Cabecita de Novio

Cabecita de Novio

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Pablo A. González

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Mariana Ruiz Johnson

¿Qué nos pasa cuando nos enamoramos? ¿Es esta la nota más mercenaria del sitio? No, esa es la de amistad entre el hombre y la mujer, pero casi.

¿Qué nos pasa cuando nos enamoramos? ¿Es esta la nota más mercenaria del sitio? No, esa es la de amistad entre el hombre y la mujer, pero casi.

Cabecita de Novio

Es duro estar enamorado, y no, la idea no es apuntar al cliché sino a la polisemia. El enamorado es duro del verbo ‘hice 9 estadios en 4 días, no duermo desde 2011 pero no culpo ni a la noche, ni a la playa, ni a la lluvia’. Duro de jarrón, duro de encía evidente, de pico y pala. Duro, duro.

Pero sería injusto (o por lo menos incompleto) ver al amor solamente como un subidón estupefaciente. Estar enamorado, por sobre todo, es espera. La misma espera que quedó en el fondo de la Caja de Pandora, porque era espera, no esperanza, que la esperanza no es un mal; y la espera, sí. Esperar que te llame, esperar que te mire, esperar el primer mensaje de la mañana, esperar un ‘hola’, un animalito de Whatsapp, ALGO. Esperar.

Para el cerebro, ‘esperar’ se dice dopamina y tiene que ver con el circuito neurológico de recompensa, y lo increíble es que se presenta en la expectativa más que en la concreción. Barthes lo entendía como ser esclavo de un teléfono que no suena, y no sé cuánto sabía de neuro, pero sí sabía que apenas suena, fiesta.

Justo ahí es donde volvemos a lo duro, porque ese mismo circuito de dopamina es el que toquetea la cocaína, evitando que nuestro cuerpo la reabsorba una vez liberada. Ella, en cambio, (no ella pala sino ‘ella‘, ella y su animalito de WA y su pelo en la cara y sus zapatitos con sandías que son horribles pero le quedan hermosos) lo que hace es aumentar su liberación. Cuestión que el golpe se siente en lugares parecidos y termina en el mismo reordenamiento de prioridades, la misma ansiedad, la euforia en el sí y el desplome infinito del no.

En algún momento empezamos a tratar de entender la magia de la naturaleza, y nos terminamos encontrando con más magia. Helen Fisher, una antropóloga obsesionada con el amor al punto de querer mirarlo desde la sociología hasta la fisiología molecular, parando en todas, decidió que era buena idea meter a gente enamorada y feliz en una máquina de Imagen por Resonancia Magnética funcional (fMRI para los que tengan Google ansioso, o ‘calefón extraño que hace mucho ruido’ para los amigos). Después de todo ese experimento vio que un pedacito conocido como área tegmental ventral de Tasi se encendía como Las Vegas visto desde Google Earth, y arrancaba la liberación de dopamina para todos y todas; y así, el amor y la manija. Pero lo más interesante no fueron los felices, sino los corazones rotos, los no correspondidos. Los impares.

Como si no tuviesen suficiente con no tener, ahora se fumaban voluntariamente meter la cabeza en un aparato enorme para mapear la fisiología de su insatisfacción, aunque el lado bueno es que lo que mostraba era más que interesante. El cerebro de los amores no correspondidos se iluminaba todavía más. Ese amor era esperar, y la imposibilidad de concretar era apagar el incendio con nafta, porque resulta que ahora hay evidencia científica de que el amor no correspondido es todavía más amor.

Para ponerle aún más bardo al asunto, esa misma área del cerebro que regula expectativa termina definiendo mucho sobre la motivación, el empuje, la persecución de la zanahoria por sobre la zanahoria en sí. Pero uno es uno y sus circunstancias, y esta área se charla directamente con un grupo de neuronas que se llama núcleo accumbens, y que tiene mucha inferencia en la toma de decisiones de riesgo. El enamorado no solamente es obsesivo y está enfocado, sino que es capaz de tomar importantes riesgos por recompensas potencialmente grandes, como es localizar y atraer un hemicítrico arbitrario o, como propone el progresismo más palermitano, la evolución del paradigma medionaranjero en la búsqueda de un medio maracuyá. ‘Yo por vos me la re juego, amor’, pero en serio, fisiológico, no borracho de 4 de la mañana que mandó el mismo mensaje a 8 teléfonos, incluyendo a un muy confundido plomero.

Desde que sabemos hablar, hablamos de amor. Escribimos cuentos, canciones, sinfonías y puertas de baño para y por amor; y ahora se nos dio por abrir la caja, meter el escalpelo frío y tratar de explicarlo en términos neurofisiológicos. Y lo hicimos.

Vivimos el privilegio de poder responder ‘¿Me querés?’ con diagnóstico por imágenes, justificamos con morbo y hasta le agradecemos por no llamar, porque en el fondo sabemos que es la única forma de quererla todavía más. Podemos pensar que entender más es el camino directo a suspender para siempre los atardeceres, que no son más que la refracción de la luz en la atmósfera, a empezar a elogiar a una mujer por la relación matemática entre su cintura y su cadera, o a perdernos los rulos por entenderlo sólo como producto del estado de oxidación de los azufres en las cisteínas que forman parte del pelo. Es eso, o preguntarnos en quién piensa el doctorando que se pasa día y noche hace 6 años haciendo experimentos para explicar el amor cuando le suena el celular. Por qué, aún entendiendo que la evolución le hace trampa, apenas suena el teléfono, sonríe, como un nene mirando a la maestra.