Manija

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Ezequiel Arrieta

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Diego Frachia

¿Qué le hace el café a un cerebro?

¿Qué le hace el café a un cerebro?

Manija

Hasta el narcoléptico más somnoliento está familiarizado con el café, esa infusión tan versátil como candidato presidencial en épocas de ballotage. El tipo está en todas: reunión de negocios, salidita con los viejos, arriba de la mesa junto a los libros y cacheteándome la cara desde mi taza en el desayuno para arrancar la mañana. Como el mate, pero sin bombilla, ni conflictos argento-uruguayos sobre sus orígenes, ni para qué lado va la ronda o NO TOMÉ UN MATE, LOCO.

A pesar de que este elixir de la vigilia nos parezca tan cotidiano, en Argentina no se toma tanto café como en otras partes del mundo. De hecho, dato irrelevante, estamos debajo de Uruguay en el consumo por persona. Igual no tenemos nada que envidiarles a esos orientales occidentales. ¿Quién necesita un Estado verdaderamente laico y políticas públicas de control de sustancias y de despenalización del aborto basadas en evidencia científica? Perdón, perdí el foco, lo que me recuerda que estábamos hablando del café y su popularidad.

Fenómenos tan universales como el consumo de café son, como mínimo, curiosos; y siempre resulta divertido caminar hacia atrás a lo moonwalking para ver hasta dónde llegan en nuestra historia evolutiva. Si bien ese sacudón que viene en forma de líquido negro turbio es la principal fuente de cafeína en la actualidad, no siempre fue así el cuento. Hay bocha de plantas que tienen cafeína y es probable que la cafeinomanía haya arrancado en otras especies bastante diferentes al cafetero. Cafetero la planta, no el amigo con termo bajo el brazo y de grito inconfundible en la peatonal. Las plantas de té, yerba mate, cacao y guaraná son los ejemplos más representativos (no, el mate no tiene mateína, lo sabemos hace poquito). No es loco pensar que quizás el descubrimiento de estas sustancias empezó como casi todo lo que ingerimos:

-Che, qué embole, tengo hambre. Mirá esa plantita, ¿alimentará?
-No sé, pero capaz pega.

A veces se nutrían, a veces flasheaban y seguramente muchas otras no la contaban. Una vuelta se deben haber encontrado con hojas que, al masticarlas, les camuflaban el cansancio con alguna sensación pasajera de bienestar. ‘¿Cómo quedará en una ensalada de protolechuga y casitomate? ¿Y qué pasa si las metemos en el agua caliente? ¿Y si la fumamos?’

La historia registrada del café es bastante más reciente en comparación a la del . Cuenta la leyenda que un día soleado del año 3000 a.C., mientras Mirtha correteaba pandas por un bosque de China, un emperador estaba echado bajo un árbol de té al mismo tiempo que sus esclavos calentaban un poco de agua. De pronto, una bella brisa de otoño mandarín hizo volar algunas de las hojas del añejo fotosintetizador, que flotaron y cayeron dentro de la olla con agua hirviendo, lo que desprendió un agradable aroma que llamó la atención del emperador, y ya saben cómo sigue el resto. Les dio latigazos por algún otro motivo. (Bueno, es una leyenda, uno la puede contar como quiera).

Al café lo tenemos un poquito más chequeado. Resulta que hace un par de siglos, el loco Kaldi de Etiopía vio que sus cabras se comían el grano de una planta que las ponía re manijas. Obvio que fue y probó. Ese año cosechó todo su trigo, el del vecino y el de la mitad del pueblo de al lado. Después se lo alcanzó al monasterio del barrio y ellos hicieron una bebida caliente con los granos locos, y les vino genial porque ahora podían mantenerse despiertos durante las misas (true story). La bola se corrió hacia el Este y en la Península Arábiga se puso muy de moda.

El café no era sólo una cuestión de desayuno o disfrute limitado a la comodidad de la casa. En la misma época en que Da Vinci era anatomista, arquitecto, ingeniero, pintor, ama de casa, paseador de cucarachas y profesor de pole-dance, en el pacífico Cercano Oriente abrían los primeros protoCoffeeShops, que se hicieron muy frecuentados. Como Starbucks, pero con menos simpatía empalagosa, desmedida, innecesaria. Lo más piola es que estos lugarcitos se convirtieron en espacios donde se escuchaba música, se jugaba al ajedrez y el intercambio de información era súper fluido. Tanto que se los llamaba ‘Casas de la sabiduría’. De ahí saltó a Europa, donde se hizo más popular que Jebús, y el imperialismo se encargó del resto.

Ahora, no hace falta ser historiador para entender el éxito del café. Dormir es hermoso y re necesario para el correcto funcionamiento del cerebro y del resto del organismo, pero quién no pensó alguna vez que 8 horas por día es una bocha de tiempo que no estás disfrutando de la vida o haciendo cosas. Cama no te enojes, TKM, pero me gusta la jodita de estar vivo. Al tomar café, o cualquier bebida con cafeína, esta sustancia se absorbe en las tripas y circula por la sangre hasta llegar al cerebro. Y para entender por qué nos pone pillos tenemos que hablar de la adenosina, una sustancia endógena propia del cuerpo que regula, entre otras cosas, los ciclos de sueño-vigilia. A lo largo del día, los niveles de adenosina en el cerebro van aumentando y, al llegar a cierto nivel, activan la modorra nocturna y las ganas de entrarle al colchón como despechada a disco de Karina. La cafeína es estructuralmente parecida a la adenosina, lo que hace que se pegue a los receptores de esta última en el cerebro, pero sin producir su efecto. O sea que la cafeína no come ni deja comer: se le pega al receptor de adenosina, obstruye su efecto y ACÁ NO DUERME NADIE. El tema es que esto no reemplaza el descanso, sino que en realidad sólo tapamos la lucecita que indica que estamos usando la reserva del tanque.

Tenemos receptores de adenosina en muchas otras partes del cerebro, por ejemplo, en las redes neuronales pertenecientes al sistema de motivación y recompensa, que son también reguladas negativamente por el químico endógeno en cuestión. Cuando la cafeína ocupa el receptor de la adenosina, le suelta la correa a estas neuronas de la manija y de sentirnos piola, pero sólo un poquito, lo suficiente como para generar algo de dependencia pero no tanto como para desarrollar una adicción, como ocurre con las drogas de abuso.

Hacerte muy amigo del cafetero (el del termo, que si te hacés amigo de una planta tampoco es que te vamos a juzgar, pero posta estás tomando mucho café), puede provocar a la larga que el cerebro produzca más receptores de adenosina para compensar los que están siendo bloqueados por el Capitán Vigilia. El resultado de esto es que ahora tenés más receptores disponibles para la adenosina, lo que implica si no tomás café vas a empezar a cabecear teclados a lo loco. Esto se llama tolerancia, como la de tu vieja cuando no le devolvés los tuppers.

Las intoxicaciones con cafeína existen, pero se deben principalmente al consumo de bebidas energizantes o de medicamentos con alto contenido de la sustancia. Con el café, el té o el mate es muy difícil llegar a la intoxicación, a menos que estés jugando una competencia de fondo blanco en la oficina, en cuyo caso te diría que te pongas a laburar porque vas a quedar todo despabilado y desempleado.

La relación histórica del hombre con las sustancias incluye un largo camino regado de infusiones. Tazas de café o té, mates y vasos con guaraná que, bien puestos, son el pase de gol para arrancar el día, remontarla en el laburo, terminar una tarea, una tesis o esta nota.

Que nunca nos falte café, pero que tampoco llueva que nos cagamos quemando.