Vida y obra

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Diego Golombek

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¿Qué son los sistemas complejos? ¿Qué puede decirnos la literatura sobre la complejidad?

¿Qué son los sistemas complejos? ¿Qué puede decirnos la literatura sobre la complejidad?

Vida y obra

Una de las preguntas más frecuentes y difíciles de encarar, tanto desde la ciencia como desde la filosofía, es qué es la vida. Como parte de toda la tormenta de enfoques razonables, quizás podamos encontrar una relación imprevista pero no menos válida entre la biología y la literatura, y entenderlas como un viaje hacia la complejidad, con múltiples escalas, transbordadores, atajos y dudas.

Arranquemos por nosotros, monos curiosos que se piensan a sí mismos. Está claro que somos una serie de sistemas, entendidos como conjuntos de partes y de relaciones: engranajes, tuercas, células, órganos, charlas químicas. Así podemos entender o clasificar cualquiera de los mundos que nos integran.

Veamos el caso  del sistema nervioso. Sí, tiene partes: cerebro, médula espinal, cerebelo; y también partecitas: las neuronas, sus moléculas, sus sueños empaquetados. Y, por supuesto, tiene relaciones: las sinapsis (esas animadas charlas químicas que se dan entre neuronas), los circuitos, las órdenes y contraórdenes de nuestro estado mayor conjunto. El tema es qué sucede cuando se juntan ejércitos de estas neuronas y se ponen de acuerdo en formar un órgano, una red, una telaraña cerebral; ¿cuándo dejan de ser una pandilla de neuronas individuales y se convierten en ‘otra cosa’, algo con vida propia que no merece llamarse, simplemente, pandilla de neuronas?

Porque, ¿es el cerebro una multitud de células? Sí, claro, pero también es más, mucho más que eso. El todo y las partes, que le dicen, pero con una salvedad: el todo no es más que la suma de las partes sino que también puede ser menos.


Podemos tener un montón de ladrillos en el patio de casa y son eso, un montón de ladrillos, hasta que un día despertamos hacendosos y responsables y decidimos levantar de una vez la pared que le debemos a la familia hace ya años. Claro que la pared –el todo– es más que la tribu de ladrillos –las partes–: tiene una altura, un espesor, una alcurnia de pared. Pero también es menos: por ejemplo, en la pared perdemos la posibilidad de la cara de arriba y la de debajo de los ladrillos, que quedan inevitablemente escondidas en esta nueva configuración. En definitiva, a lo máximo que podemos aspirar es a decir que el todo es diferente a la suma de las partes (lo cual, convengamos, tampoco es que requiere de un doctorado en astrofísica o ser un crack del MIT). En otras palabras, ese todo –cerebrum, paredum, achicorium– tiene propiedades que sólo aparecen cuando sus partes se ponen de acuerdo y se juntan en una configuración determinada: son las famosas propiedades emergentes de un sistema complejo. Así, un ecosistema, una comunidad, es la suma de los organismos que la habitan y del ambiente que los sostiene, pero tiene complejidades y simplicidades que no se pueden explicar solamente por esta suma.

Esa misma mirada se puede aplicar a uno de los Grandes Problemas de la biología y, en particular, de la neurociencia: entender qué cuernos es la conciencia, esa posibilidad que tenemos de saber que estamos vivos, que tenemos un cuerpo, que nos pinchamos con un alfiler y nos duele el dedo, que vemos un color rojo y experimentamos el rojismo como si fuera la primera vez. La conciencia es, posiblemente, la última frontera, nuestro viaje a las estrellas privado, la zanahoria siempre lejos; es más, hay quienes dicen que es un viaje sin límites a lo imposible, ya que no tenemos las herramientas para entender tal complejidad. Encima le ponen un nombre técnico y todo: El problema difícil de la conciencia, como si de verdad las leyes de la naturaleza no nos alcanzaran para comprenderlo, quizás porque estamos tratando de entender al cerebro… con otro cerebro. Pero en lo que (casi) todos estamos de acuerdo es en que la conciencia es un nivel de organización particular del cerebro, con sus propiedades emergentes: un todo que es más y que es menos que la suma de sus partes

Pero nosotros, en general embobados con el espacio, el tamaño y las escalas, podemos considerar también al tiempo como una posible fuente de complejidad. No al tiempo de los físicos (esa subespecie de Homo sapiens que suele entender de qué se trata la naturaleza) sino al tiempo del lado de adentro, el que tenemos puesto sin darnos cuenta, el pedacito de cerebro capaz de medir el tiempo y decirle al cuerpo qué hora es: un verdadero reloj biológico. Acá también hay niveles de organización y de complejidad que abarcan varios órdenes de magnitud: están los microsegundos, responsables, por ejemplo, de poder percibir si un sonido viene desde desde la derecha o desde la izquierda; los milisegundos, que nos permiten los movimientos finos o entender la cadencia de un chiste o una canción; y también tenemos los años, que no pasan en vano y dejan huella como un fantasma invisible. En el medio, tenemos quizás los dos tiempos más conocidos para este lado de la piel: por un lado, el de los segundos a minutos (¿hace cuánto les parece que están leyendo este texto? ¿Son capaces de una estimación certera? Es muy probable que sí), que conocemos de cerca, con sus circuitos cerebrales, las drogas que lo alteran, las emociones que convierten eternidades en instantes y viceversa. Por otro, los días, implacables sucesiones de luz y de sombra (no es luz ni es sombra, diría Octavio Paz, es tiempo) que nos condicionan la existencia de ser bichos diurnos o nocturnos, de marearnos de husos horarios y de soles, de perdernos en la siesta y los viajes transmeridianos.

¿Son, entonces, los días biológicos acumulaciones de horas y minutos, la suma de cientos de instantes? Sí… y no. Como a esta altura ya es de esperar, hay mucho más en el ritmo del día que lo que pueden sus momentos, Horacio.

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En otras palabras: los ritmos y relojes que nos marcan el paso son complejos, y representan niveles de organización con sus propiedades más allá de lo que suceda minuto a minuto. Somos un cuerpo lleno de tiempo y de tiempos, como en los jardines borgeanos en los que a veces existo yo, y no ustedes, a veces al revés, y a veces ninguno de los dos.

Así, de la mano de don Jorge Luis, llegamos a otra de las complejidades: la literatura. ¿Qué hace que un conjunto de letras se entrevere para generar palabras, y que esas palabras comploten sus diferentes significados? Y, sobre todo, ¿qué propiedades emergen de un cuento o de un poema que claramente no pueden derivarse de la suma, resta o raíz cuadrada de sus partes?

¿Dónde está el nivel de organización “hombre a una nariz pegado”, el tiempo en que “en el sueño del hombre que soñaba el soñado se despertó”, el barrio en donde “una calle nos separa, del amor que está en mis sueños”, el momento exacto en que “me exiliaste de vos y se me apagan los huesos”, o la propiedad emergente de que “me gusta cuando callas porque estás como ausente”?

Quizá esté ahí, justo en ese punto donde se cruzan las miradas, las vidas, los espacios, los tiempos y las letras. En otras palabras, nosotros mismos.