Parte 6

20min

Verónica piensa en el funeral de Julia. La única decisión que tomaron fue ir, llevarla. Apenas les dieron el acta de defunción del hospital, Pedro pidió la licencia para la cremación. Había demora de una semana, pero un muerto no puede esperar tanto, eso lo sabe cualquiera. Tampoco había lugar en las salas de refrigeración de los cementerios, así que pusieron el aire acondicionado de la habitación de Julia en dieciséis y lo dejaron prendido. Apagaron las luces y cerraron la puerta.

—No podés entrar —le dijo Pedro ese día a Marina, que los espiaba desde el fondo del pasillo y pegó un saltito, asustada, cuando la voz de su papá resonó entre las paredes estrechas.

—¿Por qué?

—Julia necesita descansar. 

—Qué aburrido, Julia siempre necesita descansar. 

Pedro caminó hasta el fondo del pasillo, la agarró de la mano y se la llevó al living. 

A partir de ese día, Verónica empezó a llamar a una línea de teléfono que habían habilitado desde el gobierno. Quería que movieran a Julia al principio de la lista de cremación, no se le ocurría otra cosa más para hacer. Ponía la alarma del despertador a horas impensadas y llamaba. Se suponía que la línea estaba abierta las veinticuatro horas, eso decía la página, pero nunca se pudo comunicar. Después de los tres tonos estándar, la atendía siempre un contestador automático y ella apretaba los números de memoria: primero tres, después cinco y después nueve. Después esperar. Como cortina musical del contestador sonaba “After Hours”. La voz de Moe en ese tema es cansada y se arrastra arriba de las notas como si se hubiera tragado un pedazo de tiza y le faltara un poco de aire. Al principio a Verónica no le gustaba, pero a las pocas llamadas se acostumbró. La voz de Moe empezó a resultarle un sonido familiar, casi reconfortante. A la noche marcaba los números desde la cama, ponía el teléfono en altavoz y se dormía escuchando la canción, que sonaba en loop como una red de seguridad en la que podía dejarse caer. 

Mientras el cuerpo de Julia se descomponía, Moe Tucker cantaba y ella dormía y soñaba con mariposas rojas y azules que se convertían en crisálidas: hibernar para desaparecer. Todas las noches tenía el mismo sueño: primero las mariposas doblaban las alas sobre el cuerpo, se envolvían enteras, y después les empezaba a chorrear una saliva cristalina, brillante, que se solidificaba y se volvía opaca, cada vez más verde. En el sueño, todo eso pasaba muy rápido y para atrás, como cuando Verónica era chica y rebobinaba los VHS que alquilaban en el videoclub. Las mariposas también eran una película y se rebobinaban. Verlas en el sueño era como verlas no nacer: volver al principio de todo, dejarlas ahí, dejarlas en pausa. No dejarlas ser nada. Por algún motivo, aquel no nacimiento llenaba a Verónica de una tranquilidad tibia, que era casi como hundirse en una pileta de agua caliente hasta el fondo y con los ojos cerrados. 

En algún momento de la noche, si el teléfono no se quedaba solo sin batería, Pedro siempre cortaba la llamada. Moe Tucker dejaba, entonces, de cantar, y ella se despertaba y discutían. Otro tipo de loop. Aunque a veces no hacía falta la interrupción de la canción. A veces, la pileta tibia de su sueño se rebalsaba antes, primero sobre su ropa, después sobre la cama, y la humedad y el olor ya no la dejaban dormir. Lo despertaba a Pedro y entre los dos hacían un bollo con las telas. Mientras ella se bañaba, él estiraba sábanas limpias sobre el colchón. Cuando Verónica volvía al cuarto, se acostaba y se movía en la oscuridad hasta encontrarlo.

—Perdón. 

—¿Por qué? 

—Gracias, entonces. 

Julia va al departamento de Verónica todos los días a mirar la Cadena Nacional. A veces, cuando termina, cenan juntas. Verónica ya no trata de seguir sus ruidos a través de la pared, ni de imaginarse cómo sostiene los cubiertos o cuántas veces mastica antes de tragar. La danza a ciegas que mantenía para replicar los movimientos de Julia, para compartir con ella un momento, ya no es necesaria. Ahora puede ser testigo de todas esas cosas, mirar a Julia, memorizar cómo se mueve por el mundo. ¿Es eso conocer a alguien? 

Se sientan una al lado de la otra y casi no dicen nada. Miran la televisión y comen, cuando los índices del día no son muy altos. Algunas noches, una hace que come mientras mira a la otra comer de verdad. Es una cuestión de aferrarse, con manos temblorosas, a algo: la comida siempre fue el primer ritual. Después, salen a la vereda para que Julia fume sus dos cigarrillos de costumbre. Siempre prende el primero con un encendedor plateado y el segundo con lo último del primero. Hace de los dos un todo continuo, un gran cigarrillo de diez minutos que al final aplasta contra la vereda con la punta de la zapatilla. Siempre fuma cigarrillos mentolados, siempre los de paquete rojo que tienen una máscara china estampada. ¿Es esto conocer a alguien? 

Julia podría fumar en el balcón del departamento de Verónica, pero las dos deciden ir a la vereda desde el primer día. Verónica nunca le ofrece el espacio y ella tampoco se lo pide. Directamente dice: “¿me acompañás a fumar?”, y las dos bajan en silencio por las escaleras o el ascensor. Mientras Julia fuma, se sientan en el cordón de la vereda o se apoyan contra la puerta del edificio. Después van a dar una vuelta. Si es noche de apagón y una muy oscura, prenden las linternas de los celulares. Si no, caminan con las manos vacías. Uno de los motivos por los que Verónica prefiere la vereda al balcón es la oportunidad de estar con Julia en un terreno intermedio. Uno que no le pertenezca a ninguna de las dos, la intemperie. Otro es que necesita hacer cosas y que esas cosas se conviertan en una rutina. 

Mientras caminan en silencio, se agarran del brazo como dos adolescentes que cruzan el patio de la secundaria. A veces se sientan en los bancos de alguna plaza. A veces, Julia prende un tercer cigarrillo y suelta una frase de esas que no dicen mucho: “qué linda noche, qué frío, hace un viento, mirá la luna”. ¿Es esto conocer a alguien? Verónica asiente en silencio pero rara vez le contesta, difícilmente mira la luna. Aprovecha, en cambio, para mirar a Julia. Afuera del edificio sus gestos son los mismos pero son otros. Son los mismos porque su cara es la misma y se mueve parecido, sus músculos faciales hacen los recorridos de costumbre. Son distintos porque la relación que establecen con el entorno es otra, y eso los vuelve otros. Verónica no termina de identificar bien cuál es esa diferencia —no puede ubicarla ni ponerle un nombre exacto—, pero igual la ve. ¿Es esto conocer a alguien? Se pregunta, secretamente, si Julia estará viendo ese tipo de cosas en ella. Cosas que tal vez Verónica desconozca. Ser una persona desconocida, aunque sea en la mente de alguien más, le da cierta esperanza. 

Ahora, Julia cruza los brazos y se achica sobre el banco de la plaza.

—Qué frío —dice, mientras tira la colilla de su tercer cigarrillo y la aplasta con la punta del pie. 

Al final, Julia terminó siendo mucho más aburrida de lo que Verónica pensó cuando se conocieron. Apenas la idea se le cruza por la cabeza, se sorprende. Le sorprende que todavía pueda aburrirse de la gente. Pero es verdad, a veces se aburre. Antes, Julia era un misterio y conocerla fue renunciar a ese misterio, o abrazar misterios más sutiles. Por eso le agradece, tanto, los momentos en los que hace algo inesperado. Algo que vuelve un poco el tiempo para atrás y le echa encima alguna sombra. Algo como el día que se apareció en su departamento a la madrugada: tocó la puerta, caminó hasta el cuarto arrastrando un colchón y se acostó sin decir nada. Pero esos momentos, en general, eran escasos y tenían un efecto suave que se disolvía rápido. La luz reaparecía enseguida: qué linda noche, qué frío, hace un viento, mirá la luna. Era inevitable y Verónica no se lo reprochaba. Seguramente, ella también la aburría a Julia. Nadie es más oscuro que su primer misterio. 

Julia se acaba de ir de vuelta a su departamento. Vio sobre el escritorio una foto que nos sacaste en “Valle Maravilla” y me preguntó por Lena. Después no me preguntó por nadie más. Una en la que estamos paradas atrás de esos carteles que tienen agujeros para poner la cara. La temática es de piratas y las dos aparecemos con remeras de calaveras y una espada en la mano. Lena tiene los ojos cerrados y la boca abierta, como en el medio de una palabra. Yo tengo la boca cerrada y los ojos abiertos, mirando a Lena. En el cartel hay un tercer agujero para una tercera cara, pero está vacío. 
¿Te acordás de esa foto? En la casa de los jazmines la tenía clavada en una esquina de la cartelera de corcho, al lado de una de mamá y otra de las vacaciones en Santa Teresita. La foto de Santa Teresita no era en el mar, como una esperaría, sino en el patio de la casa que estábamos alquilando. Yo salí de cabeza, tratando de hacer una vertical mientras Juana me sostenía los pies. En las tres fotos, tenés el mismo rol de ojo que congela el tiempo, y los demás nos movemos en frente tuyo esperando que nos mires y decidas que un momento vale la pena.
La foto de mamá la perdí en una mudanza hace varios años, la de las vacaciones desapareció misteriosamente. Un día estaba y otro no. La de Lena es la única que sobrevive. Hoy, cuando Julia la señaló sobre el escritorio, pensé que te gustaría saber esto: hay algo que viste, y quisiste congelar, y sobrevive.

Al principio fue una neblina suave, casi transparente, desafilando los bordes de la ciudad, pero después de la primera semana de cremaciones se convirtió en una capa densa que tapó los últimos pisos de los edificios. Las cosas suaves también se pueden acumular. De noche, cuando no había ningún apagón, las luces de la vereda atravesaban la nebulosa como lasers amarillos y fosforescentes. La imagen hacía pensar a Verónica en naves extraterrestres sobrevolando la ciudad. Un apocalipsis no necesariamente es una aparición extraña o repentina. A veces, se parece a una presencia cotidiana, avanzando más de lo esperado. Es una cuestión espacial, sobre todo.

El humo: es difícil defenderse de algo que no se puede tocar. Durante esas primeras semanas, la gente caminaba por la calle tapándose la boca con pañuelos de colores. Algo que no se toca igual puede atragantar. Aunque eran pocos los que salían de sus casas, cada vez menos. El verdadero principio del mundo de ahora: meterse muy para adentro por decisión. 

La noche del funeral Verónica buscó pañuelos por toda la casa, pero no encontró ninguno. Al final, cortó una remera de algodón verde en dos tiras gruesas y alargadas. Cuando salieron a la vereda con Pedro, ya no quedaba casi nadie dando vueltas. El humo funcionaba como una capa de invisibilidad, se les pegaba a la piel, a la ropa, los volvía parte del paisaje. Ya no eran figuras recortadas contra un fondo, sino algo intermedio. Algo que podía moverse para atravesar un espacio, y era ese movimiento lo que les confirmaba que no eran el espacio todavía. 

Caminaron. Pedro llevaba el cuerpo de Julia como una mochila atada a la espalda. Le habían puesto sogas alrededor para sostenerla, de los brazos, de las piernas. Tenían que hacer dieciséis cuadras hasta llegar a la plaza de la Sirena y les daba miedo que se les cayera. Para ese entonces, la caminata ya era un esfuerzo excesivo, sobre todo con el peso de Julia. Su olor también se les pegaba como el humo, pero más de cerca, más profundo. Pedro tosía abajo del pedazo de tela verde que le tapaba la boca. Verónica ya se había acostumbrado. 

Caminaron. A las cinco cuadras se cruzaron con un policía, estaba arriba de un auto estacionado sobre la calle. Verónica se acercó. Le mostró el acta de defunción, la partida de nacimiento de Julia, sus tres documentos, el turno para la cremación. El policía trataba de mirar los papeles, de leer los nombres, comparar las fotos, pero no podía concentrarse. Los ojos se le iban a las sogas enroscadas y a la cabeza de Julia. Lánguida, colgaba de la espalda de Pedro para atrás en un ángulo que no tendría que haber adoptado nunca. Verónica se dio vuelta y los miró. A la distancia y bajo los efectos del humo, parecían hermanos siameses. Dos cabezas en un solo cuerpo.  

—Sigan.

Esa tarde, cuando les llegó el mensaje de confirmación para la cremación, abrieron la puerta del cuarto de Julia y el olor de su cuerpo se desparramó, ácido, sobre el resto de la casa como una mano pegajosa. Marina salió de su habitación arrugando la nariz y Pedro se la llevó a lo de su prima. Cuando se quedó sola, Verónica movió el cuerpo de Julia hasta el baño. Tenía las manos y los pies deformes y azulados, pero la cara estaba intacta. Apenas había adoptado un tono más transparente, como si estuviese tratando de desaparecer muy de a poco. La puso adentro de la bañadera. Había leído en una página de internet que si la lavaba con una mezcla de bicarbonato de sodio y sal el olor disminuía. No sabía por qué esas cosas todavía le importaban, pero le importaban. Abrió las canillas y esperó. Aunque Julia ya no podía ahogarse, le dejó la cabeza afuera del agua y esperó a que la temperatura fuera tibia. Un gesto inevitable y humano: un muerto sigue siendo una persona. Le pareció que por eso los funerales eran importantes. Otro gesto, el último.

Agarró una toalla y la empezó a mojar en un balde que había preparado con la sal y el bicarbonato. Primero le limpió los brazos y después las piernas. Para lo último dejó el pelo. Cuando se lo estaba enjuagando, la asaltó una revelación: era mejor que el olor no se fuera. Era tan fuerte que una no podía pensar en otra cosa ni olvidarse dónde estaba, y ella necesitaba saber dónde estaba. Corrió a cerrar todas las ventanas que había abierto Pedro para ventilar los ambientes y se encerró en el baño de nuevo. 

Vació la bañadera y usó dos toallas más para secar a Julia. La vistió. El olor no había disminuido, sino mutado. La sal y la fetidez de la piel le hicieron pensar en todo ese manojo de cosas que suele traer el mar. Una vez que la marea baja, quedan desparramadas por la playa. Bolsas, latitas, alguna ojota perdida, pedazos de plástico, botellas de colores. El olor de todas esas cosas que la gente descarta y se ahogan, y pareciera que ya no están pero un día vuelven. 

Le ardieron un poco los ojos y le dieron arcadas. Buscó el peine de dientes apretados y le desenredó el pelo. Se lo dividió en partes iguales para hacer dos trenzas cosidas. Las trenzas, cualquier tipo de trenzas, son más fáciles de conseguir cuando el pelo todavía está mojado. Agarró los primeros tres mechones y los empezó a mover con mano experta de un lado para el otro. Trenzar es terapéutico igual que tejer, igual que pintar mandalas, igual que regar. Cuando terminó, las enroscó por encima de la cabeza de Julia como una corona y se las enganchó con dos clips. Pensó en la cantidad de años que tardarían en descomponerse esos clips abajo de la tierra si las circunstancias fuesen otras. En si serían más o menos años que los que tardarían la ropa, las zapatillas, los aritos que nunca le habían sacado. La llevó al living y la acostó con cuidado sobre el sillón, arriba de una sábana limpia. Un muerto sigue siendo una persona, sí, ¿pero durante cuánto tiempo? 

Verónica empezó a desatar las sogas que unían el cuerpo de Julia al de Pedro, y entre los dos la acostaron sobre el piso con cuidado. Primero las piernas, última la cabeza. Los brazos le habían quedado marcados por la presión de los nudos, y la piel se hundía y cambiaba de color ahí en donde las sogas habían estado apretando. Esperaron. La plaza de la Sirena, como la mayoría de los espacios públicos, se había ido deteriorando. El pasto crecía por encima de los caminos de piedra y la mayoría de los juegos ya había empezado a perder su primera capa de pintura. Vistos de lejos, parecían animales prehistóricos congelados bajo la luna, desprendiéndose de la piel como las serpientes hasta mostrar el corazón. 

Esperaron. A los pocos minutos apareció una mujer vestida con un traje de aproximación al fuego, plateado y enorme. Les pidió el turno y los papeles, y después dibujó una cruz roja al lado del nombre de Julia en una planilla. Selló el certificado de la cremación y les dio dos etiquetas con sus nombres para que se pegaran en la ropa.

—¿Esperan a alguien más?

—No.

Dos hombres, vestidos con el mismo traje plateado, aparecieron por uno de los caminos de piedra arrastrando una camilla. Las ruedas se enredaban en el pasto crecido, así que de vez en cuando tenían que parar a destrabarlas antes de seguir empujando. Las caras estaban escondidas atrás de máscaras de respiración, y solamente saludaron a Pedro y a Verónica con una inclinación de cabeza. Envolvieron a Julia en una sábana roja sin decir nada, la subieron a la camilla y se la llevaron. Después, la mujer les hizo firmar dos formularios. Uno de riesgos y uno de cesión de derechos: el cuerpo de su hija era propiedad del Estado. “¿Y las cenizas?”, preguntó Pedro. También, pero se podían llevar un puñado si querían. Cuando la parte burocrática terminó, los acompañó a un gazebo improvisado en uno de los costados de la plaza. Adentro había algunas sillas, y una mesa con café de filtro (1,45 T) y galletitas de trigo sarraceno (1,52 T). Solamente estaban los familiares directos y no eran muchos. Esperaron. 

A la media, hora la mujer reapareció. El incendio estaba por empezar. Les explicó que no se podía pedir la palabra de forma individual, pero que iba a haber un presentador. Les mostró dos tipos de discursos estandarizados. El primero incluía un poema, y el segundo, una versión modificada de dos versículos de la Biblia. Votaron. Pedro levantó la mano por el primero, Verónica no levantó la mano en ningún momento y al final ganaron los versículos. Le pareció que tenía sentido. ¿Quién quiere escuchar un poema si puede escuchar que su hijo no está muerto?

La mujer los guió afuera del gazebo, hasta el lugar en donde habían preparado la cremación. Habían acomodado los cuerpos formando un círculo, adentro de una fuente que ocupaba todo el centro de la plaza. Una fuente grande de azulejos verdes y amarillos, con una escultura de bronce negro en el medio: dos hombres fundidos al calor chocaban espadas. Julia estaba al lado de un adolescente y una nena que tendría unos dos o tres años más que ella. Los habían acostado sobre tablones de madera irregular que les levantaban ciertas partes del cuerpo —la cabeza, alguna pierna— y dejaban otras partes hundidas. Alguien, uno de los organizadores, había tenido, también, la idea de estirarles los brazos a todos para que pareciera que se estaban dando la mano. La muerte puede ser puesta en escena. Ese alguien no había pensado, sin embargo, en la rigidez. Las células dejan de recibir oxígeno, los músculos se contraen. Algunas manos se agarraban, entonces, pero otras apenas se superponían, torpes. A un nene, el más chico de todos, ni siquiera le pudieron despegar los brazos —cruzados sobre el pecho— del cuerpo. Había pasado los últimos dos días en la caja de un camión frigorífico y estaba petrificado en un abrazo propio, mirando uno de los edificios espejados que cercaban la plaza. La muerte puede ser un error de cálculos. 

Ubicaron a los familiares atrás de dos cintas de seguridad en una especie de primera fila. Alrededor, un círculo de gente —amigos, conocidos, familiares menos directos— los envolvía dejándoles espacio. Los organizadores estaban apostados de espaldas a la fuente, cada uno a dos metros de distancia del otro. Eran varios y todos vestían los mismos trajes plateados, las mismas máscaras de respiración que les escondían las caras y producían cierto efecto acústico cuando hablaban. A Verónica le hizo acordar a las voces de los astronautas en las películas.

El funeral empezó. El vocero que presidía el incendio se paró en una tarima y pidió silencio por el altoparlante, aunque ya nadie hablaba: todos miraban los cuerpos ordenados dentro de la fuente. Se puso la máscara y, como una consecuencia del mismo efecto acústico, su voz también se volvió astral. Leyó: “Les digo, hermanos, que todos seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta. Les digo, hermanos, el misterio de la vida, después del final”. Leyó: “Entonces Jesús le dijo: yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”.

Seña muda: el vocero levantó los brazos en el aire y los apuntó a la fuente. Los organizadores se dieron vuelta, entonces, y empezaron el incendio. Enseguida, las llamas se tragaron los cuerpos, que se volvieron sombras adentro del fuego. El aire se llenó de otra capa de humo, más espeso, y Verónica sintió el olor de las ciruelas (6,94 T) fermentadas —de cuando apenas se habían disparado los índices— mezclándose con el de la carne quemada. Tosió. La luz era tanta que tuvo que entrecerrar los ojos. Una mujer vomitó cerca suyo, pero ni siquiera la miró. Sintió frío y sacó las manos de los bolsillos, las estiró en el aire más cerca del fuego, buscando calor por efecto de contagio. No funcionó. El aire fresco de la noche los mantenía apretados unos contra otros, parecían un solo cuerpo, una sola despedida. 

Los edificios espejados que cercaban la plaza reflejaron el incendio, lo multiplicaron por cinco. Cinco Julias cinco veces muertas. El dolor, en cambio, no se multiplicó. Para que algo se multiplique tiene que tener forma, para que el algo tenga forma tiene que tener algún borde, haber aprendido a decir “hasta acá”. Los azulejos de la fuente estallaron por efecto del calor, y la escultura de los cuerpos negros empezó a fundirse, a perder altura y consistencia. Por atrás, se asomó a lo lejos otra escultura más, la que le daba nombre a la plaza, la de la sirena. Las plantas le habían comido uno de los brazos, el que sostenía un tridente apuntando al cielo. De alguna forma, aquella invasión de la naturaleza la completaba, la volvía todo lo terrible que tenía que ser. Antes siempre había resultado un poco ridícula, la ferocidad de los ojos marinos desencajando con el orden humano a su alrededor. Le faltaba un contexto que estuviese a la altura de su crueldad: había sido hecha para el futuro.

Cuando Julia terminó de consumirse, Verónica le pidió a Pedro que se fueran, pero él quería quedarse hasta el final, llevarse un puñado de cenizas. 

—¿Para qué? 

—Es un recuerdo.

Diferencias irreconciliables: ella no quería acordarse de que Julia estaba muerta. Empezaron a caminar. Verónica sentía que avanzaba como por afuera de su cuerpo, y tal vez ese fue el verdadero principio de sus confusiones, de contarse historias y no saber cómo darles un final. Hasta aquel momento nunca habían dejado a su hija sola, pero esa noche se fueron de la plaza sin ella. Mientras Pedro la empujaba despacio del brazo para que siguiera avanzando, Verónica empezó a señalar para atrás, a decir “y si nos extraña”, a decir “cuando se apague el fuego va a tener frío, vayamos a buscarle un abrigo”.

En las afueras de la plaza, en frente de un edificio de varios pisos que en otro momento había sido un shopping, algunas personas habían instalado un puesto de pintura: escribían, sobre las paredes, los nombres de los muertos. Pedro le pagó, entonces, a una mujer que se subió a un andamio, y dibujó el nombre de Julia con aerosol azul abajo de una ventana, entre el segundo y el tercer piso. Para las fechas usó rojo. Un nombre, dos fechas. Nada más. 

La mayoría de la gente cree que, cuando llegue la muerte, todavía le va quedar fuerza para un último gesto poético. Una frase, un epitafio digno, pero no. Esas cosas, piensa Verónica, están reservadas para el cine, para el espectáculo del dolor. La muerte, en su escenificación más cotidiana, mata cualquier forma de poesía. La muerte siempre es la muerte de algo más.

Con cada intento de Pedro para que algo de Julia permaneciera, Verónica sentía que su hija se iba fragmentando, convirtiendo en cosas cada vez más insignificantes que no tenían nada que ver con ella. Un nombre, una fecha de nacimiento, otra de muerte: un manojo de cenizas. Al final, no importaba. Para ella Julia iba a ser Julia toda entera, o no iba a ser nada. Apenas una sombra consumida en el corazón del fuego.

Cuando llegaron a la esquina de la plaza, se separaron.

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