Parte 5

12min

Un día, entre las ocho y las nueve de la noche, empiezan a ladrar los perros de la cuadra y su presencia, hasta ese momento silenciosa, se vuelve tangible. Aúllan, cada noche, con intensidad lobuna, como si de un golpe hubieran recuperado la ferocidad que les fue arrancada con la domesticación. Verónica los escucha incluso desde el quinto piso de su departamento y se pregunta si querrá decir algo, si los números ocho y nueve tendrán algún significado antiguo y premonitorio. Piensa en el costado salvaje de las cosas, en cómo las sombras siempre estallan, tarde o temprano. 

Ya no es seguro salir durante la noche. Los vecinos intentaron comunicarse con la municipalidad, pero nadie quiere hacerse cargo de los perros y su venganza ante el abandono fue apropiarse de la ciudad. Terror: una semana atrás, un hombre amaneció tirado en medio de Parque Irigoyen. Le faltaba la cara y la mitad de una pierna. Los perros tienen hambre, piensa Verónica, y el hambre es una de esas cosas difíciles de domesticar. De día, sin embargo, por algún motivo desconocido, desaparecen, son los vampiros del nuevo mundo. A ella, a pesar de todo, no la asustan. Decidió, incluso, en un arranque de pena —o en un intento por sentir que todavía es capaz de alimentar algo—, darles de comer. Al principio le costó acercarse, pero a las pocas semanas la convivencia se construyó como algo definitivo. 

Ritual: a la madrugada, Verónica baja por el ascensor del edificio con una bolsa de alimento balanceado escondida adentro de una mochila deportiva. Recorre la cuadra armando montoncitos en la oscuridad, reparte la comida. Los perros esperan a distancia y solamente cuando ella se aleja empiezan a comer. El resultado, piensa, es algo parecido a la libertad: ahora puede volver a caminar la ciudad anochecida, porque los perros la siguen de cerca. Como guardias de seguridad, la rodean mientras avanza, la escoltan cuidadosos.

Después de comer, Verónica y los perros suelen dar una vuelta por el barrio, otro ritual más. Cuando es noche de apagón casi pueden verse las estrellas. No es como en el campo —esa blancura imposible destiñendo la oscuridad— pero igual le gusta. Ahora, el frío invernal convierte las bocas de los perros en cuencos humeantes. Le hacen pensar a Verónica en desayunos calientes, en platos de sopa, en la sensación de tener el cuerpo lleno y relajado. Estas noches tuvo que empezar a abrigarse demasiado para poder salir. Los inviernos ya no son lo que eran, pero entre la incapacidad de su cuerpo para generar calor y el hambre, le da miedo desmayarse en algún rincón, congelarse en la quietud. Mientras camina, estira los brazos a los costados para encontrarse con los hocicos húmedos de los perros, con su respiración nebulosa. Algunos le dan golpes suaves en las palmas de las manos y otros le chupan los dedos, la saliva es cálida y se congela rápido con las corrientes de aire. En la oscuridad, el contacto es la forma de la presencia.

Dan una vuelta a la manzana, se aventuran por calles desconocidas, entran a un parque. Cuando Verónica se cansa mucho, se sienta en los bancos de piedra. Los perros se acuestan en fila a sus pies, uno al lado del otro, y ella pasa las manos por los pelajes: negros, marrones, rojizos. Olor de perro, respiración de perro. Comparten silencio y ella piensa, de nuevo, en el costado salvaje de las cosas: cómo a mucha gente le cuesta amar lo que no habla.

El jueves hay una reunión de consorcio: todo el edificio quiere salir a cazar a los perros. Verónica busca a Julia, su vecina, entre las caras de los demás, pero no la ve por ningún lado. La familia del 2°C, se entera entonces, tiene ocho rifles. Sin dudarlo, los ofrece para despachar el asunto. A nadie parece llamarle la atención la cantidad de armas, ni la cercanía con la que habían convivido con ellas hasta el momento, en la ignorancia. Programan, rápidamente, la cacería para el sábado. Están asustados y tienen razón, los perros son peligrosos. Ella también debería haber tenido miedo, pero ya es tarde para eso. 

El viernes a la noche, después de darles de comer, se los lleva lejos. Tiene una mochila llena de correas y collares, y cuando llegan a una plaza los ata a todos, uno al lado del otro, contra una reja. Trata de no hacer los nudos demasiado fuertes. Eventualmente, los perros podrán romper las correas. Pasa nuevamente las manos por los lomos en un gesto de despedida, el último, y se va. No entiende, todavía, si deja a los perros en el parque para que no los maten, o para que no los maten cerca de ella. 

El sábado, a eso de las siete, arrancan los preparativos. Verónica escucha el movimiento del edificio, la actividad del ascensor, de los pasillos. Los pasos hacen temblar las paredes, esas fronteras que pretenden decirles dónde empieza el derecho por el espacio y dónde termina. Si no fuera porque sabe lo que está a punto de pasar, casi podría abandonarse a la fantasía del mundo siendo un poco lo que era: los edificios son lugares que albergan gente, la gente camina hacia el interior de los edificios, se saluda en el ascensor, tiene gestos de vecino. Abre puertas y no siempre se acuerda de cerrarlas. ¿Dejar una puerta abierta es un descuido o una forma de vida?   

Después de bajar las persianas de su departamento, traga dos pastillas y se acuesta. Se hunde abajo de las frazadas, un mar casi cálido. A lo lejos, le parece escuchar el sonido metálico de los rifles y la voz del hijo del 2°C, mientras da instrucciones acerca de cómo cargar las balas, cómo disparar. Es posible que algunos perros ya hayan logrado soltarse. ¿Sabrán volver? También es posible que los vecinos los encuentren, pero por ahí eso sea lo mejor. El estómago le arde y se da vuelta, tratando de encontrar una posición menos dolorosa. Lo malo de tomar pastillas sin comer son las úlceras pépticas, aunque le parece un precio justo, o al menos soportable.

A las ocho y media empiezan los disparos. La cuadra se llena de silbidos, son las balas rompiendo el aire. Cuando los silbidos desaparecen, todavía se escuchan algunos ladridos rebotando entre el cemento. ¿Son los ladridos de sus perros, o son algo más? Los aullidos llegan desde la calle con la misma intensidad lobuna de siempre: el sonido es algo que el dolor y el hambre tienen en común.

Le parece un acierto no haber mirado demasiado de cerca a ninguno de los perros, haber abrazado la oscuridad de la ciudad como a una amiga para defenderse del filo de las imágenes precisas. Mientras los ladridos se disuelven en el ambiente, se vuelven aire y se van, las caras de los perros empiezan a mezclarse de a poco adentro de ella. Lo único que le queda es el color de los pelajes, superpuestos, y su mano ondulando por encima de los lomos. Se consuela pensando que, para cuando amanezca, probablemente incluso esa imagen habrá desaparecido. Mentiras benéficas: es difícil olvidarse de las cosas que crecieron entre el dolor, pero fueron algo completamente distinto al dolor. Cuando las pastillas hacen efecto, ya no ve nada.

Un reajuste en la mirada. Eso es. Igual que cuando se repite una palabra muchas veces, se desarma y adquiere un sentido nuevo, pero para responder cuál hay que estar dispuesto a abandonar el anterior: darle otra posibilidad al sonido. Así, los gestos cotidianos también se desarman, y cuando se juntan significan otra cosa. Por ejemplo: Verónica todavía hace cosas que solía hacer, como dejar que sus manos busquen automáticamente el control remoto sobre la superficie de los muebles, como prender la televisión en cualquier horario. En otro tiempo la televisión fue un zumbido en el ambiente. Ahora, es un momento específico. 

La televisión. A las nueve de la noche empieza la Cadena Nacional, el único momento del día en el que la luz no se corta casi nunca. Verónica se sienta en el sillón de dos cuerpos y prende el aparato: un rectángulo de luz gris, una lluvia estática sin señal. Ocho cuarenta y cinco. ¿Qué hacía la gente antes para llenar el tiempo? ¿Qué hacía ella? Se acuerda de cenas con amigos, de ir a caminar a las plazas, de meterse en algún cine y casi siempre arrepentirse —pero otras veces salir de la sala como iluminada por algún misterio—. En ese momento todo vibraba: una podía clavar la mirada en cualquier lugar y hundirse, desaparecer. 

Pero esas, piensa, no eran cosas que hacía para ocuparse. ¿Por qué las hacía entonces? Ya no se acuerda. Lo que sí se acuerda es que antes el problema no era llenar el tiempo, sino encontrarlo. Otro reajuste: antes el tiempo era un escondite, ahora es un pozo. 

La puerta. Dos golpes secos, un silencio, otro golpe más. Verónica se queda quieta sobre el sillón. Ocho cincuenta y uno, la estática gris relampaguea en el televisor. Es Julia, la vecina. La escuchó salir de su departamento hace apenas unos segundos. Tiene que ser ella, ¿quién más? De repente, los recuerdos de su propia mano abriendo cientos de puertas a lo largo de la vida se asoman como espíritus ejerciendo cierta fuerza que imanta, la costumbre. Se para, por inercia. Ocho cincuenta y dos. Verónica no tiene que pensar: cuando una puerta suena, algo se abre.

Hay cierta tranquilidad en conocer un espacio, saber con qué te vas a encontrar atrás de cada puerta. Una casa puede ser una amiga o un extraño, y por eso no querías mudarte. Es más fácil entenderlo ahora: yo también me aferraría a una amiga, si pudiera.
Pero una casa puede ser algo más. Algo como una de esas cajitas de cartón que envolvíamos en bolsas de plástico con Lena y enterrábamos en el jardín cerca de los perros, atrás de los pinos. En cada una metíamos cosas que habían sido importantes para nosotras durante el año. Cartas, sobre todo, algunas fotos. Vos decías que nada que entrase en una caja podía ser tan importante.
Después de envolverlas en plástico, entonces, abandonábamos las cajas bajo tierra: la vida seguía igual, y al poco tiempo yo me olvidaba de las cosas que había guardado. Tu casa, pienso, podría ser algo así, pero sin la necesidad de hacer ningún pozo. Solamente tendrías que cerrar la puerta, girar la llave y empezar a caminar. Seguramente también te olvidarías rápido de lo que dejaste adentro y la vida iría para algún otro lugar. Nada que entre en una casa puede ser tan importante.

Julia no tiene cable todavía. La empresa que iba a ir a instalarlo en su departamento hace algunos días nunca fue. El mundo de ahora se parece en eso al de antes: si una quiere algo, tiene que insistir. Verónica guía a Julia hasta el sillón. Se sientan y esperan en silencio. Ocho cincuenta y cuatro. Julia pone la pierna derecha arriba de la izquierda, se acomoda un mechón de pelo atrás de la oreja. El movimiento, el roce de su cuerpo contra su cuerpo le arranca una mezcla de olores: cigarrillos mentolados y postre —flan y vainilla—. Verónica le mira las manos disimuladamente. No tiene manchas de nicotina, amarillentas, pero las uñas cortas están carcomidas hasta el borde de la piel con la marca de los nervios. ¿Tenía ese olor cuando se cruzaron en el ascensor? Ahora que está en su departamento le resulta fácil distinguirlo, porque es lo único de todo lo que la rodea que no le es propio.

El olor de los cigarrillos batalla contra el resto de los olores que anidan en el departamento. La vainilla, en cambio, se disuelve más fácil. No llega a tocar nada: apenas flota un rato en el aire se vuelve aire. Ocho cincuenta y siete. Verónica sabe que cuando Julia se vaya el olor de los cigarrillos va a seguir ahí. Una marca invisible para casi cualquiera. Casi, pero no. E incluso si alguien la visitase en el departamento —aunque eso no había pasado nunca— y le preguntase por el olor de los cigarrillos, Verónica podría mentir. Podría decir: “Es mío, empecé a fumar”, y entonces la marca sería un indicio genuino solamente para ella. Los demás sentirían el olor de los cigarrillos y verían una mentira, pero ella la vería a Julia. Nacería, casi por casualidad, un secreto entre las dos, aunque Julia no lo supiese. Verónica sería alguien con un secreto. Ocho cincuenta y nueve. Otro reajuste: antes los secretos compartidos eran el resultado de cierta complicidad, ahora son una forma más de soledad. 

Mientras Verónica fantasea con comprar cigarrillos mentolados que resguarden su secreto, la estática gris del televisor relampaguea por última vez y se transforma en una imagen. Al lado suyo, Julia se reacomoda en el sillón. Descruza las piernas, apoya la espalda contra los almohadones del respaldo y se hunde. 

Los últimos días. El mundo se había reducido al rectángulo del living, la parte viva del departamento. Yo había corrido el sillón y el televisor para poner la cama de Julia enfrente del ventanal y que pudiese ver un pedazo de cielo. Un recorte mínimo atravesado por cables oscuros. A la mañana, abría el ventanal para que la luz del sol quemara algo de la enfermedad. Había que airear el encierro, remover las frazadas, sacarlas al balcón. Eso habían dicho en el hospital antes de firmar el alta, porque no había nada más que hacer. También habían dicho que la voluntad de vivir es un milagro, o que la voluntad de vivir hace milagros, a veces.
Mientras tanto, yo le contaba chistes a Julia para que su cuerpo produjera endorfinas. Lo engañaba para que se creyera feliz, y que esa felicidad falsa se transformase en una voluntad de vivir verdadera. Antes, la idea de la felicidad me había parecido siempre un desvío más que un destino, pero ya no importaba. Lo único importante era el milagro, y un día llegó: estábamos las dos acostadas en la cama de las mariposas cuando empezaron los ruidos. Era el departamento de al lado, una vecina nueva lo estaba ocupando. Julia dormitaba, pero apenas los sonidos llenaron el living se puso de costado y abrió los ojos. Yo la venía monitoreando con cuidado y por eso vi que algo era distinto: sus párpados, normalmente arrugados, estaban estirados para afuera, como sorprendidos. 
Milagro: Julia movió las sábanas con un brazo y se paró. Julia, que no había podido pararse en meses, estaba ahora parada al lado de la cama, mirando con atención la pared que dividía nuestro departamento del departamento que estaba siendo ocupado. Caminó casi sin tropezarse, los brazos tratando de buscar equilibrio como si el tiempo hubiese retrocedido y estuviese aprendiendo a caminar, otra vez. Por un segundo pensé que podía llegar a ser así: el tiempo retrocedía, Julia apenas tenía un año, apenas estaba entendiendo de lo que era capaz un cuerpo. Un segundo y nada más. El tiempo solamente va para adelante, o tal vez no para adelante, pero no vuelve nunca al mismo lugar. 
Julia atravesó el living tambaleante y apoyó las manos contra la pared que hacía de frontera entre los dos departamentos. Todavía se escuchaban sonidos de pasos, de cajas, de algo estirándose como una tela y rozando el aire con un zumbido. Julia empezó a seguir, entonces, el ritmo de los ruidos en una especie de coreografía. Prácticamente anticipaba lo que iba a pasar del otro lado de la pared. Por cada paso daba un golpe, por cada caja arrastraba un pie, por cada zumbido estiraba los brazos tirantes en el aire, los dejaba suspendidos durante un segundo y después los relajaba al costado del cuerpo. Yo la miraba callada y casi sin respirar. Tenía miedo de arruinar su baile, de hacer un sonido de más que rompiera el patrón, hasta que en un momento giró y me miró como si, de repente, se hubiera acordado de mi existencia. Y de la cama, y de la enfermedad. Dio un paso en mi dirección pero se olvidó de los brazos, de usarlos para buscar equilibrio, y se cayó. Del otro lado de la pared, el departamento vecino quedó en silencio.

Los perros desaparecen, la gente habla del hombre amanecido en Parque Irigoyen. A pesar de que le faltaba la cara alguien lo reconoció. Verónica se pregunta si podría reconocer a Pedro o a Marina si no tuvieran cara. En otro tiempo seguramente habría podido. Ahora ya no está segura. Hace el ejercicio mental de evocarlos, pero le cuesta y se da cuenta de algo: ya casi no piensa en ellos y si piensa es en partes aisladas. Anota la primera imagen completa que le viene de cada uno: Marina aparece como una fotocopia mal sacada de su hermana, los bordes todos corridos. Pedro, como si todavía tuviese veinte años. 

Verónica cree que la única persona a la que podría reconocer en ese momento y sin cara es a Julia. No a Julia hija, sino a Julia vecina. La reconocería por el olor de los cigarrillos mentolados. Todavía queda un poco en el departamento, aunque a veces le parece que se borró del todo. Durante esos momentos, las habitaciones vuelven a ser lo que fueron: completamente suyas, sin la marca de nadie más. Pero después, cuando pasa un tiempo en la calle y vuelve a entrar, el olor reaparece. Entra al departamento y piensa: “Ah, todavía no se fue”. El olor vuelve cuando ella vuelve. Vuelven juntos. 

Los perros, en cambio, no volvieron más. No volvieron, pero tampoco desaparecen. Viven en el recuerdo de la gente, multiplicando la realidad hasta el infinito. Se desdoblan, y por cada uno hay mil. Verónica camina hasta el parque y se encuentra con las correas atadas al alambrado. Los perros no desaparecen. Están, pero en otras formas. La ausencia, por ejemplo, es una. La muerte es otra. 

La muerte, el hombre. Alguien lo reconoció, o eso se dijo por ahí. Las cosas ahora están en el boca en boca como hace mucho tiempo, los vecinos plantan campamento en las esquinas, se comentan las novedades en ronda. ¿Qué había pasado con el hombre cuando lo reconocieron? Seguramente había empezado a tener un nombre, un año de nacimiento. ¿Y después de eso, qué pasó? Hubo un tiempo en el que la muerte estuvo llena de decisiones. Qué cajón comprar, hacer o no un funeral, maquillar al muerto o prenderlo fuego.

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