Parte 8

15min

Julia prepara los papeles para su intervención. Hace cuatro días le avisaron que se desocupó una cama en el hospital y ahora tiene su nombre. La emoción se funde en la espera y le da forma a algo que tiembla. Está nerviosa. A la noche, Verónica la escucha desde su departamento. Habla sola y después llora, tose y se ahoga. Ahora, las dos están sentadas en la mesa del living de Julia mientras los cigarrillos se multiplican, de a uno, en el vaso lleno de agua que usa como cenicero. Tiene los ojos muy abiertos y casi no pestañea. 

—Un día antes de la operación no puedo fumar —dice mientras mira la hora en la pantalla de su teléfono.

Todavía hay tiempo: se lleva otro cigarrillo a los labios y hunde la colilla del anterior. Después se levanta y agarra una carpeta de plástico. Mete adentro todos los papeles que estaban acomodados sobre el escritorio, tiene que llevarlos al hospital el día de la intervención. Guarda la carpeta y empieza a revolver los estantes del placard. Arma una mochila liviana. Un día de preparación y dos de posoperatorio. Mientras Julia se mueve, una oleada de tos le sacude el cuerpo y las cenizas de su cigarrillo se mezclan entre la ropa que va guardando. Verónica se levanta y abre una ventana para airear el ambiente. Julia cierra su mochila y la deja a un costado de la cama. 

—¿Te jode llevártelas? —le pregunta mientras señala unas cajas amontonadas contra la puerta de entrada—. No me animo a tirarlas, pero tampoco quiero verlas cuando vuelva. 

Verónica dice que sí en silencio, y Julia le da una llave de su departamento para que busque las cajas cuando ella no esté.

—No miremos televisión hoy. Vayamos a la terraza.

La terraza está iluminada y las plantas se estiran sobre el cemento. Contra un costado todavía sigue armada la pelopincho que instalaron los del 3° H, aunque está casi vacía: sobre el fondo, una capa de verdín oscuro tapa la tela celeste. Caminan hasta una de las paredes, suben la escalera del tanque de agua y se sientan arriba de todo, sobre el borde. Julia mira la hora en su celular y le pasa a Verónica el paquete de cigarrillos y el encendedor plateado.

—¿Fumás por mí? 

Verónica no volvió a fumar desde aquella tarde en el bar con Hernán. Después él la había llamado varias veces, pero ella nunca le contestó. Ahora, estira la mano y agarra el paquete y el encendedor que le ofrece Julia. Saca un cigarrillo y lo prende. Respira el aire, respira el humo.

Cuando eran adolescentes, Lena solía robarle a su papá las colillas de los ceniceros para fumarlas con ella en algún terreno baldío. Nadie cortaba el pasto de esos terrenos, así que se acostaban en algún rincón y fumaban de cara al cielo mientras los pastizales las tapaban enteras. A ninguna de las dos le gustaba fumar. Lo que les gustaba: la sensación de hacer algo reservado para alguien más. 

Ahora, Verónica mira a Julia, que mira los edificios de la cuadra. Le parece que entre las dos se extiende una distancia nueva, una que no tiene nada que ver con los once o doce centímetros que tendría que mover la mano para tocarla: toda Julia vive en el futuro que le prometieron, mientras ella sigue arrinconada contra el pasado. Desvía la mirada. Una punta filosa corta algo adentro suyo, y suena igual que la voz de Pedro en los audios que todavía le manda, hablando sobre Marina. Se parece mucho a tener miedo. Cree que es injusto que Julia haya sido elegida para la intervención y ella no: el miedo puede hacerse pasar por muchas cosas. Tiene miedo del sentimiento filoso que acaba de descubrir, de lo que podría hacer con ese cuchillo. Tiene miedo, sobre todo, de la distancia que acaba de ver, que es solamente otra forma de tener miedo a quedarse sola. Pensó que se había acostumbrado a las ausencias, a esperarlas.

Se acuerda de una tarde, hace apenas unas semanas, cuando se cruzó con Daniel, un excompañero del grupo de apoyo del Centro. Lo vio, a lo lejos, sentado en la mesa de un café con un vaso de jugo en polvo (2,64 T) y casi no lo reconoció. El pelo un poco más largo —ondulándose alrededor de las orejas—, la barba afeitada y la luz amarillonaranja de la tarde lo teñían de una calidez novedosa.

Daniel, como todos los que habían aparecido en las listas de candidatos elegibles para la intervención, abandonó las reuniones del grupo de un día para el otro. Durante casi tres años, había sido una presencia constante y casi silenciosa en la vida de Verónica. Una especie de siseo en segundo plano como el que hacen algunos electrodomésticos: una nota su presencia solamente cuando se apagan y aparece un silencio que es como una tranquilidad. No que la ausencia de Daniel la hubiese tranquilizado. No que fueran amigos, tampoco. Probablemente, si se hubieran conocido en cualquier momento previo al aumento de los índices, no hubieran tenido nada en común. Pero los había unido, en ese entonces, algo que los separaba de los demás.

Piensa en Daniel y después en Julia, su vecina. ¿Desaparecería ella también cuando su dolor se deshiciera? ¿La vería en un café un día, a lo lejos, y pensaría “yo la conocía, yo la conocí”? 

—Creí que a vos también te habían aprobado la intervención. 

Verónica niega con la cabeza. Vuelve a respirar el humo y lo va largando de a poco, trata de hacer círculos pero no le sale. Julia se lleva el pulgar derecho a la boca. A veces hace eso, cuando no está fumando y necesita concentrarse en algo. Se mastica las uñas y los bordes de los dedos. 

—Así —dice, mientras le muestra cómo poner los labios para darle forma al humo. 

Verónica prueba de nuevo. Inhala parcialmente, copia el gesto, exhala. Nada.

—Mi viejo todavía vive. 

Julia la mira. La pena siempre se le hace visible primero en los ojos, que se le arrugan un poco y después se le agrandan mucho. Si Verónica no la conociera, pensaría que está sorprendida.

—Qué lástima —le responde Julia, y se vuelve a llevar el pulgar a la boca. Lo muerde, lo aleja y lo analiza con cuidado. La uña está tan carcomida que los bordes de piel sobresalen por abajo, brillantes de saliva. Tal vez, piensa Verónica, en otro contexto su comentario sería insensible, pero en ese momento preciso le resulta acertado: al final, lo único que todavía la separa de la intervención, de poder ver a Marina sin pensar en Julia, es un muerto más. 

—Sí, una lástima.

Las palabras salen de adentro suyo como el humo: de retenerlo en los pulmones por más tiempo, se ahogaría. Y es tanta la tranquilidad que la inunda, como si se estuviese desprendiendo de un secreto terrible, que por un segundo le cuesta armar el sentido de lo que acaba de decir. No se da cuenta de que es la primera vez que le desea la muerte a otra persona. De repente, la asalta el recuerdo de un sueño lejano: la hoja de papel en la oscuridad de su departamento y dos oraciones como una premonición.

Verónica vuelve a acomodar los labios, los entreabre un poco y un círculo de humo sale disparado al aire, finalmente. Las luces de la terraza se apagan, pero su deseo continúa encendido. La muerte puede ser un deseo. Estira el dedo índice y atraviesa el círculo, lo deshace, se queda mirando cómo desaparece enfrente de ella. Todavía no lo sabe, pero seguirá deseándola y esa será la maquinaria de su movimiento, ahora. 

Despacio, Julia acerca su pulgar húmedo y lo aplasta contra el borde, final, del cigarrillo.

Los últimos días: el mundo se había reducido a la terraza del edificio, invadida por las plantas. A la mañana muy temprano, el sol se reflejaba en la humedad de las hojas, que se llenaban de brillo blanco. Yo había instalado, para ese entonces, la cama de Julia adentro de un gazebo de techo rojo y paredes transparentes que se cerraban con cierres metálicos hasta el piso. Una especie de pecera plástica para protegerla de la lluvia y las corrientes de aire, aunque el clima era cada vez más selvático. Especialmente, ahí arriba, especialmente, desde que las enredaderas habían ido reptando sobre el piso de cemento hasta hacerlo desaparecer. A veces, miraba ese piso y pensaba en los departamentos que había abajo. Ese piso que también era techo, con raíces de enredadera avanzando en la oscuridad del cemento. ¿Lo sabrían sus inquilinos, que había algo que avanzaba hacia ellos sin descanso?
Dejamos el departamento porque se había convertido en un encierro de paredes que se venían encima de los ojos, con un sol que entraba por la ventana principal durante apenas quince, veinte minutos, y tan suave que parecía una lámpara de bajo consumo. Nada de la tibieza, nada de las vitaminas y los procesos químicos que tenía que hacer el cuerpo de Julia eran posibles ahí adentro: la piel se le había ido poniendo blanca y anfibia, los ojos totalmente negros, monocromáticos. Cada vez se parecía más a un ser acuático de esos que se arrastran en lo profundo de algún lago, pegados al barro. De día la revisaba, por las dudas. Especialmente, los dedos de las manos y de los pies, especialmente, los costados de las costillas. Me daba pánico que se le abriera la piel en tiras, que le salieran branquias alargadas y azules, que hubiera que correr a la bañadera para inundarla. Pero no: todavía era de la tierra, todavía era capaz de interceptar el oxígeno del aire aunque no sin la ayuda de las máquinas, no sin emitir el mismo sonido rasposo y ahogado que hace un pez afuera del agua.
El gazebo: las paredes de plástico se calentaban rápido con el sol, así que yo abría los cierres desde temprano y las enrollaba hasta el techo. Las ataba alto para que corriera el aire y a la noche las volvía a bajar y las cerraba. La noche: cuando Julia se dormía, la otra Julia aparecía entre las plantas. Subía de su departamento con tazas de café de filtro (1,45 T) y las dos nos asomábamos a la baranda de la terraza a mirar los otros edificios. Por esa época ya casi no quedaban autos ni colectivos, así que los ruidos eran pocos. Había pasado años quejándome del ruido. Del ruido de la parada del noventa, de las bocinas que trataban de hacer avanzar el tráfico. Quejándome porque pensaba que si esos ruidos desaparecían, llegaría algún tipo de calma. Durante esas noches, también mirábamos las luces de la calle prenderse, una por una, hasta que cortaban la electricidad. En total había siete postes de luz, cuatro de un lado de la vereda y tres del otro. Primero se prendían siempre los dos de la esquina más alejada, después el que estaba enfrente del tacho de basura, después los tres a mitad de cuadra. El último, ubicado al lado de la puerta de nuestro edificio, no se prendía casi nunca.
Mirar los edificios, mirar las luces, tomar café. Con el tiempo, llegaba algún apagón y la ciudad parpadeaba entera, se cerraba y se abría de un portazo. A veces. Otras el apagón duraba, y entonces yo prendía las baterías del respirador de Julia y le acomodaba las sábanas. Si se despertaba, si no podía dormirse, inventaba para ella historias fantásticas sobre Yukan-Kó, la isla minúscula y desaparecida que había logrado esquivar la fatalidad. Después, volvía a la baranda despacio, tratando de no tropezarme. Julia me miraba a mí, porque en la oscuridad no había otra cosa que mirar, y charlábamos. Yo le hablaba de Pedro, de Lena, de Marina. Me volvía una voz sin cuerpo en el medio de la noche. Hablaba yo y después hablaba Julia. Me contaba sobre su vida en Alberti y su casa que daba a una esquina y tenía dos sauces eléctricos en la entrada, uno a cada lado del portón: las ramas alargadas como cables se hundían en el agua verde oscura de la zanja. Sobre todas las habitaciones que había en la casa y las personas que vivían adentro de esas habitaciones. Primero muchas y después pocas. Cada vez que alguien fallecía, decía Julia, cerraban la puerta del cuarto en el que había dormido siempre y escondían la llave. Una habitación cerrada ya no es una habitación, es una incógnita. Más cuando pasa el tiempo y una se olvida de las cosas que hay adentro. La casa se fue achicando, entonces, y se volvió un secreto. 
Julia me contó, también, de un tiempo anterior, cuando todas las puertas estaban abiertas, la de la calle incluida, y no había llaves y los vecinos entraban sin avisar: saludaban y se sentaban en alguna silla de la cocina a tomar mate o mirar televisión. “Mi casa era la casa del pueblo”, dijo. Yo sabía de la existencia de ese tipo de casas, porque en Turuel también había una. Al principio solía pasearme por la vereda admirándola desde afuera, queriendo entrar sin decidirme, hasta que un día me animé. Me sentí adulta cruzando la puerta, improvisé un saludo al aire y empecé a recorrer las habitaciones. Cada vez que me cruzaba con alguien, hacía un gesto con la cabeza en señal de reconocimiento, de que algo nos unía —el barrio, el ser vecinos—, y seguía caminando. Lo último que hice antes de irme fue entrar al baño. Revisé algunos cajones y me puse un perfume de flores que encontré y me hizo acordar a mi abuela. En uno de los estantes del botiquín, había una pila de jabones con forma de corazón envueltos en papel film. Agarré uno y me lo guardé en el bolsillo. Después me saqué la tobillera de hilos que tenía puesta —recuerdo de unas vacaciones en la costa—, y la escondí entre dos toallas: un regalo secreto por otro regalo secreto. Nadie me dirigió la palabra en ningún momento que estuve adentro, ni me preguntó qué hacía ahí, ni me miró. Después, me di cuenta de que en esas casas nadie miraba a nadie: apenas cruzabas la puerta te volvías invisible porque la confianza de esa gente era ciega. La casa del pueblo. Resultaba casi imposible pensar en una casa como esa en el medio de la ciudad. Se lo dije a Julia. “¿Te imaginás?”, le dije, y se rio.
La terraza: mirar la oscuridad, tomar café de filtro (1,45 T), charlar sobre el mundo de antes. Pero cuando la luz volvía las dos nos callábamos rápido y clavábamos los ojos de nuevo en los edificios y los postes. Algunas cosas fueron hechas para decirse en la oscuridad. Ahora, pienso que las dos esperábamos ese momento en el que la ciudad parpadeaba y deseábamos en secreto que siguiera así, con los ojos cerrados para poder hablar. A veces, si el apagón duraba toda la noche, charlábamos hasta que la oscuridad se volvía una resolana pálida y fría, primero a la distancia, pero después más y más cercana. La calle se iba llenando de sonidos y nos despedíamos. Julia se iba de vuelta a su departamento con las tazas de café de filtro (1,45 T), y yo me quedaba mirando el cielo cambiar de color. De blanco a celeste. 
Adentro del gazebo, cuando terminaba de salir el sol, Julia se despertaba.

A la noche, después de subir a la terraza con Julia, Verónica tiene la sensación de estar habitando su departamento por primera vez. Es, un poco, como retroceder. Vuelve a ir hacia las cosas como en un primer encuentro y todo le llama la atención: abre las puertas, pasa la mano por encima de los muebles, camina. Cuenta, para adentro, los pasos que necesita para llegar de la cocina al living, del living a su cuarto, de su cuarto al baño: cinco, once, cuatro. Afuera, un trueno rebota contra el cemento y estalla la tormenta. Se acuerda, automáticamente, de otra tormenta lejana, con Julia corriendo por un terreno baldío y señalando partes del mundo por primera vez. El lenguaje primitivo de la infancia es el cuerpo, piensa, incrustado en el presente. 

Camina hasta el ventanal y lo abre. El aire encerrado entre las paredes le parece la cosa más quieta del mundo y necesita que todo empiece a moverse. Deja que la tormenta entre, que salpique el piso de madera. Busca el colchón de su habitación y lo arrastra hasta el centro del living, justo enfrente del balcón. Se acuesta y apoya la cabeza contra el borde de la almohada. La frescura del material, tan suave, hace el contacto más tangible, y Verónica mira la capa de pintura, blanca y descascarada, que se fue desprendiendo del techo durante los últimos días y amontonando contra los zócalos de la pared. Toda junta sobre el piso parece nieve fresca, y se acuerda de aquella vez que visitó el museo de ciencias naturales con el colegio. En el ala dedicada a las aves, un ornitólogo les habló sobre un pájaro de invierno, de silbido metálico, que construía nidos adentro de cuevas montañosas. Cuando las tormentas de nieve eran muy fuertes, las entradas de las cuevas quedaban tapiadas y los pájaros encerrados adentro. En ese momento, la imagen le había parecido un destino terrible. Ahora, intenta dormir. Da vueltas en el colchón y los pies se le enroscan en las sábanas. Quiere cerrar los ojos pero no puede: piensa en el pájaro de invierno, recorriendo las noches heladas, internándose en una montaña, dirigiéndose sin saberlo hacia su propia muerte. La inunda ese tipo de adrenalina que ataca la piel cuando saltamos al interior de aguas heladas. Tiene los sentidos alertas y le parece que dormir ya no es una opción, que seguramente no vaya a ser una opción hasta que todo termine. Desear, además de ser una maquinaria, también puede ser un mecanismo: irreversible. 

Se levanta y sale del departamento, camina envuelta en varias capas de ropa, las manos enterradas en los bolsillos del tapado, sin proponerse ningún destino. La geografía, esa ciencia bajo la que se pretende ordenar el mundo, siempre le pareció un misterio inaccesible: su mente insiste en ubicar las cosas de forma equivocada. Cambiar los edificios y las calles de lugar, agregar espacios que nunca existieron. Lentamente, cruza las avenidas nocturnas sin pensar y deja que su cuerpo tome todo el control. Una buena señal, un principio acertado, si realmente quiere hacer lo que se propone. Algunas cosas no fueron hechas para ser pensadas. Es preciso, entonces, que las deje a merced del cuerpo, del animal escondido que vive entre las uñas. 

Cuando llega a una esquina se para en seco. No sabe por qué, pero el lugar le resulta familiar, querido. Mira a su alrededor y a lo lejos ve un puesto de flores, cerrado por la hora. Mientras se acerca, el sonido de las hojas secas sobre las baldosas le sacude un recuerdo lejano: se acuerda de la noche en que caminó con su papá por ese mismo lugar. También era otoño y las hojas ya habían empezado a formar, igual que en ese momento, una capa amarilla y roja sobre la vereda. Todas juntas parecían las piezas de un rompecabezas impresionista encajadas por el viento. A medida que avanzaban hacían ese ruido quebradizo y, por primera vez, su fragilidad la llenó de angustia. ¿Cuántas personas, cuántos pasos hacían falta para convertir una hoja en polvo?

Se había mudado a la capital hacía apenas una semana y era la primera vez que su papá la venía a visitar. Arreglaron para ir a cenar y ella estaba inquieta de alegría. Pidieron canelones de verdura, tomaron cerveza negra, y él habló con los mozos como hacía siempre, en un tono que era cómplice y atento. Cuando salieron del restaurante, caminaron hasta la esquina y enfrente de un puesto de flores se encontraron con un pedazo de espejo partido. Por algún motivo les llamó la atención a los dos al mismo tiempo y, mientras esperaban el cambio del semáforo, miraron. En el reflejo de la superficie rota, parecían una concatenación de fragmentos mezclados: se construían. En ese momento, Verónica tuvo la sensación de que esa imagen los representaba con exactitud, pero no se sintió triste ni ansiosa como le pasaba cuando se miraba en los espejos sin fisuras y tenía la certeza de que no era, no podía ser eso que veía.

Pasaron más de veinte años desde esa noche, pero el puesto de flores sigue exactamente en el mismo lugar. Se habían cerrado tantos negocios, piensa, casi todos, pero ese sobrevivía. La gente, aparentemente, todavía estaba dispuesta a invertir en los gestos más efímeros. Sin meditarlo, se acerca y se sienta sobre el cordón de la vereda, siente el aire cargado con el perfume empalagoso de las flores. En otro momento, le parece que el recuerdo de ese encuentro le hubiese despertado una nostalgia agridulce. Ahora, sin embargo, siente la tranquilidad de una despedida necesaria. 

La noche de la cena y del espejo, antes de separarse, hicieron planes para recorrer las pizzerías clásicas del centro. Al final, sin embargo, nunca las visitaron, algo siempre se interpuso. El trabajo, la distancia, otros compromisos. A veces pasa. Una hace planes y los posterga, porque confía en el tiempo.

La clave para no pensar en lo que estamos haciendo es dividir la acción total en acciones tan pero tan chicas, que una pierda de vista la totalidad, el resultado final en el que todo confluye: ir paso a paso. 
Las acciones por separado son siempre insignificantes, una nada. Incluso funciona para las cosas verdaderamente trascendentales. A una le gustaría pensar que no, que lo que nos da vuelta la vida con la rapidez de los accidentes tiene que estar, necesariamente, conformado por algo del orden de lo maravilloso, pero la realidad es esta: entre la secuencia de ir a tomar un cortado (1,56 T) y la de atropellar a un hombre, no hay tantas diferencias. En principio, las dos empiezan igual: tenés que salir a la calle. 
A veces, me gusta imaginarme que hice todo muy parecido, pero en determinado momento cambié una acción de lugar o la borré y eso hizo toda la diferencia. En estas fantasías, en vez de salir de tu casa por última vez entro siempre a un bar y, mientras espero a que la moza —una chica con el tatuaje de una serpiente que repta por su brazo izquierdo— me atienda, pienso en lo terrible que hubiese sido dejar que un sueño se infiltre en la realidad: convertir un deseo en la respuesta final.

A la madrugada, cuando vuelve al departamento, escucha a Julia del otro lado de las paredes. La escucha arrastrar cajas, abrir y cerrar puertas, y ventanas, y cajones. ¿Qué busca? Cada vez que Julia cierra una puerta —y una corriente de aire acompaña ese movimiento y la estrella fuerte contra su marco—, varios pedacitos de pintura blanca se desprenden del techo del living de Verónica, ondean en el aire y caen. Más ruido: los pedacitos de pintura tiemblan sobre el piso, casi levitan por efecto acústico. 

Verónica calienta agua, hace café (1,45 T), espera. Sentada sobre el sillón de dos cuerpos, aprieta las manos contra la taza y mira el colchón, mojado sobre el piso. Se quema un poco pero no la suelta. Se concentra, en cambio, en ese calor: traslada el dolor, lo ubica en un lugar específico sobre la piel, un lugar que puede nombrar. Eso la tranquiliza. Respira. Deja que el aire la llene y la vacíe como una ola que arrastra todo lo que toca. Tiene una idea ridícula pero efectiva: se levanta el pantalón, prende un cigarrillo del paquete que le dio Julia y se lo apaga contra la rodilla. Después, lo prende de nuevo y lo vuelve a apagar, hace otro agujero que le quema la pierna unos centímetros más abajo y repite el proceso cinco, seis veces más, hasta que lo único que siente es su propia piel: se incrusta en el presente y su mente se vuelve un animal.

A las seis y cuarto de la mañana, la entrada del departamento de Julia se abre y sus pasos retumban por el pasillo. Después ya no los escucha más, pero ve cómo una hoja de papel, doblada a la mitad, aparece por abajo de su puerta. No se mueve. Los pasos se reanudan y se alejan, el ascensor se abre y se cierra, y todo queda en silencio. Verónica se levanta, agarra la hoja del piso y la desdobla: “Te dejé las llaves del auto sobre la mesa, el viernes salgo a las cinco del hospital. Acordate de las cajas”. Sale al pasillo y, con cada paso que da, la tela de su pantalón se mueve y roza las quemaduras. Saca la llave que le dio Julia del bolsillo y abre la puerta del departamento: el olor a cigarrillos mentolados la recibe. Carga las cajas, apenas tres y no muy pesadas, y se las lleva. Las amontona contra un rincón, entre su sillón y el escritorio, pero no las abre. Ya sabe lo que hay adentro. Vuelve a lo de su vecina. Una pila de ropa se acumula sobre el piso y otra de platos sucios ocupa toda la mesada. Gira las canillas, el agua es caliente y le va poniendo las manos rojas mientras lava. A la ropa la junta y la mete adentro del lavarropas. Después hace la cama, repasa los muebles y barre. Cuelga la ropa en el tender, abre las ventanas. Se deja caer en un mantra hecho de movimientos continuos, una especie de meditación activa. Antes de irse, agarra las llaves del auto.

Salir con el auto, cruzar la General Paz, agarrar Panamericana. Conectar el celular al equipo y convertirme en una mancha de velocidad sobre el asfalto, la voz de María Julia Ritz atravesando los parlantes como un taladro. Apretar más a fondo el acelerador: dejar que el auto rompa el aire y se convierta en un zumbido poderoso. Adentro la música, afuera el zumbido. Relajarme sin entender por qué y después acordarme de que siempre me gustaron los viajes en auto —la reverberación del motor sobre los cuerpos como una especie de temblor, el cielo abierto, sentir que todo se acerca y se aleja al mismo tiempo—.
Usar el segundo desvío para entrar en Turuel. Agarrar la calle del teatro, reducir la velocidad al mínimo. Tratar de no adelantarme, de dividir todo lo que hago y de hacerlo todo sin pensar: recuperar el idioma primitivo del cuerpo. Contar la cantidad de perros sueltos, abandonados en la calle: cinco, trece, veintidós. Dejar el auto enfrente de la plaza, cruzar para ver el río, caminar por el andador. Reconocer, por lo menos, tres cosas que no estaban ahí hace dos años. La pintura naranja y desteñida del puente, el techito roto de la parada del colectivo, el dibujo de un pez, azul y enorme, flotando sobre la pared de la estación.
No volver a buscar el auto: ir a tu casa caminando. Detener la marcha de vez en cuando y mirar todo lo que me resulta nuevo, hasta darme cuenta de que siempre estuvo ahí, pero ya no lo sé reconocer. Desviar la mirada de las bolsas de basura que se acumulan sobre la vereda, mientras el zumbido de las moscas agujerea al aire. Contar la cantidad de puertas tapiadas y de altares improvisados con velas, cartas y fotos a color: quince, veintiséis, treinta y nueve. Reprimir el deseo de ir a visitar el cementerio, pero pasar por la esquina de Alicante y reorientar la mirada. Ver, a lo lejos, las araucarias y el portón blanco pintado con una cruz negra imponente: asegurarme de que la muerte sigue en el mismo lugar. 
Llegar a tu casa. Abrir la tranquera y pasar caminando al lado del cantero en donde solían estar los jazmines, tantos años atrás. No tocar la campana, pero sí tocar la puerta. Esperar. Esperar un poco más porque siempre tardás en atender. Escuchar el chirrido, agudo, que hace siempre el picaporte cuando empieza a moverse despacio. Estirar los labios para afuera y abrir mucho los ojos cuando te vea. Enroscarte los brazos alrededor de la espalda —mi cuerpo es una serpiente que repta sobre otros cuerpos— y reírme suave cuando me digas “qué linda sorpresa”. Seguirte hasta la cocina, caminar despacio y en silencio, reconocer tres cosas que sí estaban ahí hace dos años: la guitarra a la que siempre le faltó la quinta cuerda, el imán de Machu Picchu que les regaló la tía Nora y vos. 
Decir sí cuando me preguntes “¿Pongo para hacer unos mates (1,06 T)?”. Verte prender la hornalla, poner el agua y esperar el silbido de la pava. Verte rellenar el mate: taparlo con la mano, darlo vuelta, sacudirlo para sacarle el polvo. Cebar. Charlar sobre cómo cambió el barrio, mientras la noche se cierra, alrededor. Prender la luz. El club de Arrecifes está abierto pero vacío, la sociedad de fomento se desintegró. Hace un par de días una rama se cayó sobre la casa de Horacio Garnio, en la que ahora vive solamente su hija Marcela, y sigue ahí. Marcela vive con la rama incrustada en el techo de tejas, me decís. Una rama de eucalipto que casi la mata mientras dormía, un recordatorio de todas las cosas terribles que podrían pasar en un segundo y para las que no estamos preparados. 
Verte vaciar un poco el mate, hasta la mitad, y rellenarlo con yerba seca. Verte probar el agua sobre la punta del dedo índice y esperar el dictamen: tibia. Prender la hornalla de nuevo. Calentar el agua, esperar otro silbido, rellenar el termo. Cebar. Ver las luces, blancas, parpadear. Apagarse, prenderse, apagarse de nuevo. No verte más. Escucharte tantear —ciego— entre los cajones y después escuchar un chasquido. El fuego de un fósforo aparece de la nada y tu mano flota en la oscuridad: siempre sostuvo algo, como si fuera lo más natural del mundo. Ver cómo esa misma mano se acerca a las hornallas, después a una vela y todo se enciende. Ver tu cara iluminada por la llama en miniatura, mientras caminás y aparecen sombras nuevas que se desparraman sobre la cocina.
Acordarme de que nosotros no hablamos sobre los muertos, pero igual hablar para decirte, como en una última oportunidad: “A veces, me da la sensación de que Julia está viva. A veces, me da la sensación de que Marina está muerta”. Ver cómo te movés, nervioso, sobre la silla. Tu cuerpo se reacomoda en el espacio mientras me acercás un mate, que es una ofrenda y entonces me decís: “A veces, me da la sensación de que tu vieja no se murió. A veces, me da la sensación de que nunca estuvo viva”.
Ver las luces parpadear, de nuevo. Prenderse, apagarse, prenderse. Verte cerrar las cuatro hornallas, una por una, pero dejar la vela encendida. Decir que sí cuando me invites a comer. Cocinar en silencio, abrir un vino (4,09 T), poner la mesa. Hablar poco. Dejar que el sonido metálico de los cubiertos llene el ambiente y lo convierta en algo filoso, a punto de cortar el aire con nosotros adentro. Que me digas que deje todo cuando trate de lavar los platos y hacer café (1,45 T): volver a prender una de las hornallas, buscar los sobres de azúcar (1,03 T), llenar la cafetera, servir, revolver. Que me digas que sí cuando te pregunte si puedo quedarme a dormir, y ya no decirnos nada más. 
Abrir el armario del living y buscar las sábanas de flores amarillas para armar la cama. No querer despedirme, pero despedirme. Volverte a abrazar. Caminar hasta el borde de la escalera y darme vuelta para sacarte una foto mental: con una mano pasás una valerina por la mesa, amontonando las migas de la cena, y con la otra las juntás en un gesto tan cotidiano, que es como saltar al pasado desde un puente. Aguas heladas. Arrepentirme y tratar de borrarla: fracasar. Acostarme sin abrir las sábanas y medir el paso del tiempo, no en minutos, sino en sonidos decrecientes. Distintas canillas, pasos, una puerta. Esperar. Esperar un poco más porque siempre tardás en dormirte. 
Levantarme sin hacer ruido. Deshacer la cama, doblar las sábanas, caminar por el pasillo oscuro. Bajar las escaleras. Ignorar el olor de las ciruelas (6,94 T) —dulce, punzante— que sobrevuela las habitaciones, y la sensación de ser un pájaro que dibuja círculos y aterriza solamente para comer. Abrir el armario del living y poner las sábanas en su lugar. Llegar a la cocina. Pensar que es el momento, pero no pensar en vos. Cerrar todas las ventanas y encapsular el aire. No pensar en que estuviste ahí después de que mamá se fue, y Lena, y Julia. Llenarlo de un material tóxico, somnífero. No pensar que sos lo que une todo el dolor. Abrir la puerta de entrada, cerrarla y cruzar la tranquera. No pensar. Llevarme el olor de las ciruelas (6,94 T) conmigo. No pensar. Irme, y no pensar. 
Pensar: cuando todo termine, esto también va a desaparecer. Pensar: hubo un tiempo en el que ninguno tuvo nombre. Ni vos, ni yo, ni ella: nadie nos pensó.

La casa de los jazmines, el lugar que eventualmente se tragaría todos los veranos de su infancia. Las tonalidades de esos meses contenidas entre los frutales del jardín, el espacio distribuido según la inclinación del sol: a la mañana, la luz oblicua en una reposera contra la ligustrina; al mediodía, perpendicular abajo del techo de la galería; a la tarde, paralela sobre el pasto, entre los tilos. 

Cada día una espera elástica, llena con los olores dulces de las frutas arrancadas —higos (4,06 T), nísperos (3,94 T), duraznos (7,34 T)— que flotaban en palanganas de agua a la sombra del roble. El papá de Verónica le pasaba el barrefondo plateado a la pileta, sacaba las hojas y después ponía la escalera de madera contra el borde: se la sostenía para que saltara de cabeza al agua. Su mamá caminaba descalza sobre el pasto húmedo, apuntando la manguera verdeazul al cielo, arrastrando plantas, revolviendo la tierra con las manos. En enero, sus uñas siempre eran medialunas oscuras.

Después, la hora imperturbable de la siesta, el rigor de la palabra paterna: no hacer ruido, estarse quieta, no molestar. El descubrimiento de la fragilidad que le daba forma a esa palabra, lo fácil que le resultaba torcerla y las consecuencias suspendidas en el futuro como simples potencialidades, una especie de nube comiéndose el horizonte hasta que llega un viento suave y se la lleva despacio a otro lugar. Fortunas meteorológicas. La metamorfosis de la siesta, entonces: del monopolio del tiempo a la libertad. Darse cuenta de que podía usar esa hora a su favor, que durante sesenta minutos alargados, la casa, detenida, le pertenecía por completo.

Lena, la más audaz de la dos, expandiendo siempre los límites un poco más: saltando la tranquera de su casa, corría las tres cuadras que las separaban para invitarla a la transgresión definitiva. Las dos calculaban, entonces, los minutos con el cuerpo, la hora de regreso, mientras recorrían el barrio silencioso y tan quieto, pensando que eso era todo lo que podían pedirle a la vida: moverse por afuera del encuadre que habían dispuesto para ellas.

Lo que hacían entonces ya no importaba y podían hacer tanto cuando nadie las estaba viendo, pero sus diversiones eran de lo más simples. A veces juntaban panaderos, crecían sobre todo al costado de las zanjas. Si Verónica cierra los ojos, lo primero que ve de esas tardes es esto: Lena con las piernas cortajeadas de trepar árboles, Lena con el pelo revuelto y lleno de abrojos, Lena agarrando un panadero blanco. Como un regalo, lo sostenía enfrente de ella y la invitaba a pedir deseos. Tiempo. Verónica siempre pedía más tiempo, mientras el mundo de los grandes permanecía dormido, todavía.

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