El colgado

25min

La pausa. Capítulo 11.

El fuego era generoso, pero la comida, frugal. Aquellos habían sido días de inapropiada abundancia, un saqueo constante a las reservas de Simón y María. Ahora, sobre la mesa había un pan y alrededor de ese pan orbitaban unos platos pequeños con sobras del día anterior, los pocos frutos que daba el bosque y el contenido de una lata de conservas. Al ver a Miller sentado a la mesa, iluminado por un puñado de velas menguantes, Leila supo que se trataba de una frugalidad calculada: una señal de respeto, una muestra de disciplina. 

Se sentó al lado de Lucio, en el lugar que le había sido reservado. Simón y María quedaron frente a ella. Desde la cabecera, Miller cortaba una rodaja de pan, ni muy fina ni muy gruesa, y la cubría con una cucharada del guiso de ayer. Sus movimientos eran precisos. Los ojos de Simón, María y Leila lo seguían con cuidado, tratando de no romper el silencio monacal que envolvía toda la operación. El único que parecía prestar atención a otra cosa era Lucio, que de pronto se había parado junto a la radio y acercaba la oreja al parlante. 

Afuera, el cielo era negro. Lo veía desde su lugar en la mesa: detrás de su propio reflejo, en la ventana de la cocina había una oscuridad imposible de penetrar. 

Al lado de la puerta de calle, apoyada contra la pared, la carabina vacía. Había encontrado su rincón en la casa como lo encuentran los objetos en desuso o las pertenencias de las visitas que se quedan mucho tiempo. Simón la buscaba con la mirada, o al menos eso le pareció a Leila. ¿Por qué Simón miraba la carabina? O tal vez miraba la puerta. ¿Esperaba a alguien? Tenía las manos moradas y se las frotaba despacio pero con fuerza, disimulando, conteniendo el temblor cuando se llevaba el vaso a la boca.

Miller comía, aunque el ojo estrellado miraba al frente: todo lo que ocurría en la mesa quedaba en el campo de ese ojo ciego y sin embargo presente. Pero el silencio, cortado a intervalos por el ruido de la masticación, la estaba poniendo nerviosa a María. Se movía en la silla, tocaba el pan y lo dejaba. Leila sabía lo que la preocupaba: tanto ella como Simón habían sido cómplices del viaje. No sólo les habían armado viandas, sino que probablemente habían mentido al respecto. Pero, pensaba, tal vez la mentira todavía podía sostenerse. Tal vez María todavía podía negarlo todo. De ser así, ella tenía que ayudar a sostener la coartada. A menos que María ya hubiese confesado, y en ese caso tratar de mentir simplemente iba a empeorar las cosas para todos.

La radio chisporroteó un instante y volvió a callar. Nadie le hizo caso. Ni siquiera Lucio, que ahora se había ido a jugar al piso. Leila lo observó hacer, maravillada por ese instinto de conservación que lo hacía correrse de la línea de fuego. 

Sobre la mesa, todavía nadie había soltado una sola palabra. Decidió que era su responsabilidad dar el primer paso: 

—Lo siento mucho —dijo. Deseó haber dicho otra cosa. 

Miller no respondió. Cortó otro pedazo de pan. Lo untó con una pasta gris, prolijamente, hasta los bordes pero sin derrochar ni hacer la capa demasiado gruesa. Mordió, masticó y tragó. Se limpió la comisura con un repasador. Después tomó un trago largo de agua. Se había arremangado los antebrazos y las cicatrices que le había dejado el perro se veían brillosas, como líneas de plástico derretido adheridas a la piel. 

Leila intentó de nuevo:

—Yo asumo toda la responsabilidad. No sé cuál es la ley acá, sé que no es la misma de afuera. No sé qué me corresponde. Pero estas personas me recibieron en su casa por generosidad y no es justo que sufran por lo que yo hice. Ellos no sabían nada. Te propongo que vayamos a otro lado a resolver esto. 

Simón y María apretaron los ojos como preparándose para un impacto.

Miller alejó el plato, haciendo lugar en la mesa: 

—Traé el mazo —dijo.  

Leila, que nunca había mencionado siquiera el tarot enfrente de Miller, comprendió que mientras ella interrogaba a César, en esta casa había ocurrido otro interrogatorio, seguramente mucho más severo. Confesaron, pensó. Habían contado todo lo que sabían sobre ella. Hasta el último detalle. Miller la había estudiado como un cazador a una presa. Buscó a María con los ojos, pero los tenía clavados en su plato vacío. Simón, en cambio, le hizo un gesto sutil, incomprensible. ¿Le señalaba algo? Había sido apenas un movimiento de cabeza, una mirada hacia su propio bolsillo. Tal vez una advertencia, que fuera cuidadosa. 

—Ya vengo —dijo Leila. 

Subió la escalera haciendo crujir la madera a cada paso. La habitación de Lucio estaba ordenada. Las camas tendidas. María había estado ocupada. Ahora notaba, en retrospectiva, que la cocina y el comedor también estaban ordenados. La leña acomodada en el canasto. La mesada limpia. Los juguetes de Lucio en un rincón bien delimitado.  

Agarró el mazo y bajó. 

En vez de sentarse en su lugar, se ubicó en la silla que estaba más próxima a Miller, la que Lucio había dejado vacante. Le ofreció el mazo pero Miller no lo tocó. 

—Mostrame cómo funciona —dijo. 

—Tenés que hacer una pregunta. 

—¿En voz alta? 

—Como vos quieras. 

Miller cerró el ojo sano un instante. Después la miró, dándole a entender que la pregunta había sido formulada. 

Leila barajó. Dudó un momento, no estaba segura de si Miller necesitaba tocar el mazo o no. Nunca había hecho una tirada para otra persona. 

—¿Tengo que cortar? —preguntó él, estirando la mano. María y Simón observaban en silencio. 

—No hace falta. Pero necesito que me digas qué querés saber. No la pregunta necesariamente. Sino sobre qué es: el futuro, qué camino seguir, el estado de las cosas…

—¿El futuro? No hay futuro. Mi pregunta es sobre el pasado.

Leila no sabía ninguna tirada que fuera sobre el pasado, así que empezó una tirada sobre la incertidumbre. Ocho cartas dispuestas en círculo, partiendo desde el extremo izquierdo. Primero en sentido contrario a las agujas del reloj, hasta describir el semicírculo inferior. Luego, en sentido horario, hasta trazar el semicírculo superior. Todas las cartas boca abajo. Dio vuelta la primera y dijo:

—Esto es posible. 

Una esfinge cargando una espada dominaba la rueda de la fortuna. Una carta sobre la felicidad, sobre lo diverso y lo único, sobre los elementos conjugados en un mismo giro; armonía, superación. Una carta sobre la posibilidad de ver más allá. 

—¿Qué dice? —preguntó Miller. 

—Muestra que hay una salida. 

Miller asintió. Señaló la siguiente carta con el dedo. 

—Esto es importante —dijo Leila, y la dio vuelta. 

El caballero de espadas se proyectaba hacia el ataque, contra un cielo veloz. En su mano, el arma, pero la fuerza que lo movía era salvaje: un caballo gris. Ni blanco ni negro: gris, amoral. Una carta sobre el poder y la posibilidad de usarlo con cualquier fin. 

—¿Y ahora? 

—Esta carta no te dice nada que no sepas. Que tenés un gran poder y que está en vos cómo usarlo. 

—Si no dice nada que no sepa, no me sirve. Da vuelta la siguiente. 

Obedeció. 

—Esto es valiente —dijo.

Un ángel enorme hacía sonar una trompeta sobre un ejército de muertos que salían de sus tumbas. El ángel tenía las alas rojas y la expresión severa. Pero los muertos no temían. Recibían el advenimiento con los brazos abiertos, entregados a la justicia divina. La carta, sin embargo, estaba de cabeza. 

—El juicio. Es sobre perdonar —dijo Leila.

—¿Es valiente perdonar?

—Supongo. Pero el que está hablando con las cartas sos vos, deberías poder interpretarlas mejor que yo.

—¿Significa algo que esté girada?

—Puede significar varias cosas: que perdonar no es posible, que no es posible en este momento, que quien debe ser perdonado sos vos. 

Lo miró directo en el ojo sano, pero apenas Miller le devolvió la mirada ella volvió a bajarla a la siguiente carta. Las manos enormes de Miller descansaban sobre la mesa, los dedos entrelazados, pacientes. Daba la sensación de que la mesa se iba a partir bajo ese peso. 

—Esto es trivial.

El sol brillaba enorme e indiferente sobre unos girasoles y sobre un niño feliz montando un caballo gris. ¿El mismo que montaba el caballero? Por un momento, Leila vagó mentalmente por un pantano de interpretaciones. Podía ser que las cartas mantuvieran relaciones ocultas unas con otras. Referencias cruzadas que constituyeran patrones, un código dentro del código, otra puerta de acceso a la verdad. 

Miller soltó una risa nasal y miró el Sol casi con ternura. 

—Seguí.

—Esto es necesario —dijo entonces Leila. 

El heraldo de la Muerte a lomo de un caballo blanco. Claramente era otro caballo, no sólo por el pelaje, sino también por las facciones, los ojos rojos, el paso implacable. Tras unas torres, se veía el atardecer. Un Papa, una niña y una mujer recibían al emisario junto al cuerpo de un hombre muerto, cubierto por una manta. Leila notó, de pronto, un detalle que nunca había visto: la manta del muerto era demasiado corta y no cubría los pies ni la cabeza. Apartó los ojos.

—Sí, esto es necesario —dijo Miller. 

—La carta no significa muerte literalmente. Significa final. Puede ser el final de cualquier cosa. 

—No veo la diferencia —escupió Miller—. Dale, sigamos.  

—Esto es alegre.

Un arcoíris cruzaba la carta de punta a punta. Sobre los colores, diez copas ordenadas una al lado de la otra. Debajo, una pareja campestre, una casa, dos niños bailando. 

—Esta también salió dada vuelta —dijo Miller—. ¿Sobre qué es? ¿La familia?

—Sí. Pero es una advertencia. Hay algo acá que habla de la creación, del futuro. Los niños son el futuro. 

—Esa palabra de nuevo. Es como una obsesión. Ustedes… —hizo un círculo con el dedo y en el círculo entraron María, Simón y Leila—. Ustedes destruyen el mundo y después hablan de futuro, no lo entiendo, realmente.  

Miller giró la cabeza para mirar a Lucio. Había traído de nuevo su juego de mesa al piso y hacía girar su propia rueda de la fortuna. Los ignoraba y a la vez los estaba escuchando. Se notaba en el silencio con el que desarrollaba el juego.

María empezó a levantarse. Un movimiento intuitivo en dirección a su hijo. Simón le puso una mano en el brazo para que se sentara de nuevo. Miller lo notó, pero no dijo nada. Volvió a poner su atención en la tirada. 

—Quedan dos —dijo.

—Esto es inevitable. 

El trono era de piedra; la corona, de oro. El emperador sostenía un báculo en su mano derecha, el símbolo de una virilidad eterna, y el conocimiento en la otra: un orbe dorado, una manzana tal vez. Como estaba dada vuelta, la carta implicaba otra advertencia. 

—El dominio de uno mismo —dijo Leila—. El rey Midas, el riesgo de destruir todo lo que uno toca.  

Miller permaneció en silencio, examinando la carta. ¿Lo estaba presionando demasiado?

—Parece querer decir que voy a perder el control. ¿Vos creés que yo voy a perder el control? 

—No creo que esté diciendo eso. 

—Eso no es lo que te pregunté.

—No estás hablando conmigo, estás hablando con las cartas.

El círculo ya estaba casi completo. Quedaba sólo la octava carta. La tomó por un extremo y dijo: 

—Esto te llevará más lejos.

El seis de espadas, con su hombre y su barca, su pértiga y sus pasajeros, las espadas clavadas y ese partir permanente, esa necesidad de desplazarse por el mundo. ¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué podía querer decirle eso a Miller? Sintió que la sangre se le detenía dentro de las venas. 

—¿Y?

—Es una carta sobre los fundamentos de aquello que nos hace movernos. Podemos conocerlo o no. La barca sólo se mueve cuando la pértiga toca el fondo, pero el fondo no se ve. Sólo conocemos lo que nos impulsa por métodos indirectos. De hecho… —dudó si decirlo—. De hecho, es la carta que me trajo hasta acá. La que terminó de decidirme a iniciar mi viaje.

Miller miró la carta con el ojo sano y después lo puso sobre cada uno de los presentes, excepto Lucio, que seguía atento a su juego.

—¿Eso es todo? —preguntó, al fin. 

—Podemos hacer una tirada distinta si querés.

—No hace falta. Esto fue extremadamente enriquecedor, gracias. Ahora entiendo cosas que antes no entendía.

Empujó la silla hacia atrás para pararse. La mesa también se desplazó unos pocos centímetros cuando hizo fuerza, pero nadie se movió. 

Miller enderezó el cuerpo y fue a pararse junto al fuego que menguaba. Su sombra creció hasta posarse sobre todas las cosas.  

—Hay algo que me resulta fascinante en todo este juego —dijo entonces Miller, con las llamas bailando despacio en la córnea quemada—: Ahí está por ejemplo Lucio. Él juega en tiempo presente. Cada parte de su juego se justifica a sí misma. Su placer es inmediato. Su cerebro moldea el mundo y el mundo moldea su cerebro. Es un sistema recíproco. Nosotros, en cambio… 

Respiró, una interrupción calculada para saber si le estaban prestando atención. Detrás de él, en la mesa, el silencio era absoluto. 

—Nosotros nos sentamos a una mesa, traemos una pila de cartones pintados y los ponemos a funcionar. Nos rigen las mismas reglas que a él, si se fijan. La geometría, las similitudes. Reglas muy parecidas. Pero nosotros en vez de suspender las reglas del mundo real en favor de las del juego, nos empecinamos en relacionarlas. Y entonces hacemos algo terrible. Muy terrible. Intentamos controlar el sistema. No nos dejamos moldear por el mundo, lo que equivale a decir que no nos apegamos a lo que la experiencia nos enseña. Intentamos cambiar esa experiencia. Es bastante estúpido si se fijan: tratamos de influir en aquello que nos influencia, pero escondiendo la mano. Nos hacemos trampa y nos maravillamos del resultado. Es bastante esquizofrénico. En vez de leer el mundo…

Miller se dio vuelta y los miró.

—…le asignamos significado. Nos arrancamos los pelos y nos volvemos locos y tenemos tanto miedo que obligamos a las cosas a que hablen. Y cuando hacés hablar a las cosas que no hablan, suelen decir cosas que no son ciertas. 

Caminó hasta la mesa y miró directamente a Leila. 

—Mi hijo está muerto porque vos mezclaste cincuenta cartones, sacaste uno y tenía un número y un dibujito. Y vos agarraste ese dibujito y ese número y decidiste que había una voz, un poder superior, una naturaleza oculta dentro de la naturaleza, un mandato divino, no sé. Algo. Y abandonaste tu libre albedrío para someterte a esa voz. Y viniste hasta acá. Y cuando te dije que no sigas, seguiste. Te prohibí seguir, pero desobedeciste. Y mi hijo ahora está muerto. Mi hijo está muerto. 

Una lágrima se diluyó en el ojo quemado, licuando las estrellas debajo de un lago tenue y triste. 

—Vos llenaste la solicitud pidiendo un cazador.

—¡¿Y cazaste algo?! —El grito de Miller resonó en toda la casa como un tambor de guerra, una furia profunda y terrible.

Lucio se hizo un ovillo y se largó a llorar. María llegó hasta él en menos de dos pasos, se arrodilló y lo envolvió en un abrazo protector. 

Entonces Leila se levantó, dispuesta a afrontar lo que viniera. 

—Yo cargo un muerto. ¿Vos cuántos cargás? 

El desprecio de Miller fue automático. 

—¿Cómo te atrevés? ¿Cómo te atrevés a comparar? Yo estaba construyendo el mundo. Yo estaba construyendo ese futuro del que hablan ustedes. Ustedes hablan, hablan y hablan. Pero no hacen nada. ¡Yo lo estaba haciendo! 

—Yo hice una cosa hoy. —La voz era la de Simón. Seguía sentado a la mesa y tenía los ojos fijos en un objeto brillante que había colocado frente a él: una bala larga y puntiaguda, parada en perfecto equilibrio.

—¿Dónde encontraste eso? —preguntó Leila. 

—Hoy cuando me levanté supe que esto iba a pasar —dijo Simón—. ¿Cómo podía no pasar? Más temprano o más tarde esto iba a pasar. Me dije: ¿qué puedo hacer yo al respecto? Y la verdad que no mucho. Lo único que se me ocurrió fue ir a buscar la bala que contaste que se te cayó. Como no hubo tormenta y por ahí no pasa nadie, muy difícil no podía ser reconstruir el camino que hiciste. El lugar desde donde disparaste era el que tenía la nieve más removida. Fui casi sin esperanzas. Pero fui con tiempo. Salí temprano. Me llevó un par de horas de revolver y revolver la nieve. Se me humedecieron los guantes, por dentro digo, se me quemaron los dedos… bueno, no importa. Es poco, pero es algo. Capaz sirva para matar al perro. Y que todo esto haya valido la pena. 

Leila entendió entonces que tenía que agarrar la carabina. Se dio vuelta, pero el arma ya no estaba junto a la puerta. Ahora descansaba en las manos de Miller. Se veía pequeña, absurdamente pequeña en esas manos enormes, más aún cuando la sostuvo con una sola y extendió la otra, con la palma hacia arriba, mientras decía:

—Dame la bala. 

—Andá arriba. —María empujó a Lucio hacia la escalera—. ¡Andá para arriba te digo! ¡Ya! 

—Dame la bala —insistió Miller. 

Simón fue hasta él, despacio, lo más despacio que pudo. Antes de soltarla sobre la palma abierta, lo miró y le dijo:

—Siempre nos guiaste bien. 

Miller recibió la bala, corrió el cerrojo y la puso en la recámara. Volvió a accionar el cerrojo y el arma estuvo cargada. Leila se había acercado sutilmente a la puerta: calculaba las chances que tenía de alcanzar la calle y escapar, pero no sabía a dónde. La noche era severa y sin su campera o su mochila, el frío podía matarla en cuestión de horas. 

—Esta situación es análoga a la anterior —dijo Miller, como un profesor que retoma su exposición después del recreo—. Tenemos una bala y una serie de opciones. Simón acá sugirió que la usemos en el perro. Yo, en cambio, creo que deberíamos reservarla para la visita. 

La señaló con la punta del cañón y Leila se estremeció, pero Miller dejó de apuntarle de inmediato, como si quisiera enfatizar que esa sólo era una entre tantas posibilidades.

—Leila, seguramente, preferiría que la use en mí mismo. 

—Yo no quiero eso. 

—Callate, estoy hablando. María… María no sé qué querrías vos, honestamente, pero no viene al caso. El punto es que podríamos echarlo a la suerte. Podríamos sacar todos una carta y el que tenga el número más alto se come la bala. O el número más bajo. O empezar a sacar todos una carta y al que le toca, no sé, la muerte, zas, es ese.  ¡Podríamos sacar cartas en nombre del perro! Y si le toca a él lo vamos a cazar todos juntos, como amigos. ¿Ven a lo que voy? Es azar. Lo irritante es que para Leila, y empiezo a sospechar que para ustedes dos también, capaz no es azar. Si usáramos palitos sí, me imagino, pero si usamos estas cartas mágicas, el resultado no sería azar. El resultado sería el dictamen de una voluntad divina. Pero entonces… ¿qué pasa si sacamos la carta ganadora y es, no sé, Simón? ¿Qué pasa si las cartas dicen que te tengo que matar a vos? Es una buena pregunta, pero no me respondas, tengo una mejor. ¿Qué pasa si la carta dice que te tengo que matar a vos… pero yo voy y lo mato a Lucio, que ni siquiera estaba dentro de las opciones? 

—No, por favor no. —María lloraba, tiesa, el cuerpo aprisionado en un temblor permanente. 

—¿Eso no sería mi voluntad imponiéndose sobre la voluntad superior? ¿Eso no echa por tierra todo tu sistema de creencias, eh? ¿No te hace dudar, siquiera un poquito? 

Leila abrió la boca para decir algo, pero la saliva se le había convertido en una pasta de vidrio. Simón estaba un paso más cerca de la escalera, pero era inútil. Incluso si subía antes que Miller, no iba a poder proteger a su hijo mucho tiempo. 

Entonces, la radio empezó a crepitar. Primero despacio, como una señal lejana tratando de encontrar quien la reciba. Pero luego fue creciendo hasta convertirse en una interferencia estridente, rabiosa. 

La voz de Lucio llegó desde lo alto, como un emisario divino:

—¡Mamá, mamá! ¡El cielo!

Un resplandor verdoso había empezado a borrar los reflejos de la ventana y ahora las cosas que había afuera se volvían visibles, como teñidas por una luz monocromática: el árbol, los rosales, la calle desierta. 

María fue la primera en salir. Simón y Leila fueron detrás, con la mirada en alto, tropezándose uno con el otro. 

Miller salió último. Caminaba despacio, sin ansiedad. Sabía exactamente lo que iba a encontrar afuera. Había leído al respecto. Lo había imaginado cientos de veces. El día abriéndose paso en la noche, las ondas sinusoidales como serpientes de luz en el cielo, espectros rapaces de una belleza única. Entendía con muchísima más profundidad lo qué estaba ocurriendo y, sin embargo, al pisar la vereda, se quedó obnubilado. Ambos ojos se le llenaron de resplandor y los pensamientos que le martillaban las sienes desde la noche anterior se disolvieron en ese ruido blando que la radio no paraba de vomitar desde adentro de la casa. 

El resplandor se hizo aún más brillante. Las serpientes de luz engordaron hasta fundirse unas con otras. Y de a poco, las luces del pueblo, las luminarias de las calles, las lámparas de las casas, todo se encendió. La aurora boreal quedó desdibujada detrás de las luces de sodio a medida que la red eléctrica despertaba, inundada de una energía nueva, caudalosa e ingobernable. Una energía que llegaba directamente del aire electrificado. 

Por unos pocos instantes, no hubo absolutamente nada capaz de proyectar una sombra.  

Luego, las luces del pueblo se apagaron de golpe, y al mismo tiempo el cielo empezó a opacarse. Unos segundos después, llegó un estampido lejano. 

—El transformador —dijo Simón, señalando hacia el norte, hacia el lado de los gigantes. Una delgada columna de humo se elevaba a lo lejos, brevemente visible porque la aurora ya se apagaba y la oscuridad volvía a tragar las cosas, lejanas y cercanas por igual. 

Unas últimas ondulaciones verdes cruzaron el cielo hacia el sur. Leila se dio cuenta entonces de que otras personas habían salido a la calle. Miraban hacia arriba. Pronunciaban palabras que el viento barría antes de que llegaran hasta ella y miraban hacia arriba. Parecían felices. Incluso Lucio había bajado y se abrazaba a las piernas de Simón, pendiente de cada estremecimiento de la luz. 

Leila no supo cómo había quedado tan lejos del resto. Miller la había empujado sutilmente, con pasos cortos, hasta pasar los rosales y quedar al filo de la calle. Más allá, la lenga les habría tapado la visual, pero donde estaban podían apreciar el cielo perfectamente. Se sentía como cuando era chica y el abuelo la llevaba a la ciudad para que viera los fuegos artificiales que los del shopping tiraban para año nuevo. La misma fascinación por las luces en el cielo. La misma melancolía cuando se apagaba la última. Le gustaba pensar —porque era una niña triste— que ese mismo estupor primitivo era el que habían experimentado los dinosaurios bajo el fulgor del meteorito. La muerte bella. Tan bella que ni siquiera se experimenta como una muerte. Pensó en la carta que se había revelado hacía pocos minutos. Sabía que estas luces no traían el apocalipsis, pero podía ser que fueran algún tipo de final.  

Señaló la aurora boreal y le dijo a Miller:

—Esto quiere decir que hay un futuro mejor, ¿no? 

—Ni mejor ni peor —respondió él—. No hay ningún futuro. 

Después se giró hacia ella y le dijo:

—Quiero que mañana te levantes temprano, con la primera luz del día, y te vayas. No te vas a despedir de nadie, no vas a armar ningún tipo de revuelo. Te vas a levantar, vas a agarrar tus cosas y te vas a ir exactamente como viniste. 

Leila asintió. Entonces sí, era un final. Le restaba entender el porqué. Podía ser que una llamarada solar como no se había visto en cientos de años hubiera ocurrido unas horas antes, justo a tiempo para cruzar el pequeño y abismal fragmento de espacio que la separaba de la Tierra e impactar contra la atmósfera esa noche, en medio de esa suerte de ruleta rusa filosófica que Miller había puesto a girar. Podía ser esa enorme casualidad, esa casualidad de dimensiones cósmicas. O podía ser que existiera una fuerza desconocida pulsando cuerdas infinitas para producir una melodía que ningún oído mortal era capaz de escuchar. El sonido del universo. 

Miró a Miller de reojo. La carabina seguía en sus manos, pero el cañón apuntaba al suelo y los dedos parecían relajados, como los de una bestia subyugada por el encanto de la música.

—¿Y vos? ¿Qué vas a hacer? —preguntó. 

—Por mí no te preocupes. Yo me voy a ir con vos. —Le devolvió la carabina y caminó despacio hasta la camioneta. Puso el motor en marcha y encendió los faros. Se zambulló en la oscuridad cuando en el cielo ya no quedaba nada para ver. 

Aquella noche, recostada en la cama, miró una vez más el nombre escrito en los tirantes. Pensó en decirle a Lucio la verdad, decirle que la había encontrado. Por lo menos para que dejara de buscarla. Después decidió que lo mejor era no hacer nada. Los chicos se obsesionan con las cosas y después de un tiempo, se olvidan, se dijo. Negarle la posibilidad del olvido a Lucio habría sido una crueldad. 

Como no había forma de que pudiera dormir, volvió a agarrar el mazo. Con la linterna en la boca, hizo una tirada simple. Una única carta: el colgado. Tenía las piernas en cruz y las manos detrás de la espalda. Pendía de un pie, pero parecía conservar un cierto equilibrio. Con el cuerpo recto, absolutamente perpendicular respecto al suelo, no parecía oscilar de ningún modo. Lo irónico era que la carta estaba dada vuelta y, por lo tanto, el colgado quedaba al derecho. Era una carta sobre el punto de vista. Sobre la relatividad de las creencias y los múltiples significados que pueden tener las palabras. Se durmió pensando en eso. 

En la claridad gris antes del alba, cuando el sol aún se prometía lejano, bajó la escalera con la mochila al hombro. Dio unos pocos pasos furtivos por la cocina vacía, agarró la carabina y abrió la puerta con todo el silencio que le permitieron las bisagras. 

Primero vio la camioneta estacionada bajo la lenga y, por un momento, pensó que Miller no se había ido la noche anterior, que lo había soñado. Recién después vio el cuerpo enorme que pendía de una rama gruesa. Tenía los ojos desorbitados y un color violáceo en la piel. La rama se inclinaba hacia el suelo, tironeada por el terrible peso. A pocos centímetros de los pies, algunas hojas duras y naranjas se habían caído, desprendidas por fin del árbol, tras tantos años, culpa del salto.