La paja del trigo

La paja del trigo

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Pablo A. González

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La Cope

¿Tengo que dejar las harinas?

¿Tengo que dejar las harinas?

La paja del trigo

Una explosión es una liberación repentina de energía calórica, lumínica, sonora y, a veces, hasta electromagnética que sucede en un espacio ínfimo de tiempo con un aumento considerable del volumen del explotante. El problema es que lo que estaba explotando era el verano, y que lo que había aumentado considerablemente el volumen era yo.

Los múltiples cambios de costumbre a los que nos vemos sometidos las víctimas de La Insoportable Levedad de los Hechos parecían un avance considerable hacia costumbres cada vez más saludables, pero el invierno, el stress, la incapacidad de ordenar lo que como y los 30 habían conspirado contra mí en forma de ensanchamiento generalizado. O sea, Pablo, que esta panza no se baja sola, y por más escritorio de pie y crossfit que le metas, si seguís festejando el éxito del entrenamiento a fuerza de birra, estamos al horno con papas.

Mmmmmmm, papas.

El problema es la calidad de la información. Abrir Google es enfrentarte a una avalancha de paja donde la responsabilidad de encontrar el trigo es de uno. Por suerte, el pensamiento científico es el imán que nos permite identificar la aguja en el pajar. Desgraciadamente, usé ‘trigo’ en vez de ‘aguja’ y encontrar trigo con un imán suena raro, pero bueh, la cosa es que separar información posta de sarasa es difícil, y es una paja.

Después de un rato de dietas de la Luna, el Sol, alcalina, detox, humo (que es como la detox, pero igual) y de luchas por mejorar mi Google Fu, me encontré con la discusión más violenta de todos los tiempos: ¿qué tengo que evitar, grasas o hidratos de carbono?, dicotomía con suficiente olor a Oh La Lá para necesitar explorarla hasta descular qué pedacito de verdad podía descubrir adentro. Con la ventaja de ser un observador con pocos prejuicios y menos todavía conocimiento del tema, me zambullí en un viaje que terminaría confirmando algo que siempre temí: la nutrición es un quilombo.

Cuando observé el problema de afuera, la respuesta era obvia. Las grasas son la mejor opción de reserva de energía que tiene un cuerpo. Tienen enlaces que se pueden recontra oxidar varias veces y arrancar bocha de energía por unidad de molécula, mucha más que a un azúcar. Claramente, si son ricas es porque en algún momento de nuestra historia evolutiva, pegar grasa era pegar energía, supervivencia, sexo, Ibiza, Locomía. Pero ahora las cosas son distintas y hay supermercados. ¿Cómo se te ocurre entonces comer grasas? Discusión terminada, voy a evitar importar lo lipídico para fomentar el consumo interno (?). Todo sin ver un sólo paper y basado en mi sentido común. Porque, si hay algo que tiene que funcionar es mi sentido común, arma infalible y que de ninguna manera requiere soporte de evidencia.

Bueno, resulta que no. Que esta jodita de decisiones basadas en la mejor evidencia posible me hizo buscar, y el que busca, a veces hasta encuentra.

Esta idea (y política) oficial de que una alimentación debe basarse en hidratos de carbono (en su forma más compleja y harinosa) tiene apenas décadas y, a pesar de haber sido revisada muchas veces, la evidencia científica participa de forma bastante limitada en su confección. Parece que en el tema de armar una dieta recomendada, aparte de lo que sabemos de nutrición, entran en juego bocha de intereses, y al cerealero no le debe copar que lo corran de la base de una pirámide. Sorprendente.

Propuesta indecente.

Empezar a leer sobre cómo un cuerpo humano metaboliza hidratos de carbono, grasas y proteínas es bastante menos sencillo de lo que esperaba. Parece que esa división es incompleta si no entendés que dentro de cada grupo hay un montón de variantes que hacen que agruparlos sí o sí resulte en que haga que pierdas cosas de vista, pero, bueh, por algo hay que empezar y, para pegarle a la diana en el centro, por lo menos hay que decidir dónde buscar la diana.

Una de las diferencias clave entre estos 3 grupos enormes de macronutrientes es la cinética en la que la glucosa llega a la sangre.

Particularmente, los hidratos de carbono son interesantes porque la categoría contiene parientes muy distintos que incluyen primos que no reconocemos cotidianamente como tales: el azúcar, las harinas y la celulosa.

Ahora, ‘hidrato de carbono’ es una denominación muy general que responde a la naturaleza química, y acá deberíamos empezar a hablar de qué tipo de hidrato es porque, a ver, no es lo mismo el azúcar que usan los traidores del mate dulce, que un hidrato de carbono requeterramificado (como las harinas), o que una molécula que no podemos digerir, como la celulosa (el ladrillo estructural de las células vegetales que no podemos romper, al punto que entra en el paquetote de ‘cosas no digestibles’ a las que llamamos ‘fibra’). Esto es importante cuando vemos que algunas de estas formas se absorben muy rápido y fácilmente (lo que pasa con ese azúcar omnipresente, rápido, furioso y gaseoso, que suele ser sacarosa o algo mega parecido, y que es un disacárido de glucosa + fructosa), otros con un poco más de trabajo (las harinas en general), y uno que ni podemos y que para nuestro sistema digestivo resulta irrompible y acartonado (literal, sabiendo que el cartón está hecho de celulosa). Algo así como que si agarramos EXACTAMENTE la misma cantidad de moléculas y las tratamos de digerir y de extraerles energía, todas se digieren distinto, y resulta que el azúcar de la gaseosa es más ‘fácil’ de digerir que el pan, que es más fácil que el pan integral, que es más fácil que el brócoli. Y más fácil, en este caso, es mala noticia.

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Proteínas y grasas (en ese orden) tienen ritmos y formas de metabolismo de la energía bastante distintas a los de los hidratos de carbono, normalmente con colas de insulina más largas.  Esta diferencia en la curva de insulina también se observa al probar los diferentes tipos de hidrato de carbono y confirmar que no es lo mismo comer 10 gramos de azúcar que 10 gramos de harina, aunque estén hechas exactamente de lo mismo: glucosa (o sutilísimas diferencias). O sea que la culpa no es del chancho sino de la forma en la que el metabolismo descompone las sustancias y es capaz (o no) de absorberlas, usando para eso diferentes mecanismos enzimáticos y tiempos.

Hay dos particularidades interesantes. Por un lado, el organismo tiene que invertir energía para transformar los aminoácidos que forman las proteínas en glucosa. Por otro, los lípidos generan una curva de concentración de insulina en sangre que hace que se active la cascada enzimática de los lípidos, para meter el glicerol y los ácidos grasos libres en las citopanzas del tejido graso y demases lugares afines. Mal y pronto, es más difícil para el cuerpo sacarle energía a las proteínas y grasas que entrarle al azúcar.

Cuando tomamos un Fernet con gaseosa dendeveras, este aumento rápido de azúcar en sangre suele estar acompañado por un aumento en la insulina (que es básicamente la encargada de ver cuánta azúcar se queda en sangre y cuánta se guarda en las células). El problema es que estar volcando en la sangre grandes cantidades de azúcar seguidas de grandes cantidades de insulina puede eventualmente derivar en una mala regulación de la secreción de esta hormona, porque tanto va el cántaro a la fuente que, al final, obesidad y desarrollo de diabetes tipo 2. Esto nos lleva a revisar la historia y sospechar que el ‘Que coman torta’ de María Antonieta era en realidad una estrategia para librarse de sus oponentes generándoles resistencia a la insulina. Un plan lento pero efectivo.

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O sea que ya sabíamos que cepillarnos los dientes con hidratos de carbono podría no ser la idea más piola de todos los tiempos, pero la recomendación clásica histórica para una dieta esta(ba) en algo de 55% hidratos de carbono, 15% proteínas y 30% grasas (con los problemas, de nuevo, de sobresimplificar estas categorías). Lo bueno de que te cope la ciencia es que el que quiera la verdad, solamente tiene que armar su experimento y ganar las elecciones, y así se hizo.

Lo primero era desatar una guerra civil entre los harinofóbicos y los lipofóbicos (dos actitudes que el INADI no regula, pero debería). El primer tiro se escuchó cuando los científicos empezaron a comparar dietas de bajo porcentaje de hidratos de carbono contra dietas de bajo porcentaje de lípidos. El sonido del primer tiro era en realidad el de la intuición, que se acababa de pegar flor de escopetazo en el pie. Consistentemente, las dietas con bajo porcentaje de hidratos de carbono resultaban en una mayor pérdida de peso que las de baja cantidad de grasa. ¿WTF? Eso no tiene sentido. O sí. Sí tiene sentido. Si el mismo experimento, repetido muchas veces por mucha gente, controlado y revisado da muchas veces lo mismo, y ese ‘lo mismo’ no se ajusta a tu teoría, es hora de cambiar la teoría.

Dietas

Meta estudio. Meta hidrato. Meta guacha (?)

Incluso, uno de los estudios más extensos y con más participantes (unos 70 por tratamiento) había probado durante un año dietas con un gradiente de porcentaje de hidratos de carbono: desde una dieta que los trataba de reducir a menos del 10-15% de la ingesta calórica total hasta las dietas tradicionales de 60% HdC, con resultados contundentes: el grupo de menos cantidad de harinas y azúcares era, lejos, el que más peso había perdido.

Seguir tratando de afeitar cada pedacito de palta, condimento de ensalada y quesito tentador de la dieta de una persona parecía ser menos efectivo que pedirle que afloje con el pan y el arroz. El problema era que seguían sin saber por qué (y saber por qué suele darle bocha de tranquilidad a la ciencia, al encontrar no solamente un panorama de lo que pasa, sino un esqueleto de teoría que acompaña lo que pasa).

La sospecha vino cuando, en lugar de analizar lo que faltaba en la dieta, analizaban lo que subía. Sacar azúcares o lípidos de una dieta implica reemplazarlos por ALGO, y dentro de los ‘algo’ que subían estaba la cantidad de proteína consumida.

¿Podía estar ahí la clave? Claro que sí, porque si no estoy generando expectativa al pedo, y todos los que vimos Avatar aprendimos lo terrible de quedarse con las expectativas en la mano. Para probarlo, un grupo ensayó qué sucedía cuando, dentro de las variables del estudio, incluían una dieta que probaba pasar del 15% al 30% la cantidad de proteínas que se consumían, y MAGIA. Bueno, magia no, ciencia, que es igual, pero mejor. Los del grupo de alta proteína perdían peso como locos. ¿Qué pasaba? Les estaba dando menos hambre.

Cuando seguían tanto el hambre reportado como el nivel de leptina (una de las hormonas clave en la regulación de la sensación de saciedad), veían que el consumo de proteínas repercutía directamente en el apetito (el subjetivo y el indicador biológico que seguimos para explicarlo). Encima, si a esto le sumabas la ausencia de azúcar pegándoles en cada circuito de recompensa, la pelea Disfrute Hedónico por la Comida vs Cuánta Hambre Tengo parecía desbalancearse hacia el lado de ‘bueh, mi cuerpo me avisa que ya comí suficiente, voy a dejar este cachito de pollo en el plato’. Un aumento en la cantidad de proteína de la dieta generaba que, en sumatoria, los participantes consumieran menos cantidad total de calorías.

Ahora, comer esa cantidad de proteínas tenía que ser un garrón. Ya sabemos que la carne (especialmente la roja) no es la mejor mejor idea para nuestro cuerpo, y esos peligros están claros y son reportados. Precisamente esa fue la pregunta que le hicieron al investigador responsable del estudio, y la respuesta te sorprenderá. Cuando la proteína era de origen vegetal, todos los efectos secundarios negativos asociados a su aumento parecían desaparecer. Como si no fuese suficiente con tener que darle un poquito la razón a los evitadores de harinas, se la tengo que dar a los vegetarianos. Te odio, nota, a vos y a lo que me hacés leer, ordenar, escribir y, peor, saber.

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O sea que, al final del día, lo que tenía un efecto mensurable era sacar la cara de la heladera, por el método que fuera, pero retirarla de ahí con la ventaja de saber que alta proteína y bajos hidratos de carbono podían facilitar el trayecto hacia una alimentación más restringida en términos calóricos (y no así nutricionales). Y lo peor viene acá, al final, cuando ese último estudio cierra el círculo y sale a bancar la idea de dietas restringidas al punto de mostrar los efectos positivos a largo plazo en muchísimos bichos en los que se observan demoras en la llegada de los efectos generalizados del envejecimiento cuando siguen durante años dietas sin excesos calóricos. O sea que, si querés ser ese mono que llega bien a los 40, tenés que aflojarle al pan, meter ejercicio y descubrir qué carajo es el seitán.

Otra vez, La Insoportable Levedad de los Hechos me empuja en una dirección que desprecio. Una lejos de la panadería y del Fernet con Coca de verdad. Una donde la gente es más sana y llega a la vejez recordando las tardes de cerveza con papas fritas como actos de rebeldía adolescente. Una distopía sana y nutricionalmente balanceada donde un grupo de rebeldes intenta infiltrar medialunas de manteca en el común de la población, pero fracasa al ver que los rebeldes prefieren comerlas y mirar tele que salir a hacer la revolución. Porque eso cansa, el sofá está super cómodo y parece que, después de todo, la paja y el trigo van juntos.

 

 

NOTA: Gracias, Eze Arrieta (médico) y Jésica Lavia (nutricionista) por revisar la nota, cada uno desde la perspectiva de su especialidad.