Literalmente paleo

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Ezequiel Arrieta

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Pablo Elías

¿Por qué nos gusta comer lo que nos gusta comer? ¿Cuenta ese gusto la historia de nuestra especie?

¿Por qué nos gusta comer lo que nos gusta comer? ¿Cuenta ese gusto la historia de nuestra especie?

Literalmente paleo

Helado, papas fritas con huevo revuelto, guiso de lentejas, polenta con queso, pizza, milanesas y, obviamente, asados. Pero de verdura, porque, you know. Re básico, lo sé, soy feliz con poco. Pero estoy requete seguro de que si hubiese nacido en otra parte del mundo, mi comida favorita sería completamente diferente. Y si viajara al pasado, probablemente tendría que comer lo que se me cruzara para evitar autodigerirme hasta que me gane la entropía. Lo que comemos forma parte de ese conglomerado de cosas que llamamos cultura y, como tal, cambia a través de las sociedades y del tiempo. Pero hay un alimento en particular que nos acompañó en nuestro viaje evolutivo desde hace millones de años: la carne.

Mediante marcadores moleculares, los mismos por los que sabemos que Mirtha tenía de mascota un Velociraptor, descubrimos que hace unos 6 o 7 millones de años hubo una fuerza evolutiva, probablemente un cambio climático jodido, que produjo el divorcio de la subfamilia Hominina en dos: la tribu Panini que dio al género Pan, al que pertenecen los chimpancés y bonobos con quienes compartimos el 98% de los genes y que no tienen nada que ver con Peter; y la tribu Hominini, donde podríamos decir que arranca la historia de los seres humanos, aunque sabemos que la evolución de toda la vida en la Tierra es nuestra historia también. El primer grupo de nuestros representantes probablemente lo conozcan por el completito esqueleto de Lucy, una de las especies del género Australophitecus, que eran un montón y estaban distribuidas por el este y el sur de la vieja África. Sabemos que les re cabía la protoensalada y su dieta era bastante similar a la de los gorilas modernos, es decir, prácticamente a base de vegetales. Y digo ‘prácticamente’ porque se comían un muertito cuando no había otra cosa que manotear.

Pero de nuevo, otro cambio climático hace unos 3 millones de años hizo que refrescara, y la ensalada se puso medio áspera y espinosa. Así que mientras la selección natural hacía lo suyo con nuestros estimados bis(16)abuelos llevándolos a la inevitable extinción, también diversificaba la situación generando especies nuevas. Entre ellas, los requete especializados Parántropos, con una mandíbula que apretaba más fuerte que la de conductor de tele, por lo que no tenían ningún drama en comerse toda esa nueva vegetación dura y seca que nosotros no pasaríamos ni con el mejor aceite de oliva. Y por otro lado, el Homo habilis, un poquito cuestionado respecto de si forma parte o no del género Homo, pero que estamos bastante seguros de que no estaba especializado como el Parántropos y que su magia era comer de todo. El apellido habilis no se lo dimos porque le gustaba tirar caños y rabonas con las rocas, sino porque parece que los locos manejaban herramientas de piedra para romper los huesos y comer el caracú (médula ósea), lo mismo que están haciendo algunos chimpancés ahora mismo.

Pintó la esquizofrenia climática y se alternaron períodos de humedad y calor con sequedad y frío muchas veces. Los pobres Parántropos no entendían qué pasaba con los cambios de vegetación (en términos de varios centenares de miles de años), la ultraespecialización a un tipo de entorno les jugó en contra y nos vimos en Disney, amigo. Te extinguiste.  La enorme variación de los ambientes aplicó tremendo filtro sobre los Homo habilis que no se hacían mucho drama por lo que había para comer, porque su supervivencia pasaba por ser versátiles y poder aprovechar cualquier recurso disponible en cada momento, lo que requería también de una mayor inteligencia y un cerebro goloso y exigente con los nutrientes. Pero lo más flashero fue hace unos 2 millones de años, cuando no sólo había una bocha de especies de homínidos en la vieja África que posiblemente interactuaban genitalmente entre sí, sino que también pintaron las primeras excursiones hacia Eurasia, lo que significó nuevos entornos y nuevos desafíos para el órgano gelatinoso.

Este periodo fue testigo de la expansión del tamaño cerebral más sarpada de la historia humana. Como para dar una idea, el Homo erectus tenía un cerebro un 80% más grande que el Australophitecus y un 40% más que el Homo habilis (el erectus es una especie que deriva del habilis). Sí, que no te mientan, el tamaño importa. El incremento del tamaño del marote vino acompañado de un kit de características seleccionadas que mejoraron el éxito de estos valientes que se animaron a moverse fuera de la cuna. Sociabilidad, capacidad para correr distancias largas y hasta el achicamiento de la pelvis que hizo que tuviéramos que salir de la comodidad del útero antes de estar bien desarrollados y entregarnos al cuidado de los adultos (reforzando así la necesidad de lazos familiares, cosa que hizo la oxitocina, un caramelo evolutivo que nos permitió incrementar la supervivencia de las generaciones futuras), fueron algunas de las cositas que entraron en el megacombo evolutivo. Pero todo eso era carísimo, así que vino joya comerse a los animales, porque tienen todo lo que quieren las wachas: proteínas y grasas de buena calidad. Igual, probablemente todo esto tampoco hubiese sido posible sin la ayudita del calor solar almacenado en la madera en forma de enlaces entre los átomos de carbono. Aprender a manejar el fuego nos ayudó a predigerir la comida afuera del cuerpo para hacerla más livianita y aumentar la disponibilidad de energía hasta en un 40%. Digamos que una milanesa cruda equivale a media milanesa cocinada, algo suuuper importante en un cerebro hambriento. Fue así que esta disponibilidad de nutrientes aportó los materiales y la energía necesaria para sostener el desarrollo cerebral que le permitió al linaje Homo expandirse por todo el mundo (particularmente al último en llegar, el Homo sapiens).

¿Probaste el chiquito? Ahora, probá el grandote.

¿Probaste el chiquito? Ahora, probá el grandote.

Así transitamos nuestra vaga existencia durante miles de años, aprendiendo sobre los ciclos naturales de las plantas y los animales, organizando cacerías con herramientas y estrategias cada vez más sofisticadas para comernos lo que venga. Si te da paja mudarte de casa, imaginate que antes era algo común dormir en lugares diferentes todos los días y moverse para poder morfar. Ser más inteligentes nos permitió ser ingeniosos y desarrollar tecnología copada para hacer un montón de cosas que nos iban mejorando la calidad de vida. Las semillas eran una fuente importante de calorías, y lo sabemos porque tenemos datos que nos dicen que hace 100 mil años comíamos unos cereales parecidos al sorgo. Pero hace unos 30 mil años hicimos los primeros intentos de panadería y aunque la baguette salió desabrida, vimos que había algo interesante ahí. No es difícil entender por qué pareció buena idea seleccionar los granos hasta obtener plantas que podamos cosechar al lado de casa y domesticar a los animales para que se queden quietos por un puto rato. Así acumulamos los excedentes de alimentos y con ello tuvimos el queso, la cerveza, el vino, el pan y otros cosas que aprendimos a cultivar  Digamos que la revolución agrícola no fue algo sutil, sino más bien tirando a uno de los eventos más importante de la historia de la alimentación humana.

Visto desde una perspectiva evolutiva, el consumo de carne parece haber sido un agregado a nuestra dieta tan beneficioso como el consumo de cereales, sólo que en épocas diferentes y contextos totalmente distintos. La carne fue un elemento fundamental en nuestra historia y aportó los nutrientes necesarios para sostener el crecimiento de un cerebro en expansión, sí, pero es clave comprender este hecho dentro de su contexto y no entrar en la pendiente resbaladiza y pegar el salto lógico a ‘como pasó en algún momento de la evolución, es fundamental, indispensable y la posta’, salvo que queramos comprar el paquete completo y comer pedazos duros de árbol y algún pariente que la quedó.

La continuación de nuestro amor por la carne y el mejoramiento de las técnicas de producción animal nos empujó a a triplicar su consumo por persona a nivel mundial en los últimos 50 años, y teniendo en cuenta que somos 7 mil millones con proyección a 9 mil millones, la cosa se está complicando. Abastecer la demanda actual de carne, leches y huevos requiere del 75% de las tierras agrícolas del mundo si tenemos en cuenta las superficies de pastoreo y de cultivos destinados a los animales, tierras que antes constituían ecosistemas naturales como selvas o bosques (especialmente en Sudamérica). Además, es responsable del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero del sistema agroalimentario y más o menos un 20% del total.

Ahora sabemos que lo que importa no son los alimentos sino los nutrientes que los componen, en cantidad y calidad para satisfacer las necesidades de nuestro organismo. O sea, el metabolismo no pide un churrasco, exige proteínas, hierro y vitamina B12, que se pueden conseguir de un montón de maneras. Si entendemos que la jodita de criar animales para comerlos es bastante ineficiente en términos de aprovechamiento de recursos naturales, capaz que no sea irracional ser nosotros esta vez los que torzamos el camino de nuestra dieta, ahora sabiendo que elegir lo que comemos hoy es causa y no consecuencia de un ambiente frágil, y que capitalizar nuestra omnivoría es una gran forma de hacer lo que mejor sabemos hacer: adaptarnos y sobrevivir.