La templanza

15min

La pausa. Capítulo 4.

Volvieron a bajar a la altura del pueblo y del lago. El auto de María combustionaba mal e iba dejando una estela negra tras su paso. Una columna de humo negro que el viento arrojaba sobre casas y árboles. Leila miraba por la ventanilla y diferenciaba las casas bien construidas, las que seguían en pie, de las que habían colapsado bajo el peso del invierno. Las primeras tenían, por lo general, techos alpinos. En cambio, las casas baratas, las que habían sido construidas en la época del calentamiento, eran enormes túmulos de nieve, gigantescos hormigueros abandonados. 

—Esa era la casa del turco —dijo María, señalando uno de los túmulos. La puerta de entrada y las ventanas estaban rotas, como si hubieran sido violentadas. Pero al pasar sólo se lograba ver oscuridad, y lenguas de hielo y nieve que entraban o salían por las fauces de la casa.  

Frenaron doscientos metros más adelante, en la puerta de una vivienda alta, recubierta en madera y techo verde. Un parque sembrado de pinos rodeaba la construcción. Más atrás, el terreno entraba en declive. Entre las agujas verdes se veía la franja blanca y lejana de la superficie del lago.

Leila bajó con la carabina colgada del hombro.  

Les abrió la puerta una mujer pequeña y delgada. Un peinado alto, lleno de bucles congelados con fijador, trepaba hasta duplicarle el tamaño de la cabeza. Tenía una sonrisa franca y abierta, y unos ojos azules y lechosos como rocas antiguas. 

—¡Hola Cris! —María la abrazó y Leila pensó que la podía quebrar, pero la mujer le devolvió el abrazo con fuerza.

—Ya era hora, nena. ¿Y esta quién es? 

María procedió a hacer las presentaciones de rigor, que Leila no supo si acompañar con un beso o una mano y terminó resolviendo con un gesto de cabeza. Cristina la miró de arriba a abajo y se detuvo un momento en la carabina. Después las hizo pasar. 

Leila apenas pudo esconder la sorpresa. La casa por dentro era un pequeño palacio de madera, con muebles de caoba y reproducciones de cuadros del romanticismo. Una araña de cristal dominaba el centro del lugar y, aunque estaba apagada, la luz que entraba por el ventanal del fondo le desprendía brillos pálidos. Caminó hacia el ventanal casi sin pensarlo. Desde ahí, se veía el bosquecito de pinos bajando en pendiente y se apreciaba la orilla del lago. Era una vista hermosa y terrible: el hielo lejano en contraste con el aliento cálido de la chimenea que ardía dentro de la casa. El mismo pensamiento volvió a instalarse en su conciencia: ella podría vivir así. Incluso más: ella quería vivir así, en contacto con el frío, siempre al alcance del frío, el frío siempre a las puertas. ¿Por qué no había sabido vivir así? ¿Por qué había perdido tanto tiempo en la ciudad, en su triste trabajo de oficina, ahogada por el calor artificial de esa oficina en particular? Había sido siempre tan fácil tomar la decisión de irse al sur. Claro, nunca habría podido pagar un lugar como ese. Una casa así. Pero algo parecido. Algo con una vista al lago. No, ni siquiera. ¿Quién necesita un lago? Una vista de los árboles y la nieve era más que suficiente. 

Cuando la visión se le nubló, se dio cuenta de que se había pegado demasiado al vidrio. Dio un paso hacia atrás y la mancha de su exhalación condensada entró en foco: la vio achicarse como un cáncer en remisión, hasta desaparecer por completo. Entonces, las voces de Cristina y de María, que nunca se habían callado, volvieron a aparecer.

— ...pasa que se acostó tarde, pero ya te lo llamo. 

—Dejalo dormir, Cris, podemos volver más tarde. 

—Ni hablar, mirá la hora que es. Si no le doy un motivo para salir de la cama, sigue hasta el mediodía. Y después a la noche se queda rumiando, fuma, camina de acá para allá y viste el ruido que hacen estos pisos. Me vuelve loca. Ya te lo llamo.

—¿Está mejor de…?

—Está igual. Pero qué querés que te diga. Si él no ayuda…

Cristina subió las escaleras con agilidad y se perdió en el piso de arriba. Leila miró a María, esperando algún tipo de aclaración, pero María se entretenía apreciando una vitrina con adornos. 

A los pocos minutos Cristina bajaba de nuevo. 

—Ahí viene. ¿Quieren tomar algo?

Leila negó con la cabeza. Las dos mujeres rodearon la barra alta que separaba el living comedor de la cocina y empezaron a preparar un té de rosa mosqueta que humeaba con un aroma tentador. Leila se arrepintió y quiso pedir que por favor la incluyeran, pero entonces unos pasos pesados resonaron en la escalera. 

Un hombre grande bajaba. Tenía las botas puestas pero los cordones desatados. Ropa arrugada y barba sin afeitar. Se movía todavía con la lentitud del sueño, como si bajara sin intención de llegar abajo. Rondaría la misma edad que Cristina, pero su piel no mostraba los beneficios de los cuidados cotidianos, sino el grosor endurecido del frío y la falta de sol.

Miró a Leila con un poco de interés. Después agarró una campera gruesa del perchero y mientras se la ponía le dijo:

—Vamos. 

—Tratala bien, Patricio —dijo Cristina, sin mirarlo—. Y peinate un poco, querés.  

Salieron por la puerta de atrás a una galería alta, luego unos pocos escalones y la nieve, los árboles, el lago de nuevo. Leila giró y vio el ventanal por el cual había estado mirando. Los árboles se reflejaban en el vidrio y, detrás, las siluetas de las dos mujeres que pasaban con tazas en dirección al sofá. 

El hombre la guió hasta un cobertizo. Era una construcción pequeña pero sólida. La puerta tenía tres candados endurecidos por el frío que llevó un rato abrir. 

—Me contó Cristina que te manda Miller —dijo Patricio, mientras luchaba con el del medio—. ¿Sos la cazadora?

—Sí. 

—Mirá que se tardaron tiempo en mandarte, eh.

Leila iba a responder pero Patricio la interrumpió con otra pregunta:

—¿Y no te dieron munición? 

—La perdí.

Patricio se dio vuelta y la interrogó con la mirada. 

—Más bien la gasté y la perdí. Le tiré al perro pero no le di. Y la última bala se me cayó en la nieve, en la hondonada, pasando los gigantes. 

—¿Qué gigantes?

—Las torres de alta tensión. 

—Ah —dijo, y se dedicó a pelear con el último candado—. ¿Qué tenés ahí? ¿Un Mauser?

—Sí. Siete sesenta y cinco. 

—Sí, siete sesenta y cinco por cincuenta y seis. Es al cuete, no va a haber nada. —El último candado saltó y Patricio tiró de la manija con fuerza. La puerta se abrió con un estruendo, como si en realidad se cerrara—. Pero vamos a ver. 

Adentro del cobertizo había una mesa de trabajo y sobre la mesa cuatro armas cortas, reglamentarias de policía. En un armario en la pared opuesta colgaban otras tantas ithacas y un rifle largo. 

Patricio fue directo a un cajón y empezó a revolver. 

—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Leila.

—Mmm…

—Si tienen todas estas armas, ¿por qué no salen a cazar al perro ustedes?

Patricio se rió por la nariz. Fue apenas un suspiro, breve como una tos, Leila no estaba segura. Pero sonaba a que era la primera cosa graciosa que el hombre escuchaba luego de una larga depresión. 

—La mitad de lo que ves no funciona. La otra mitad no tiene munición. ¿Sabés en qué nos gastamos la munición? 

—No.

—En intentar matar a ese perro. 

Leila no dijo nada. El aire adentro del cobertizo olía a limadura de hierro y combustible.

—Pero bueno, supongo que Miller cree que vos vas a poder —agregó Patricio, sin que ella pudiera detectar ni un rastro de ironía en su voz—. Y Miller dice que te dé balas, así que acá estamos. Mirá, balas no hay. No hay más. Me quedan unos cargadores para las 9 milímetros, que no te las recomiendo porque son de corto alcance, viste. Al bicho ese hay que matarlo de lejos, porque si no se muere… Y si no, quedan unas balas para el rifle. Nada del calibre tuyo. ¿Querés llevarte el rifle?

Dudó. Se había cruzado de brazos para protegerse del frío y meditaba con la vista perdida en el polvo de nieve que se le desprendía de los borcegos. Confiaba más en su carabina que en cualquier otra arma, y no le agradaba la idea de enfrentar al perro con un rifle prestado.

—¿Y no hay otra forma de conseguir munición?

Patricio salió y respiró el aire de la mañana, tomándose un momento antes de responder. 

—Sí, claro. Hay dos maneras en realidad. Podés ir al Ministerio y pedir que te den más balas, pero no creo que tengan ellos tampoco. Además, ahora está cortada la ruta me parece. 

—Sí, está cortada. 

—Claro, ahí tenés. Y la otra opción es irte a Karü. —Señaló al sur, la hilera de cerros apenas visible tras el bosque de pinos—. Ahí debe estar la comisaría todavía, si no se le vino el techo encima. Yo trabajaba ahí antes de… Bueno, antes de esto. Yo soy policía. Era policía. Y ahí hay munición larga porque se usaba mucho para la fauna. Siete sesenta y cinco… sí, seguro hay. Pero bueno, me parece que es más fácil irte al Ministerio. 

—Pero la ruta está cerrada. ¿No puedo llegar caminando al pueblo?

—No tengo idea de si podés. ¿Podés? ¿Vas a poder vos? Hace años que nadie va para allá —hizo un silencio y agregó—: No sé por qué alguien querría ir para allá.  

—¿Para conseguir munición?

—No, pero eso te lo dije en broma.

A Leila no le pareció que Patricio tuviera la menor idea de cómo hacer una broma y se quedó mirándolo, a la espera de más explicaciones. 

—Nena, no se puede ir al sur. No hay nada ahí. Está abandonado el pueblo. Quedó del otro lado. Se lo comió la pausa. 

Leila volvió a llevar la vista a los cerros. Lucían suaves, poco más grandes que colinas altas, pero tenían ese color pardo e inapelable. Estaban ahí como una frontera y una advertencia, pero a la vez como una invitación. Se preguntó si era posible. 

—Bueno, ¿vas a querer el rifle o no? 

Leila evaluó sus opciones.

—Sí, por favor —respondió. 

La orilla del lago estaba encrespada, pero quieta. El agua se había congelado en pleno movimiento y después el hielo, avanzando desde el centro del lago, había empujado aún más afuera ese borde, hasta arrojarlo como un cristal espumoso sobre la arena. 

Cristina y María estaban de pie junto a los árboles para protegerse del viento. Se habían traído las tazas de té y cada una iba envuelta en su campera de montaña, rosa y verde fluorescentes. Patricio, en cambio, le daba la espalda al lago; los pies casi hundidos en el borde y el viento haciéndole chicotear el pelo. Observaba a Leila con interés, pero Leila lo ignoraba. Tenía el ojo y la atención puestos en la mira del rifle, la mira en línea con el cañón y el cañón apuntando al bidón de lavandina que Patricio había acomodado previamente, a unos cincuenta metros, siguiendo la línea de la costa. 

—El bidón es amarillo —dijo Patricio, cuando ella aún no había disparado un solo tiro—. El perro es blanco. En la nieve, son cosas distintas. 

—El bidón está quieto —aportó Cristina. 

Leila intentaba ignorarlos. Sus preocupaciones eran otras: el cañón era más largo y el arma más pesada, le costaba mantenerla erguida. A la vez, tenía que sincronizar la respiración con el viento. Así le había enseñado su abuelo, en la época del calor, cuando salían a cazar perdices por el monte. Catorce años tenía en ese entonces y otros tantos habían pasado. Pero las palabras del abuelo perduraban en la memoria. Era una lección simple. Apuntar, apunta cualquiera, le había dicho. Es intuitivo. El problema es respirar. Si hay viento fuerte, esperar a que pare, porque si no te desvía la bala. Y no contener la respiración. Todo el mundo contiene la respiración y la suelta al disparar, y ahí todo se va al carajo. Hay que soltar el aire, vaciar los pulmones, esperar a que el cuerpo quede quieto y ahí, recién ahí…

El disparo sonó con fuerza y ahuyentó a un pájaro que se protegía del frío en la copa de un árbol. María dio un pequeño saltito, pero Cristina no se inmutó: se tomó un tiempo para sorber el té y después dijo lo que ya todos sabían:

—Le erraste. 

Recargó el arma sin responder. Corrió el pasador. Se la calzó al hombro y puso el bidón de nuevo en el centro de la mira. Inspiró. Exhaló. Los músculos de los brazos temblaban en el esfuerzo por sostener el peso excesivo del rifle. 

El estampido se repitió exacto, pero esta vez no había pájaros para ahuyentar. 

—Le erraste de nuevo.

Por un momento, pensó en lo fácil que sería no errarle a ella, a su campera rosa fluorescente, su corta distancia, su copete de rulos con fijador. Dejó que el pensamiento se lavara solo y volvió a cargar el arma. 

Cuando ya la tenía en el hombro, a Patricio se le ocurrió que tal vez la mira estuviese desviada. —Probá apuntar un poquito a la derecha. 

Leila tenía el objetivo perfectamente centrado y sentía la adrenalina pulsándole las sienes, contrayéndole los músculos. Cierto instinto le decía que ese era el momento de golpear. Pero las palabras de Patricio se hicieron lugar y, a último momento, movió el cañón. 

Disparó. 

A lo lejos, el bidón se sacudió como si hubiese tenido un escalofrío, pero permaneció en pie. 

—¿Le diste? —preguntó María. Había dejado su taza en el piso y se abrazaba a sí misma. El labio inferior le temblaba. 

—No —dijo Cristina. 

—Lo rocé. 

—¡Era a la derecha, viste! —Patricio parecía animado—. Yo sabía. Hay que calibrarla un poquito nomás, a ver, dame. 

Agarró el rifle y ajustó uno de los tornillos de la mira. Se lo devolvió y le dijo:

—Probá ahora. 

Pero Leila abrió la mano y le mostró tres balas:

—Es todo lo que nos queda. 

María pasó caminando junto a ellos, en dirección a la orilla. 

—Probá una. 

—No puedo. Las voy a necesitar después.

—¿Y si la ajusté demasiado y ahora tenés que compensar para la izquierda? Te conviene probar con una. 

—¿Qué pasa, Mari? —Cristina ahora también pasaba en dirección a la orilla y se ponía al lado de María. Entre las dos intentaban ver algo que se movía en la superficie del lago, donde el agua congelada hacía un recodo y se perdía detrás de una lengua de tierra y árboles. 

Patricio y Leila abandonaron el debate y se sumaron. Ahora que terminaba de asomar, los cuatro podían verlo. Alguien caminaba sobre el hielo, encorvado, como quien busca algo que se le ha perdido. Iba y venía, y cada tanto se agachaba y trataba de pulir el suelo para ver mejor. 

—Ojo que el hielo es finito en algunas partes —dijo Cristina. 

—Es un nene… —observó Patricio. 

María reconoció la campera, hundió los pies en la espuma congelada y se lanzó a correr. Sus borcegos no tenían crampones ni nada que le permitiera avanzar sobre el agua congelada, y antes de dar dos pasos se fue al suelo. La nariz le empezó a sangrar mientras trataba de incorporarse y llamaba, una y otra vez, a Lucio, que no parecía escucharla. 

Cristina se afirmó en el borde espumoso lo mejor que pudo y le tendió una mano. Mientras tanto, Leila y Patricio se lanzaron en dirección a Lucio. Ninguno de los dos tenía el calzado adecuado tampoco, pero Leila se apoyaba en el rifle y Patricio demostraba un equilibrio perfecto. Caminaba como un patinador, procurando no ofrecer resistencia con su peso, sino abandonarlo a los deslices, compensando acá o allá con un movimiento de brazos. Pronto estuvo diez metros más adelante. Luego, quince. Cuando hubo cubierto la mitad de camino,  paró. 

Leila, que venía atrás demasiado concentrada en no caer, primero no entendió por qué Patricio había dejado de moverse. Después vio la mano con la que intentaba decirle que ella también se detuviera. Lucio seguía mirando el suelo y no se había percatado de la presencia de ellos, ni tampoco de la del perro, que en la orilla de enfrente lo miraba fijo, como un demonio. 

Leila avanzó un poco más. Despacio. Estaba demasiado lejos como para disparar, el piso resbalaba demasiado y no podía afirmarse. Y para peor, el estampido podía provocar que el perro huyera tanto como lanzarlo al ataque. Aun así, cargó el rifle. 

Patricio se echó boca abajo y ella hizo lo mismo para no resaltar. Vio cómo, con la misma mano que le había dicho que pararse, ahora le hacía un gesto como de avanzar. Se arrastró un poco hasta que comprendió que no le estaba diciendo eso, sino que le estaba pidiendo el arma. 

El perro dio un paso y apoyó una pata delantera en el lago. Las orejas levantadas y el lomo inclinado hacia abajo. A Leila, un vistazo atrás le alcanzó para ver que las dos mujeres estaban en la orilla, expectantes. María se cubría la cara y Cristina la abrazaba. 

Apoyó el arma en el suelo y la lanzó hacia adelante. El metal y la madera pulida se deslizaron por el hielo sin mayores inconvenientes y el rifle fue a dar a los pies de Patricio. Tuvo que contorsionarse para agarrarlo, pero finalmente pudo ponerse en posición y apuntar. 

El perro avanzó otro paso y olfateó el aire, un sutil vaho lo había alertado. El disparo retumbó. 

Lucio levantó la cabeza. 

La bala arrancó astillas de hielo cerca del perro, pero no hizo blanco. El animal dio un salto y llevó enseguida la mirada al origen del estampido. Pero Patricio ya había puesto otra bala en la recámara y se disponía a corregir en el segundo intento. 

El perro olfateó y aguzó la vista. Conocía ese ojo negro que lo miraba y sabía que, de momento, lo mejor era escapar. Miró una vez más a Lucio, un instante apenas. Después dio media vuelta y se perdió a los saltos entre los árboles.

El segundo tiro de Patricio fue en vano y lo supo apenas apretó el gatillo. Sólo sirvió para que Lucio saliera de su estupor y se pusiera a llorar. Cuando volvieron a la orilla, María se puso a llorar también, como quien abre un dique y alivia toda la presión, preguntándole una y otra vez qué hacía en el lago, qué hacía ahí, cómo se le ocurría. Pero detrás de cada pregunta iba otra y Lucio supo que no se esperaba de él respuesta alguna, así que no dijo nada. 

Patricio le mostró a Leila la única bala que le había sobrado. Después la colocó en el arma y se la ofreció. 

Leila levantó los hombros. Se dio vuelta y trepó el terreno con Lucio y María, en dirección al auto. 

Esa noche hubo una comida abundante. María sacó de las reservas de carne congelada y preparó un guiso que humeaba. También agregó leña extra a la estufa y encendió velas nuevas. Cuando Simón estuvo a punto de reprocharle el gasto, lo censuró con una mirada inapelable. 

Lucio no decía palabra, pero comía a cucharadas repletas, sin soplarlas, como si quisiera espantar un frío interior. 

Leila tampoco hablaba, pero para el caso era lo mismo porque María hablaba por el resto: le decía gracias a ella, le ordenaba buscar la sal a Simón, le preguntaba si la comida estaba bien a Lucio y volvía a empezar. 

En un momento, cuando María deslizaba el cuarto agradecimiento y Leila intentaba señalar que ella no había hecho nada, Simón aprovechó para tocarle el brazo a Lucio y decirle, a media voz:

—Vos sabés que no vas a ver nada, ¿no?

—Dejalo en paz —intervino María, que lo había escuchado.

—Bueno, pero él tiene que entender.

—Él entiende. 

Simón se quedó callado. Al rato, cuando el silencio se hizo muy insoportable, dijo:

—Che, qué bueno está este guiso. No sé si comerlo o meter los pies adentro. 

Leila fue la única que se rió. Una risa breve, nasal, pero necesaria. El silencio que vino después se hizo espeso, nebuloso, y se le metió en el pecho como una presión extraña.

Más tarde, sola en la habitación, mientras se quedaba quieta debajo de las frazadas a la espera de que la cama se calentara, Leila creyó oír que María lloraba. Pensó en bajar a ver, pero en seguida se imaginó a sí misma delante de esa madre estresada, sin saber qué decir. Abrió los ojos. La oscuridad era absoluta. Podía recordar, sin embargo, la disposición de los muebles, algunos detalles, las letras escritas en los tirantes de la cama de arriba. 

La idea se le apareció de nuevo. ¿Y si bajaba con el mazo? ¿Si le ofrecía a María la chance de hablar con las cartas? Todos esos años, en ese pueblo, las mismas caras, las mismas respuestas a las mismas preguntas de siempre. No cabía duda de que María lo necesitaba. 

Se destapó para levantarse y el frío la abrazó como un espectro. Volvió para atrás. Mañana, se dijo. Mañana, cuando esté más tranquila. Mañana va a saber mejor qué preguntarle a las cartas. Se ajustó bien las frazadas al cuerpo y cerró los ojos. Además, se dijo, María era su anfitriona. No quería tener la mala educación de ir a interrumpirle la tristeza.