes?   

La pregunta lo frenó como si le hubieran clavado un pie al suelo, pero se esforzó por seguir. 

—Antes vivía en Karü. Después, cuando se lo comió la pausa, vine para acá. Como todos. 

—¿En la iglesia vivías? 

—Si, en la iglesia. Tenía aposentos y la diócesis se encargaba de…

—Sí, los aposentos. Los vi. Te olvidaste una biblia ahí. O bueno, entiendo por lo que me decís que la dejaste.

Esta vez, César se paró en seco, giró y la enfrentó. 

—¿Fueron a la iglesia ayer? 

—Fuimos a la iglesia. 

—Pero no pudieron entrar, está todo…

—Entramos. Es decir, él me esperó afuera. Yo entré. Y ese es el problema, César. Que cuando vos me decís que se vinieron todos para acá yo tengo que decirte que no. Por lo que yo pude ver, todos no. 

El cura bajó la mirada. Suspiró antes de resignarse: 

—Si vos querés yo te lo explico. Pero no vas a sacar nada de todo esto. La cabeza llena de cosas que no querés tener, nada más. ¿Para qué? Sobreviviste. Está bien lo que termina bien. 

—¿A vos te parece que esto terminó bien?

 —Esto no terminó. 

—Contame, te escucho. 

César levantó la cabeza para descontracturarse. Llevaba demasiado tiempo mirando el suelo. 

—Acá no. Cuando lleguemos a mi casa. El sonido viaja rápido y siempre hay alguien con la oreja parada.  

La casa estaba en una zona muerta. Leila supo, nomás con ver las entradas de las otras casas, que en esa parte del pueblo no vivía nadie desde hacía un tiempo largo. 

César abrió primero una puerta de rejas y después otra de madera. Las ventanas también estaban enrejadas. 

Le hizo un gesto para que pasara. La recibió un living frío, sillones antiguos de cuerina y un mueble modular con retratos. Levantó las persianas pero dejó las cortinas gruesas desplegadas. La luz que entró, sin embargo, bastaba para distinguir bordes y colores. 

Parecía la casa de una pareja de ancianos y, en efecto, era eso. Los retratos que había en el mueble de entrada daban cuenta de una vida larga y compartida, una familia ampliada, vacaciones en sepia, nietos de la era digital. En ninguno aparecía César. 

—Cuando migramos para acá, me dieron a elegir dónde vivir. Yo elegí esta casa por la zona y porque me parecía fácil de defender. Ahora ya ni eso. 

—¿Qué tiene de especial la zona? 

—Que está lejos de todo el mundo. ¿Querés tomar un té? 

—No, gracias. 

—¿Whisky?

—Estoy bien. 

—Yo necesito uno. 

—Hoy María me sirvió un café. Al parecer todos guardan algún tesoro. 

—Y al parecer todos queremos compartirlo con vos. 

—Gracias. Han sido muy hospitalarios conmigo. 

—No te sientas tan especial. Es un principio básico, al contrario de lo que nos han enseñado, compartir es parte natural del ser humano. No se puede comer la torta y a la vez tener la torta —dijo, mientras se servía el vaso hasta la mitad. Después dejó la botella a un lado y se sentó frente a ella—. Bueno, primero lo primero: hace años, acá, había dos pueblos. Pero, de todas las personas que conociste, ninguna vivía en Primeros Pobladores antes. Todos los que peregrinaron hoy antes vivían en el otro pueblo. Y algunos, como Miller, vienen del sur profundo. Es importante que entiendas que lo que te voy a contar no es necesariamente algo malo. No todo, al menos. Lo que pasó, pasó mientras el frío avanzaba y se iba comiendo el mundo pedacito a pedacito…

César habló durante una hora, haciendo girar el vaso de whisky cada tanto, un gesto vacío, una costumbre adquirida en la época en la que las bebidas llevaban hielo. 

Leila lo escuchaba abrazándose las rodillas, absorta en el relato.

—Como te dije, yo vivía en la iglesia. Daba misa, seguía los lineamientos de la diócesis. Cuando llegó el invierno, todo se volvió más confuso. Mucha gente se cambió de religión como si se estuvieran ahogando y vieran una tabla que flota mejor. Pero eso acá tanto no pasaba porque acá había menos opciones. Mi iglesia era la única que había para los dos pueblos. Igual que la comisaría. Igual que los bomberos. Los de Primeros Pobladores dependían muchísimo de Karü para todo. Así que, cuando la cosa empezó a ponerse dura, la gente se unió. ¿Y dónde se iban a unir si no en la iglesia? Yo estaba chocho. De golpe tenía los domingos repletos, la gente parada porque no alcanzaban los bancos de madera. Algunos empezaron a migrar al norte, es cierto, pero sabían que la cosa estaba difícil. En todas las ciudades, en todo el país, la gente se iba al norte. Hacer esa jugada era arriesgarse a una lucha medio descarnada. Bueno, ustedes allá en la capital habrán recibido hordas. 

Leila asintió. Era cierto que en la ciudad había ocurrido una avalancha inmigratoria. Al mismo tiempo, muchas viviendas colapsaban por la nieve. Al principio, el problema parecía grave. Pero como nadie sobrevivía una noche en la calle, el equilibrio se sostenía sin que nadie tuviera que hacer demasiado al respecto.

—Una noche, durante el tercer año del invierno, golpearon la puerta de la iglesia. Era sábado. Miller y cuatro tipos más. Yo no los había visto nunca. Estaban con Guillermo, que tendría ahí, no sé, unos catorce años. Un hombrecito, como le decía Miller. Cuestión que se presentaron y me dijeron que se estaban mudando al pueblo con sus familias. Yo no entendía nada. Era tarde y tenía adelante cinco tipos que parecían un grupo de tareas, pero con un pibe, un muchachito. Y el jefe se presentaba como un científico. Astrónomo me dijo que era. Yo le respondí que eran bienvenidos, pero que yo no tenía ningún tipo de poder administrativo, que tenían que hablar con el intendente si hacía falta algún trámite. 

Entonces, Miller me dijo que el intendente no estaba más. Que el intendente ahora era él. Y que me venía a avisar para que lo comunicara en la misa de la mañana. 

Como yo lo conocía a Quiroga, así se llamaba el intendente de aquel momento, empecé a mandarle mensajes. Nunca me respondió. Después me enteré que se había ido con toda la familia. 

Dio otro sorbo al whisky. Empezaba a tomar conciencia de que no iba a poder dilatar la introducción demasiado tiempo.

—Al día siguiente, cuando llegó la hora de la misa, me dije no, no voy a pasar semejante mensaje. Voy a advertirle a la gente, voy a contarles lo que pasó y bueno. Se resolverá. Yo entonces estaba muy envalentonado por cómo había crecido mi rebaño. Me sentía un líder y sabía que eso no era un privilegio, era una responsabilidad. Pero nomás subí al altar, vi dos tipos parados en las puertas como matones, mirando fijo. La gente ni se había dado cuenta, los tenían en la espalda. Pero a mí me miraban. No andaban con armas, o sí, no lo sé. Pero recién ahí entendí que era mi vida la que estaba jugándome. Así que di el sermón como siempre y al final tuve que decirlo. Les dije que el intendente estaba ausente y que podíamos llegar a tener un reemplazo, un tal Miller. Que íbamos a tener novedades en el transcurso de los días. 

La gente quedó desconcertada, algunos me vinieron a preguntar pero yo qué iba a decir. Medio que me escapé para no tener que comprometerme. Agarré la camioneta y me fui para lo de Patricio. Le expliqué todo, de punta a punta. Cristina me miraba y no decía nada. Cuando terminé, ¿sabés qué me dijo Patricio? 

Leila negó con la cabeza. 

—Dejalo estar. Eso me dijo. Dejalo estar. Ahí entendí que estos tipos habían llegado a él antes que a mí. Se habían movido rápido y bien. Pero la sensación de estar siendo asaltados era terrible. ¿Qué era esto? ¿Un golpe de Estado chiquito? ¿Un grupo de bandoleros como en el lejano oeste? No señor, me dije. El valor me iba y me venía, y en ese momento me vino. Patricio se dará vuelta como una media, me dije, pero yo sé de qué lado tengo la manteca en mi tostada, no voy a apoyar esto. Así que de ahí nomás me fui a la ciudad. ¿Qué puerta pensaba golpear? Ni la menor idea. En la fiscalía ni me atendieron. Pero como éramos pueblo de frontera, la parte ejecutiva había caído en manos del Ministerio, así que me fui al Ministerio.

—¿Y en el Ministerio qué pasó?

—Me tomaron una queja. 

—¿Una queja? 

—Sí. Creo que tengo el número anotado por algún lado. 

Leila trató de imaginarse la queja pululando por el sistema, un corpúsculo de datos sepultados debajo de un millón de otros datos. Un expediente catatónico. Inútil. 

—Como te imaginarás, nunca pasó nada más con eso. Yo estuve unos meses intentando llamar, gestionar. Fui a la radio, pero me dijeron que no querían problemas. Escribí cartas a los medios de la provincia. Llamé muchas veces más a la fiscalía, pero era la época en la que el invierno se había recrudecido. En todos lados había problemas más grandes. La pausa crecía, pero no crecía sólo acá. Era una frontera que cruzaba el país y se desplazaba como un frente. Lo iba achicando. A veces llegaba algún grupo de científicos que hacía base antes de seguir para el sur. Se quedaban una noche y se iban. Volvían a pasar al poco tiempo en la dirección contraria. Alguna vez alguno no volvió. 

Leila se levantó y dio una vuelta alrededor de la mesa. Se agarró la cintura y arqueó la espalda. Miró por la ventana para chequear cuánta luz quedaba afuera. Plena tarde todavía.

—Pasaron meses así, hasta que entendí que esta era la nueva realidad. Los que estaban indecisos si mudarse o no, se mudaron. No sé si les fue bien o mal, volver no volvió ninguno. Para el resto, Miller o Quiroga eran palabras que no significaban mucho nada. Lo que sí significaba algo era la pausa. Se notaba que estaba cada vez más cerca. El viento se había vuelto más frío y las cosas empezaban a tener un borde de hielo. Hacia el sur, no había más fauna. Crecían solamente los arbustos más secos. Pero no había nada para cazar. Al mismo tiempo, las rutas empezaron a cerrarse más seguido. Yo traté de hacerme amigo de Guillermo. Ya era un adolescente, más que un adolescente, y pensé que podía venirle bien una figura paterna un poco menos… ruda. Pero nunca logré que me quiera. Me parece que yo no le infundía mucho respeto. Además, por esa época pasó lo de la Ministra. Saltó todo el escándalo. Yo seguí todo el tema de cerca, leí todas las noticias. Yo sé quién sos vos.  

Leila había agarrado un vaso de camino y ahora se sentaba. Inclinó la botella sobre el vaso y la sacudió un poco. El whisky salió con un espasmo.

—Miller tomó posesión del observatorio. No le costó mucho, estaba abandonado, lo habían desfinanciado. Y se quedó ahí. Nunca se dejó ver mucho. Guillermo le llevaba los mandados, traía los mensajes. Ya para esa época los teléfonos celulares eran absolutamente inservibles. Nos habíamos acostumbrado a vivir de nuevo como hacía cien años, pero la verdad que no se notaba mucho la diferencia. ¿Para qué tener un teléfono si no te van a atender nunca en ningún lado, no? Cuestión que, cuando Miller aparecía, uno sabía que había pasado algo. 

A mí se me apareció en la iglesia un domingo a la noche. Vino con Guillermo, pero sin los tipos de siempre. Me trajo una botella de vino, la abrió y sirvió tres vasos. Entonces me explicó. Había estado observando el sol. Siempre observaba el sol, y se ve que no tenía los filtros apropiados porque se le había ido quemando el ojo. Y él sabía que la situación no era buena. No había nada que indicara que la cosa iba a mejorar. Y el frío seguía avanzando, la pausa estaba cada vez más y más cerca. Entonces, íbamos a tener que dejar Karü. Nos íbamos a tener que mudar al norte. Todos. 

—A este pueblo.

—A este pueblo, sí. 

—Entiendo —dijo, y tomó un sorbo grande de whisky. La garganta le ardió y los sentidos se le despertaron de golpe. 

—No, no entendés todavía. Nos mandó a Guillermo y a mí como emisarios. Tuve que venir para acá, buscar al jefe comunal y explicarle. El tipo casi me saca a los tiros. Era duro el turco. Pero lo cierto era que él se estaba quedando sin gente. Medio pueblo se había ido y yo no entendía qué problema podía tener con que nosotros subiéramos y ocupáramos las casas vacías. Ellos eran muchos todavía acá en Primeros Pobladores. En Karü quedábamos pocos. Y Miller decía que, si nos veníamos para acá, los cerros nos iban a proteger un largo tiempo de la pausa. Que se iba a estancar ahí, por lo menos un par de años. Había hecho observaciones. Y mirá si no tenía razón… Pero el turco no quería saber nada. Dijo que esa era su gente, que los recursos eran pocos, que no había caza, que el Ministerio no mandaba nada, que pescar era difícil, que cultivar ya era imposible. No. De ninguna manera. 

»Cuando volvimos y le conté todo esto a Miller, ¿sabés qué me dijo? Tiene razón. No alcanza para todos.

»Entonces me pidió que volviera con una ofrenda de paz. Juntó muchas de las armas que teníamos, que en ese momento valían bastante. Las cargamos en la camioneta. Agregamos comida, un par de botellas, y volvimos a venir. El perro del turco casi me salta al cuello, el cagazo que me pegué ese día no me lo olvido más. El turco lo encerró en el fondo pero yo sabía que lo había dejado suelto al principio para que nos asustara. Cuestión que le di todas las cosas, los regalos, y le dije que ahora estábamos indefensos y en sus manos. Que lo único que pedíamos a cambio era que vinieran con su gente a una misa el domingo. El mensaje era: si compartimos tiempo, si las comunidades se relacionan, capaz podemos cooperar. 

Y funcionó. Es gracioso porque funcionó. El domingo a la mañana la iglesia estaba llena de gente. Gente que había venido desde acá, con el turco a la cabeza. 

Yo tenía todo preparado para hablar de la vida, de la humanidad, del rebaño, de la cooperación. Me había pasado la semana limpiando, repasando la Biblia. Estaba emocionado. Yo les iba a hablar. Yo iba a fortalecer la iglesia para Dios. Yo. Un cura pequeño, sí, pero un cura, ahí sí, todavía un cura. Me sentía importante, como si me hubiesen mandado en una misión espacial. 

»Pero cuando estaba por vestirme, se me apareció Patricio en mi cuarto. Al principio no reaccioné. En esta profesión uno está acostumbrado a que la gente te aborde de la nada y te hable sin rodeos. Pero hubieras visto la franqueza con la que me miró y me dijo: vos venís con nosotros. Al mismo tiempo, empecé a oír ruido de obra, un taladro, martillazos que venían del pasillo. Estaban colocando una traba en la puerta.

Leila supo cómo seguía la historia, pero la dejó correr. César habló sobre la forma en la que salió sin que nadie lo viera. Sobre los hombres de Miller bloqueando las puertas con los autos y la forma en la que intentaron prender fuego la iglesia. No dijo nada de los gritos. Incluso en el relato de César, los gritos eran mudos. 

—Esa misma noche —siguió Cesar— los hombres de Miller vinieron a Primeros Pobladores y limpiaron lo que quedaba del pueblo. Las pocas personas que habían decidido no ir a la misa en Karü, o no habían podido. Al día siguiente, peregrinamos todos para acá. Miller había decidido que era mejor mover una tribu que lo respetaba que tener que construir poder desde cero. Sesenta o setenta personas cruzamos en caravana la ruta. Incluyendo a María y Simón, con Lucio en brazos todavía. A cada cual se le dio a elegir dónde vivir. Yo esperé y me vine último para acá. 

»Miller nos dio órdenes claras. Nadie salía del pueblo, excepto su hijo, que tenía como misión permanente ir y venir del Ministerio con lo que pudiera conseguir. Todo el mundo tenía que tener siempre la radio prendida y reportar cualquier ruido. A partir de entonces, el sol quedaba bajo observación ciudadana. Y a mí me encargó cómo decirlo… me encargó una nueva religión. No nueva completamente. Me pidió que la fuera… adaptando. Así que empecé a tirar un poco de acá, un poco de allá. Cambié algunas palabras. Acepté sus sugerencias. Leí los autores que me recomendó. Al principio nadie se dio cuenta. Cuando un sacerdote habla, las personas escuchan un runrún y se sienten arrepentidas, pero no saben bien de qué se arrepienten. Están escuchando la voz, no las palabras. Después, cuando se dieron cuenta de que esas palabras hablaban de ellos, que hablaban del invierno y de la misión suprema de sobrevivir, ahí sí. Ahí escucharon. Y lo que escucharon les gustó. Dios se fue, somos parte de una revolución divina. Ese era el mensaje. Miller lo diseñó. Es un pragmático. Y yo soy un asesino, como todos ellos. 

Se sirvió otro vaso y se reclinó en el asiento. Los ojos eran dos puntos brillantes, como estrellas lejanas en universos negros e infinitos. 

—Lo único gracioso de toda esta historia, lo único que todavía me divierte, es lo de Patricio. 

—¿Qué pasó con Patricio?

—A él le encargó la misión de recuperar todas las armas que le dimos al turco. Pero nunca las encontró. El turco, qué pillo el turco… las escondió tan bien que todavía las están buscando. —César se rió. Una risa corta pero inevitable, como una napa de agua emergiendo por una grieta de la superficie. Levantó el vaso en un brindis y se lo tomó de un trago. El whisky le salpicó la garganta como un chorro en un balde y lo hizo toser. 

—¿Y el perro? —preguntó Leila—. ¿Cuándo aparece el perro en toda esta historia?

—Ah, sí… el perro. Es el perro del turco.

—¿Cómo?

—Yo lo reconozco. Acá no lo conoce nadie, pero yo sí. Te dije que no me lo iba a olvidar más. Ese perro estaba loco y cuando el turco se fue… bueno, cuando vino a la misa, lo abandonó. Lo dejó acá pensando que iba a volver. Miller pensó que, justamente, lo había dejado para custodiar algo. Y ese algo qué iba a ser sino las armas. Pero dio vuelta la casa y no las encontró. Esto me lo enteré por Patricio, que fue con él. Como no encontró nada, se puso furioso y se la agarró con el perro. Le dio una paliza. 

—Me dijo que el perro lo emboscó en la calle. 

—No es cierto. Las cicatrices que tiene son de esa pelea. Se la agarró mano a mano con el perro y lo dejó malherido y encerrado para que se muriera despacio. Pero el perro se escapó. Le siguió el rastro y empezó a merodear el observatorio, le mató las ovejas. No lo dejaba en paz. Ahí Miller se consiguió un perro guardián. Lo entrenó. Pero el perro vino y le mató a ese perro. Y después le siguió matando ovejas hasta que lo dejó sin nada. Y después, bueno, después fue lo de Clara.

—Clara…. La nombró una vez. 

—Clara era una vecina que le iba a limpiar la casa, el observatorio. Pobre. Iba y venía caminando. Volvía de ahí cuando la atacó el perro. Para mí porque traía su olor, el olor de las cosas de Miller. Capaz el olor de Miller mismo, no sé. No quiero decir que ahí pasaba algo porque no viene al caso, sé que él la quería mucho. Después, cuando la reemplazó María, le dije que vaya y vuelva siempre en auto. Hubiese querido decirle que ni vaya, pero de eso justo a ella no la iba a convencer. Por lo menos que fuera en auto. 

—Miller me dijo que primero había matado huemules y después ganado y personas.

—Quiere que pienses que mataba por hambre. Pero no mata por hambre. Habrá matado algún huemul para comer, seguro, pero los animales se fueron por el frío. Y el perro tampoco tiene una saña indiscriminada.

—Willy tenía puesta la campera del padre —dijo Leila. 

—Pero Miller en vez de salir a cazarlo, se encerró en el observatorio. Tiene miedo y es lógico. Hasta me sorprendió que apareciera para la exequia. Pero bueno, el hijo… la sangre tira. 

—¿Pero vos decís que el perro tiene la inteligencia y la voluntad para acosar al mismo tipo durante años? 

—No es voluntad. Es una obsesión. Como si no conociera otra cosa. Obedece a un mandato que no comprende. Está rabioso, pero rabioso no de la enfermedad, rabioso espiritualmente. No sé. Yo sólo sé que antes de Miller, no había perro. Ahí hay un rencor viejo.

El recuerdo de Guillermo se le hizo agua en los ojos a Leila. Apretó los puños y trató de contenerse. 

César hizo la señal de la cruz, una vez y con poca definición, antes de volver a su whisky. 

—Así y todo, es un buen líder. A los que quedamos, nos organizó bien. La comida no falta, hay luz, hay leña. Hay paz. Son tiempos oscuros, pero él se las ingenia para mantener al lobo lejos de la puerta. 

Cuando salió de la casa, el sol era un resplandor naranja que menguaba en el fondo del cielo. Miró en todas direcciones y caminó. Tenía que abrazarse a sí misma y dar pasos cortos y rápidos para entrar en calor, y tenía que apurarse si no quería que la oscuridad la sorprendiera sin haber llegado a la casa. No confiaba en que pudiera orientarse en la noche cerrada. 

Al final, César tenía razón. Tras haber contado toda la historia, parecía haberse quedado más tranquilo: el pecho sosegado, las manos alrededor del vaso vacío. Se iría a acostar temprano, sin cenar, el cuerpo caliente por el alcohol. Iba a dormir mejor de lo que había dormido en años. Se iba a despertar con resaca muchas horas después, con la cabeza dolorida pero satisfecho. En cambio ella tenía la sensación de no haberse llevado nada. Había terminado de armar un rompecabezas y la imagen total era un plano liso e inexpresivo. No había figura. No había cifra. El único futuro que podía ver era el inmediato: caminar por las calles frías, entrar a una casa familiar donde se llevaba a cabo un luto. Sentarse a una mesa y evitar responder si alguien le preguntaba qué pensaba hacer al día siguiente. 

César propuso que buscara un periodista, alguien en la capital que hiciera de esto un escándalo. Ella le había dicho que sí. Que iba a buscar a alguien, que iba a contar la historia. Pero nomás dejar la casa supo que no iba a contarle nada a nadie. La sola idea de volver a sentarse en un juzgado, de volver a ser enfocada por una cámara, le provocaba un terror atroz. Había emprendido ese viaje para alejarse de todo, pero no había forma de alejarse de nada. Allí donde fuera habría invierno, habría muertos, habría personas jugando sus juegos. Todo lo que sucedía, sucedía adentro del Sol, como le había dicho Miller. 

La noche se cerró pero la casa de María estaba cerca. El frío le hacía doler la punta de la nariz y se imaginó que la esperaba una sopa caliente. Podía pedirle a Lucio que le enseñara a jugar a ese juego de mesa al que lo había visto jugar solo, con la excusa de distraerlo y distraerse ella. Después, con los huesos tibios, decidiría qué hacer. Si volver. Si ir a hablar con Miller. Si pedirle perdón. O huir en silencio. Siempre era una opción irse sin que la vieran. Perderse de nuevo en el anonimato de la gran ciudad. 

La idea se le presentó con naturalidad, sin ansiedad pero también sin resistencia. Al fin y al cabo, preguntarle a las cartas era lo más lógico que podía hacer, dadas las circunstancias. Decidió que lo haría a la noche, tarde, después de cenar. Les preguntaría sobre Miller y sobre la conveniencia de enfrentarlo o escapar. Las cartas estaban en su mochila, en el piso superior de la casa, la casa que ya se distinguía, con el resplandor del fuego en la ventana y su árbol naranja tragado por la oscuridad y su vida interior, sus habitantes encapsulados como astronautas en una estación espacial. Aunque, ahora que se acercaba a la casa, daba lo mismo lo que las cartas opinaran sobre enfrentar a Miller, porque la camioneta estaba estacionada en la puerta.