Parte 3

20min

Amasar las emociones es un trabajo difícil. El secreto, para empezar, es concentrarse en el aire, o en el cuerpo, o en el aire entrando en el cuerpo. Era algo que Verónica había aprendido en el grupo de apoyo y que hacían al principio y al final de cada una de las reuniones. Se acostaban sobre el piso, en colchonetas de goma, a respirar. 

Los grupos de apoyo habían aparecido algunos meses después de que se dispararan los índices de toxicidad. Eran opcionales, pero obligatorios para poder acceder a la terapia psiquiátrica que ofrecían los Centros de Bienestar. Al principio Verónica iba solamente por eso, pero después se dio cuenta de que las reuniones le gustaban. Le gustaban las sillas de madera sólida en las que se sentaban —siempre en círculo—, las paredes con carteles llenos de frases que pretendían motivarlos y la mezcla imperturbable de dos olores: café de filtro (1,45 T) recién hecho y aromatizante de lavanda. Le gustaba, sobre todo, el ritual de tener algo que hacer.

Ahora, Verónica estira las manos sobre su colchoneta y cierra los ojos. Siente cómo una corriente de aire le va abriendo, desde abajo hacia arriba, las distintas capas de costillas hasta llegar al pecho alto. Retiene la respiración por uno, dos, tres segundos y después exhala: se vacía. El aire le raspa la garganta, semicerrada, y hace un sonido seco mientras la abandona. El encargado de llevar adelante la meditación les pide, como todas las semanas, que traten de relajarse y le cierren la puerta a la realidad. Eso dice: “Ahora cerramos la puerta. La realidad queda afuera y nosotros adentro”. 

A Verónica siempre le llamaba la atención esa solicitud, y pensaba que si la hubieran puesto a ella a dar indicaciones habría pedido todo lo contrario. Porque la realidad es compacta y sucede una sola vez. Pero lo demás, lo que pasa adentro nuestro, las historias que nos contamos y con las que organizamos la experiencia, el monstruo de la memoria deformado por el tiempo, eso, eso es lo que se repite y se va a seguir repitiendo.

Cuando el encuentro termina, Verónica se acerca a la recepción del Centro para sellar su libreta de asistencia. Pide un turno para ver a Mariano.

Un lugar recortado del resto de los lugares, flotando como una puerta que da a otra dimensión: el único espacio que se parece al pasado son las farmacias. Solamente quedan las de cadena —Salud Vital, Farmavisión—, y en ambas los empleados usan chalecos brillantes, casi fluorescentes. Rojos en Farmavisión, azules en Salud Vital. 

Verónica suele recorrerlas despacio, las dos le parecen lugares seguros, de tranquilidad higiénica, en donde puede hacer como que todo es igual que antes. Cada vez que visita alguna, camina los pasillos en un orden que no tiene nada que ver con la practicidad, sino con la distribución de los productos: de los menos interesantes a los preferidos. Empieza siempre por la sección en donde amontonan el algodón, deja para lo último el rincón de cosmética dermatológica —paraíso de cremas con olor a maracuyá y jabones de glicerina—. Recién cuando termina con su recorrido, se acerca al mostrador a llevar las recetas. Los farmacéuticos, igual que el resto de los empleados, usan los chalecos de colores. Rojos y azules. Verónica no se acuerda nunca el nombre de ninguno, pero los reconoce a todos por algún detalle.

Recetas: su psiquiatra del Centro de Bienestar no le presta mucha atención, prescribe cualquier fármaco que le pide —oxidosina para dormir, le dice que tiene insomnio. Biofranol para salir de la cama, le dice que está cansada—. Dormirse, levantarse, dormirse otra vez. Un ciclo. Lo que no le dice: dejar de estar mal no es lo que más le interesa. Lo que más que le interesa: poder estar mal sin que nadie se dé cuenta. 

Compra las pastillas aunque a veces no las usa, prefiere acumularlas. Sobre todo las que son para dormir. Las guarda para cuando tiene un mal día y necesita varias seguidas. Un día que es mejor saltearse, como cuando se mudó al departamento —y abrió un libro, y se cayó un dibujo, y vio una caricatura suya con apenas tres dedos, dándole la mano a la mano de cuatro dedos de Julia—. Antes su casa estaba llena de dibujos como esos. ¿A dónde habrían ido a parar? 

Tragar una pastilla es como apretar una tecla: se apaga entera y de golpe, casi desaparece. Dormirse, despertarse, apretar una tecla, dormirse una vez más. Otro ciclo. Pastillas rojas y azules como los chalecos, salvavidas, algo con lo que mantenerse a flote o un pozo de tierra en el que adentrarse. Alicia sigue al conejo blanco y el mundo es una maravilla. A veces. Algunos días. El resto del tiempo busca el sueño, o mejor dicho, lo espera igual que esperaba las doce en navidad cuando era chica: los fuegos artificiales perforaban la oscuridad de la noche como víboras de colores.  

Pastillas: el sueño es un regalo otorgado por una mano que sostiene una lapicera. Azules, la mano se parece a la de Mariano. Rojas, Mariano es su psiquiatra del Centro de Bienestar. Escribe con letra imprenta y precisa las recetas —un sello personal—. Otro sello: nunca pone en duda lo que Verónica le pide. Pastillas de colores, como fuegos artificiales, perforando la noche de su cabeza. 

Es viernes y Verónica tiene un mal día. También tiene una receta en la mano, doblada en cuatro partes iguales. Abre la puerta de Farmavisión y el olor a desinfectante se le mete en el cuerpo. De nuevo la tranquilidad higiénica y ordenada de las góndolas. Se relaja. Es como cuando era muy chica y su mamá le dejaba la ropa planchada arriba de la cama, o su papá pasaba un trapo con Blem sobre el escritorio, o alguno de los dos le acomodaba los juguetes que había dejado desparramados en el piso. 

Ella volvía de la escuela y apenas abría la puerta de su habitación se daba cuenta. Se sacaba las zapatillas y el guardapolvo, trepaba arriba de la cama y miraba todo, maravillada con ese orden superior. El olor del Blem y del suavizante de la ropa se mezclaba con el olor a pasto y a productos de pileta del jardín. Siempre después de limpiar alguien abría las ventanas para que circulara el aire. 

El orden la ordenaba, le daba cierta calma que todo estuviera en su lugar, poder cerrar los ojos y ubicar cada cosa con la punta del dedo. Todavía no sabía generar ella el orden, apenas mantenerlo durante un par de días, pero le parecía maravilloso, una especie de superpoder que se adquiría con la adultez. Ser capaz de ubicar cosas, darles un lugar en la vida, poder decir “este cajón es para las medias”, “este es para los juegos de mesa”, “acá van los abrigos”. Ella no decidía dónde iba nada y no se le ocurría tampoco reclamar poder de decisión: decidir sobre el orden del mundo era una regalo, envuelto en papel brillante, que abriría sólo cuando fuera grande.

Ahora, estira la mano para darle al farmacéutico la receta. Chaleco rojo, hoy está de turno el hombre de dedos pálidos y alargados. Con sus manos de araña blanca, desdobla el papel y desaparece en la parte de atrás de la farmacia. Verónica estira el cuello para mirar todo lo que puede: más estantes, llenos, hasta el techo. Una vez volvió de la escuela y su ropa estaba arriba de la cama, pero los juguetes seguían en el piso. Crecer puede ser un detalle cotidiano salido de lugar. El farmacéutico reaparece, no le queda más oxidosina.

—Te la puedo encargar, pero no están entregando.

La noticia de la intervención despierta en la mayoría de la gente dos sentimientos encontrados: por un lado, alivio, por el otro, pánico. Les horroriza la idea de alterar su memoria a voluntad, de internarse un día y dejar que alguien cambie de lugar las palabras con las que construyeron el mundo durante tantos años. Les parece un acto casi profano, aunque les ahorre dolor.

Ahora, todavía en la cama, Verónica gira y se levanta con cierta dificultad. El peso de las frazadas la aplasta y cada vez necesita que sean más para poder dormir: siente frío todo el tiempo. Lo que no tienen en cuenta en todo caso, piensa, es que la memoria es selectiva. Quién sabe cómo recordaremos. Las cosas que su mente guarda —los fósiles espejados— siempre tuvieron vida propia, y cuando no las está mirando podrían esconderse, tal vez desaparecer. Esta última idea le recubre el cuerpo de un nerviosismo líquido, algo que chorrea. Las palmas de sus manos se vuelven húmedas y las seca contra el borde del pijama mientras camina hasta el baño. Abre las canillas de la ducha y mezcla el agua. En algún tiempo, le parece que esa memoria sobre la que no tiene ningún control será también la que determine su pasado, quién fue. ¿Quién fue ella hace cinco años? ¿Y Julia… quién era?

Después de sacarse la ropa y patearla contra un rincón, estira una mano para comprobar la temperatura. Tibia. Entra en la ducha y cierra la cortina. Durante los primeros minutos, el agua se sigue calentando y se le clava en la piel como agujas. De una forma u otra, piensa, el mundo ya le fue arrebatado apenas dejó de ser mundo para convertirse en un recuerdo.

Era absurdo, además, pretender que el recuerdo de alguien fuese ese alguien. De nuevo cerrar la puerta a la realidad, quedar de cara con el adentro: lo que permanecía de Julia no era más que un producto deforme, hecho con pedazos deformes, que nunca podrían encajar en su lugar original, ni reproducir con exactitud lo que es una persona. Ajusta, una vez más, las canillas: el agua se enfría un poco y le calma el cuerpo. Enseguida, sin embargo, empieza a temblar. De nuevo abrir la puerta, quedar de cara a la realidad: Julia, verdaderamente Julia, ya no existe.

Cuando termina de ducharse, se envuelve rápido en una bata y corre la cortina. Del otro lado, el espejo del baño está blanco y todo es vapor. Piensa, de repente, en calles y calles llenas de humo y se atraganta. Da dos pasos rápidos y abre la puerta, que se olvidó cerrada, y termina hecha un nudo de brazos que se agarran entre sí sobre el piso del pasillo. Recién cuando el aire vuelve a ser una capa invisible, que no esconde nada, es capaz de respirar con tranquilidad y de pararse. 

Camina hasta su habitación, despacio, y busca algo que ponerse en el placard. Hace mucho que no va al lavadero del edificio y la mayoría de su ropa tiene un olor agrio, a transpiración y a mugre. Elije una camisa de flores que ya estaba en el departamento cuando se mudó y unos pantalones que le quedan demasiado flojos, como todos, y tiene que sostener con un cinturón. Se pone un tapado de paño, una bufanda verde y botas negras que le llegan a la rodilla. Antes de salir para la Sala de Alimentación Parentenal, agarra el turno —un pedazo de papel que tuvo que imprimir de la página del Ministerio de Salud— y se lo guarda en el bolsillo. 

Una vez afuera, mientras avanza por las calles, piensa en algún paliativo posible, momentáneo, que pueda servirle hasta la llegada de la intervención: un rincón seguro sobre el cual replegarse, durante un tiempo, para no pensar. Le parece que debería ser algo simple, que no represente un esfuerzo excesivo. Algo como cultivar la imaginación, por ejemplo, como un hilo que se enreda en el recuerdo del mundo y corrompe de a poco su tejido original. Se acuerda, de inmediato, de la noche en la puerta del Centro y de la visión que tuvo de Marina creciendo, tan rápido. Sobre todo, se acuerda de cuando se contaba historias después de la muerte de Julia y se olvidaba de cómo darles un final. Si algo aprendió desde la ola de calor, es que toda solución viene con sus efectos adversos. Los agroquímicos, las pastillas, las historias que inventamos.

Camino a la Sala, Verónica aprovecha para visitar el puente de las Camelias. El pelo, todavía mojado de la ducha, le gotea por los hombros y la bufanda. Apenas se habían mudado a la capital con Pedro, había conseguido trabajo en un restaurante que quedaba a menos de tres cuadras de ese puente. Así fue como lo conoció. Sus compañeros solían almorzar en la cocina, preferían no usar el tiempo de descanso en seguir moviéndose, pero ella insistía en ir a visitarlo. Más durante el verano, cuando los hornos caldeaban el restaurante hasta volverlo algo pegajoso. 

Le gustaba subir las escaleras de cemento, apoyarse contra la baranda y ver a los oficinistas del edificio de enfrente. Las paredes que daban a la calle eran de vidrio y todos parecían moverse adentro de una pecera. Después bajaba a sentarse en la plaza de la esquina y comía sobre el pasto. Con cuidado, se enrollaba las mangas de la camisa blanca del uniforme para tomar sol. 

Apenas llega al puente, Verónica sube los escalones como tantos años atrás y se acomoda contra la baranda. Arriba sopla un poco de viento y un escalofrío le recorre el cuerpo, pero no tiene nada que ver con el clima. El edificio de enfrente está abandonado y, a través de los vidrios, puede ver ciertas cosas que quedaron de cuando todavía funcionaban ahí las oficinas. Algunos escritorios, cajas, una repisa llena de biblioratos. El puente de las Camelias no se llama así, pero es el nombre que Verónica le da, ahora, en un intento por empezar a cultivar algo propio. 

En otro intento, uno más necesario y peligroso —que se siente como dar un salto—, cierra los ojos. Se agarra fuerte de la baranda y se cuenta una historia sobre los últimos días. Así, deja de pensar.

Los últimos días. El mundo se había reducido a las cuatro paredes del cuarto de Julia, blancas, brillantes, entre las que manteníamos la luz apagada y el aire acondicionado prendido durante todo el día. Las persianas estaban siempre un poco entreabiertas para ablandar la oscuridad. Antes de entrar, yo abría la puerta muy de a poco, haciendo el menor ruido posible para que pareciera que nunca me había ido. Después esperaba en el umbral, uno o dos minutos, hasta que los ojos se me acostumbraban. Recién ahí empezaba a caminar, despacio y descalza. Me acostaba al lado de Julia en la cama, una cama infantil de madera endeble pintada con dos mariposas, una roja y otra azul, a la que solamente podía entrar doblando las piernas para adelante, acurrucándome contra un rincón, pegando la espalda a la pared y los brazos a la cintura. 
A ella no parecía molestarle la falta de espacio. Los chicos tienen cierta fascinación por el amontonamiento: todavía no dibujaron los límites de su propio cuerpo y eso convierte a los cuerpos de los demás, un poco, en el suyo. A mí, la falta de lugar siempre me había resultado un acto violento. Necesitaba que entre una persona y yo hubiese un claro vacío, algo así como el espacio seguro que las células se dejan para intercambiar fluidos en la tarea de sobrevivir. 
Por ahí por eso los embarazos me habían resultado casi tortuosos. Me sentía constantemente invadida por alguien a quien tenía que amar, pero ¿cómo amar lo que nos invade? En la cama de Julia tuve que reaprender lo que significaba dejar de ocupar lugar. Cederle terreno a un otro, estar en continua comunión.
Para esa época Julia apenas respiraba, pero respiraba lento y sonoro. El aire tibio del aire acondicionado hacía un ruido de interferencia, le atravesaba la garganta y luchaba por llegar a sus pulmones. Mientras la escuchaba, mi cuerpo seguía con cuidado los movimientos del suyo, que eran mínimos. Ejecutábamos, entre las dos, una coreografía lenta en la que el objetivo final era no desarmarnos, no desunirnos, ser siempre un poco la otra. Si ella movía levemente la cabeza hacia la izquierda, yo llenaba ese hueco con mi hombro y así todo el tiempo: los límites se mantenían difusos. A veces, Pedro entraba a la habitación y entre los dos nos arreglábamos para exprimir el espacio al máximo, aunque esos momentos eran escasos. No le gustaba ver a Julia dormida. “Tan quieta”, decía, “tanto que no parece Julia”. 
En esa oscuridad clara, con la única tarea de estar presente, de estar atenta en caso de que hubiese algún cambio —aunque nada nunca cambiaba y ese era el problema—, me abandonaba a aprender la habitación infantil, a replicarla adentro mío para que, incluso cuando tuviera que irme, pudiese llevármela conmigo. Conocía de memoria las líneas de crayón que atravesaban las paredes y el patrón que decoraba el acolchado, los rincones vacíos en donde se podía descansar la mirada, el sonido de cada una de las cosas que había adentro de ese cuarto, del mundo sobre esas cosas. Cómo rebotaban los ruidos de la calle en el vidrio de la ventana, cómo vibraba cuando se acercaban los pasos de Marina y Pedro, caminando por el pasillo para ir al baño.
Al final de todo, ocupar espacio me resultaba un trabajo pesado, mientras que vaciarme traía cierta liviandad, una libertad inesperada. Era más fácil estar adentro de ese cuarto, dejar que el cuarto entrase adentro mío, que defender un lugar propio

¿Y antes de los últimos días? A Verónica no le gusta pensar en el antes. Le parece mejor inventar historias con Julia así, porque eso es lo que puede soportar. Una Julia muy quieta, muy callada y en lo posible hecha un nudo de piernas y brazos abajo de las sábanas, en un cuarto que por muchos motivos nunca nadie terminó de vaciar, pero quedó vacío de todas formas. Prefiere pensarla así, porque entonces casi puede convencerse de que Julia fue siempre eso. ¿Para qué dejar que se estire, se levante, se largue a caminar por los pasillos de su mente? 

Mientras calienta un medallón de arroz blanco (2,83 T) para el almuerzo, la alarma de su celular suena y Verónica revuelve el tercer cajón del bajo mesada, donde guarda el pastillero rojo. Lo abre y busca los complejos vitamínicos de ese día. B12, vitamina C, vitamina E. Todavía hay, por supuesto, recuerdos de ese tiempo anterior a la enfermedad que vuelven con precisión, aunque no quiera pensarlos. Imposibles de corromper, o de suprimir por su naturaleza de imagen instantánea. Esos son los más terribles. También son, sobre todo, los que la asaltan desprevenida:

Es primavera y viajamos a Turuel a pasar el fin de semana. Julia, en el asiento de atrás del auto, al lado de Marina, está encandilada por la cantidad de terrenos baldíos repartidos en el barrio, esos espacios suspendidos entre las casas familiares que, en un asomo de libertad, parecen no pertenecer a nadie. Al mediodía, cuando terminamos de almorzar, la llevo a recorrer algunos. Primero vamos al de la esquina del club, después al que está cerca de la capilla. En este, mucho más amplio, Julia camina emocionada entre el pasto sin cortar y las flores silvestres, diminutas, que se le pegan a la suela de las zapatillas. Se mueve de una piedra a otra con las manos muy cerca del suelo y, cada vez que encuentra algo desconocido, levanta la cabeza y pone cara de pregunta: una ceja un poco más arriba que la otra y los ojos anchos. Yo nombro y ella repite después de mí, en voz alta, en un intento por guardar las palabras para más adelante: “mirlo, clavel del aire, verdolaga”. Todo le llama la atención. Si se choca con algo familiar, me vuelve a buscar, pero esta vez con la mirada más chica y menos insistente. Nombra sin esperar confirmación y pasa a otra cosa: “hoja, bicho bolita, panadero”. Julia suele hablar de esta manera, pasajera, típica de los nenes de cuatro o cinco años antes de entender que el mundo es —o por lo menos intentamos que sea— algo explicable. Como se le escapa esta noción, habla como quien señala: me muestra lo que tiene alrededor. 

Mientras seguimos recorriendo el terreno, el cielo se derrite de un momento a otro. El aire, denso, se vuelve líquido y las gotas empiezan, rápidas, a tocar la tierra. Mi primer instinto es volver a la casa, pero Julia se niega. La lluvia, todavía, no se convirtió en algo de lo que quiere protegerse. Se le desata, en el pecho, una emoción de esas que casi se pueden ver: está nerviosa de alegría.

Yo la miro correr en círculos, agitar los brazos como alas, de tan liviana podría despegarse del suelo. Salta entre los charcos que empiezan a formarse, trata de atrapar gotas con la lengua, construye un cuenco con las manos. El agua le va mojando la ropa, que se adhiere a ella como una segunda piel. Se acerca a un árbol, el único del terreno, y clava las manos mínimas y suaves sobre la corteza rugosa. Busca la grieta y empieza a trepar. No sabe qué significa el cansancio ni que un cuerpo, también, es algo capaz de romperse. Me acerco, entonces, rápido para decirle que baje, que se puede caer, pero a último momento me arrepiento y cambio de estrategia: la miro muy de cerca y disfrazo mi miedo de interés. 

Más tarde, cuando le armamos la cama en el sillón del living, se queda dormida rápido y, al otro día, las palabras que aprendió en el baldío ya están muy lejos, como la lluvia. El único recuerdo que le queda es el árbol. Mientras desayunamos, la miro y pienso que su memoria funciona perfecto: un árbol es más importante que una palabra.

 El Centro de Bienestar está lleno. La gente se amontona en un intento por entrar y Verónica sabe, incluso antes de poder cruzar las puertas, que algo está mal porque, en el mundo de ahora, los amontonamientos ya no existen. Se abre paso a los codazos, la fuerza de su cuerpo potenciada por la incógnita. Adentro el caos, aunque similar, está ralentizado por la capacidad agotada del lugar. La gente ya no avanza porque no hay hacia dónde avanzar. Tampoco hay, en esa quietud, ninguna fila, nada del orden riguroso y burocrático con el que suele manejarse el Centro. 

Verónica estira el cuello para ver por encima del hombre que tiene adelante. A los lejos, una mujer vestida con un conjunto deportivo golpea uno de los mostradores de atención. Algunos mechones de pelo rubio se sueltan de su rodete improvisado y rebotan bruscamente contra su espalda cada vez que las manos impactan contra la superficie de madera. El empleado que la atiende —un chico joven, alto y un poco encorvado— se levanta de su asiento para hacerle frente. Tiene la cara roja transpirada pero el gesto impasible, entre indignado y aburrido. Mira a la mujer desde su altura imponente y sin decir nada señala algo a lo lejos.

Verónica sigue la línea invisible de ese dedo: atrás de ella, contra la pared del fondo, pusieron un escaparate con folletos que no estaba ahí hace algunos días. Lentamente, da marcha atrás usando de nuevo sus codos para abrirse paso entre la gente, aunque esta vez con menos fuerza. Llega al escaparate y agarra un folleto del primer estante. El papel es vistoso pero no dice nada nuevo, más de lo que ya explicó la mujer de aquella primera entrevista televisiva: que la intervención es la respuesta milagrosa que habían estado esperando. A esa entrevista le habían seguido otras y en cada una se presentaron nuevos casos, testimonios acerca de lo efectiva que resultaba la operación. Pero algo está mal. ¿Qué? Verónica da vuelta el folleto y lo hace girar entre sus manos antes de abrirlo. En la parte de adentro, una pareja sonríe agarrada de la mano con la cara desencajada de alegría. Flotando por encima de los dos, un globo de pensamiento como el que suele verse en las historietas se conecta a la cabeza de ambos. Dos cabezas con un solo pensamiento: “Intervenga su vida para mejor”.

Mientras tanto, a lo lejos, la mujer rubia del conjunto deportivo llora en silencio y un hombre la reemplaza en su queja. Con una fuerza desproporcionada, choca los puños contra el mostrador de atención. Lo más llamativo de todo, piensa Verónica, es la fuerza: la fuerza necesita energía. Esta vez, el empleado retrocede dos pasos antes de señalar nuevamente algo a la distancia, el gesto impasible transformado en una mueca de terror. Verónica vuelve a seguir, más cuidadosa, la línea invisible que dibuja ese dedo sobre el aire. Lo que apunta no es el escaparate de folletos, sino algo ubicado a su izquierda y bastante más atrás. Se abre, de nuevo, paso entre la gente y llega a la cartelera digital en donde suelen publicarse los horarios de los talleres y las novedades. Otro grupo, aunque más chico, se amontona enfrente de la pantalla. En letra imprenta, en la parte de arriba, se lee: “Candidatos elegibles para la intervención: requisitos necesarios”. La pantalla titila, se apaga y se prende de forma intermitente por unos segundos, pero después la imagen queda estable. Verónica se acerca todo lo que puede y revisa los cinco puntos enumerados abajo del título una, dos, tres veces, exactamente igual que una busca tres veces el mismo papel en el mismo cajón. No porque piense que finalmente va a encontrarlo, sino porque necesita cierto tiempo para procesar su ausencia: entender que acaba de perder algo.

Al costado de la cartelera colgaron una lista en donde figuran todos los afiliados al Centro. Los nombres en azul corresponden a los candidatos elegibles, pero el suyo aparece en rojo. De los cinco requisitos, el único que no cumple es el número cuatro: “Cada aspirante a la intervención debe poseer, como mínimo, tres familiares directos fallecidos a raíz de los índices de toxicidad o de las consecuencias que estos pudieran reportar, sin hacer distinción entre el carácter físico o psicológico de las mismas”. Verónica piensa, automáticamente, en la cantidad de suicidios de aquel primer año, después de la ola de calor. Los Centros de Bienestar se habían construido como una respuesta, pero levantar edificios sobre un cementerio siempre fue una maldición. 

A la distancia, el hombre que había reemplazado a la mujer en su queja salta ahora el mostrador y estrella al empleado joven contra la pared. Lo empuja con la misma fuerza llamativa con la que golpeaba antes sus puños, una y otra vez lo agarra de la camisa y lo sacude hasta que un guardia de seguridad intenta separarlos sin éxito. Mientras los mira, Verónica siente cómo el chispazo de esperanza que se había apoderado de ella con la promesa de la intervención —un chispazo del que ni siquiera había sido enteramente consciente— desaparece, y no es un desvanecimiento progresivo: un momento está y después ya no. El cuerpo se le relaja entero y, aunque empieza a caminar para alejarse de la cartelera y de la gente, es casi como si estuviese dormida, como si no estuviese. Se desplaza arrastrada por una inercia ya conocida, esa fuerza mínima que la mantuvo funcionando durante los últimos años. Se sienta sobre el cordón de la vereda y le cuesta entender si ese cansancio absoluto que la asalta es producto de la malnutrición, o si es algo más.

Cae en la quietud y piensa en el mundo de antes, cuando el movimiento era algo mucho más simple, algo que no tenía que pensar. La promesa de la intervención le había agregado una forma de movimiento a su vida, un deseo, y Verónica se acuerda, de repente, que hubo un tiempo en el que distintos factores activaban, desde muy adentro y sin que ella lo notara, una ola que se expandía para afuera. Ahora, le parece que eso —moverse por voluntad propia adentro del mundo—, en cierta forma, había sido la felicidad.

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