Corazón delator

Corazón delator

TXT

Timoteo Marchini

IMG

Lucía Reynoso

¿Qué tan saludable es el aire que respiramos en las ciudades? ¿Hasta dónde llegan sus efectos sobre la salud de la población?

¿Qué tan saludable es el aire que respiramos en las ciudades? ¿Hasta dónde llegan sus efectos sobre la salud de la población?

Corazón delator

Niebla por todas partes. Niebla río arriba donde mana entre verdes islotes y praderas; niebla río abajo donde ondula viciada entre las hileras de embarcaciones y por la contaminada ciudad, grande y sucia, que se extiende al borde del agua.

Bleak House – Charles Dickens

El 5 de diciembre de 1952 Londres amaneció húmeda y gris, casi como cualquier otra mañana. Para combatir el frío, los londinenses hicieron lo de siempre: pedir perdón unas 4 o 5 veces antes de levantarse de la cama, desayunar como si no hubiera un mañana y quemar toneladas y toneladas de carbón para calentar las casas. Mientras tanto, afuera arrancaba el día y se empezaba a formar esa famosa niebla. Nadie le prestó demasiada atención en ese momento. Era una situación tan frecuente que, en una expresión más del particular sentido del humor británico, la llamaban cariñosamente pea soup fog (niebla de sopa de arvejas), o simplemente pea souper, por el tono amarillo verdoso que tomaba a veces. Si, riquísimo, sólo que esta vez lejos estaba de ser la niebla cuasi romántica sobre la que ya escribía Dickens cien años antes.

Upside down

En un día común y corriente, el Sol calienta la superficie de la Tierra (y el aire que está en contacto con ella), de forma tal que si subiéramos a un globo aerostático, sentiríamos la temperatura de la atmósfera disminuir a medida que ascendiéramos y nos separásemos del suelo. Cuando este aire de la superficie se calienta lo suficiente, su densidad disminuye, sube como ventosidad de buzo, hasta encontrarse con la capa de aire que tiene arriba, más fría y densa que funciona como tapa. Cuando esta nueva capa de aire frío llega al suelo, rápidamente se calienta, vuelve a subir, y es reemplazada por otra, que eventualmente se va a volver a calentar, para subir otra vez y ser reemplazada por una nueva. Convección atmosférica ascendente, que le dicen. Todo muy lindo hasta acá, pero puede fallar.

Durante la noche el suelo se enfría y enfría el aire que hay por encima formando una capa de aire frío y pesado. Normalmente al amanecer el sol empieza a calentar el suelo y pone en marcha al aire. Pero resulta que el Sol tímido de invierno que amaneció en Londres ese día estaba en otra, tardó un poco en calentar el suelo, y este aire frío de la superficie, en vez de calentarse, ascender y dispersarse, la quedó ahí nomás, quietito abajo. Londres quedó adentro de una burbuja que impedía la circulación normal del aire. Encima, el de aquel año venía siendo un invierno particularmente frío, lo que obligó a la gente a quemar más carbón que de costumbre. Las emisiones quedaron peligrosamente retenidas cerca del suelo y el aire se empezó a cargar de partículas de hollín. Para rematarla, eran unos días muy poco ventosos, con lo cual el aire no se renovaba para nada. Estaba todo dado para una versión británica de La Tormenta Perfecta, con menos George Clooney y más gente de galera tosiendo por ahí.

En realidad, que una capa de aire frío se ubique por debajo de una de aire caliente es un proceso natural bastante frecuente conocido como ‘inversión térmica de la atmósfera’, que ocurre especialmente en invierno y en zonas de valles con baja circulación de aire. Por lo general, esta inversión se ‘rompe’ cuando el aire que está en contacto con el suelo se calienta lo suficiente como para hacerse menos denso respecto del que tiene por encima, por lo que empieza a subir y se restablece la circulación normal. Esto puede darse en cuestión de horas, o durar varios días si el clima (en realidad el tiempo) no acompaña.

Si este fenómeno nos agarra en Siberia, solos y en el medio de la nada, no es tan grave y quizá la contamos (o al menos no es más grave que estar en Siberia, solos, en el medio de la nada). Pero el Londres de esa época era una de las ciudades más densamente pobladas del mundo. Y como en plena posguerra se complicaba conseguir carbón de buena calidad, el carbón que llegaba para consumo interno estaba cargado de compuestos tóxicos que, al arder toda la noche en los hogares, se liberaban silenciosamente.

Para la mañana siguiente, el 6 de diciembre, ya no se veía absolutamente nada. Los faroles de luz incandescente que intentaban alumbrar las calles terminaban dándole un aspecto todavía más lúgubre. Muy Ciudad Gótica todo. Los diarios que cubrían la noticia hablaban de la reducción de la visibilidad, que llegó al punto de forzar momentáneamente la interrupción de la red de transportes y el cierre de los aeropuertos. No fue algo menor para la vida de la ciudad. La gente andaba un poco indignada, pero no había pánico (Spoiler Alert) aún.

No estaba como para salir a pasear por el Thames por esos días. Atrás, la niebla apenas nos permite visibilizar el Tower Bridge. Nada logra verse del famoso London Eye, un poco por la niebla, otro poco porque queda para el otro lado, pero sobre todo porque se construyó en el año 2000.

Tercer día. El transporte público se suspendió completamente por el alto número de accidentes de tránsito causados por la baja visibilidad. Londres quedó paralizada y empezó a generarse un poco de caos. Sin embargo, los diarios estaban más preocupados por los millones de libras esterlinas que podía llegar a costarle al gobierno toda la jodita, por cómo los delincuentes habían copado un poco las calles, y por alguna que otra bizarreada como la suspensión de funciones en cines porque ‘la visibilidad de la pantalla no pasaba de la cuarta fila’ o la cancelación de conciertos porque ‘los coros no alcanzaban a ver la batuta del maestro’.

Cuarto día. Los coristas seguían perdidos y aumentaba la preocupación por la creciente inseguridad y por la cantidad de gente que se acumulaba en los hospitales. El aire que se respiraba en Londres ya era asfixiante; algo no andaba bien, pero la vida seguía. Netflix exageró un poco (The Crown S01E04), aunque representó muy bien en el personaje de Winston Churchill lo que los londinenses pensaban y sentían en ese momento: era niebla, simplemente niebla, eventualmente iba a irse sin más y ya. Y así fue. Bueno, o no tanto. La Gran Niebla de Londres de 1952 tardó cinco días en dispersarse, y en ningún momento hubo desesperación. Sin embargo, no fue hasta la semana siguiente que la gente se dio cuenta de lo que verdaderamente había sucedido. Justo antes de que empezara el incidente, el 4 de diciembre, morían en la ciudad unas 300 personas por día. Cuatro días más tarde del inicio de la niebla esa cifra ya se había triplicado, resultando en un exceso de unas 4.000 muertes en total respecto de la semana anterior. Esto es unas cinco veces más que durante la peor semana de los brotes de cólera que sufría esta ciudad un siglo antes, los cuales dieran lugar al nacimiento de la epidemiología moderna de la mano del célebre Dr. John Snow. No el bastardo de Game of Thrones, otro.

Lo bueno es que ahora tenemos epidemiología, lo malo es que la necesitamos un montón.

Bomba de humo

Los londinenses eran conscientes de que la calidad de su aire en general no era la mejor. Eventos similares a este, aunque mucho más breves, habían sido reportados durante todo el siglo XIX. Entrado el siglo XX, las condiciones climáticas de la zona cambiaron y estos fenómenos se hicieron bastante menos frecuentes. Recién durante el invierno de 1946 reapareció la niebla, pero duró poco y arrastró ‘solamente’ la muerte de unos cuantos cientos de personas. En ese momento se creía que los desechos provenientes de la utilización de combustibles fósiles se diluían inofensivamente en el aire (por qué pensar otra cosa, ¿no?), y que las muertes que se registraban durante estas condiciones climáticas eran consecuencia de las bajas temperaturas. Como la gente moría principalmente de enfermedades respiratorias, quizás por eso se pensó inicialmente que la causa detrás de toda esta historia era una epidemia de gripe. O quizá fue porque era más fácil culpar al clima o a un pobre virus que ver más allá del ego de la humanidad y culparnos a nosotros mismos. O tal vez, quizás, pongamos, porque al país que supo ser cuna de la Revolución Industrial no le convenía aceptar que su crecimiento fue a costas del deterioro del ambiente y de la salud de las personas que vivían en él. Como sea, nunca se encontró evidencia sólida que asocie tal virus con el exceso de muertes que se registró en este incidente, y la hipótesis de la gripe quedó tan floja de papeles que fue rápidamente desestimada. La magnitud que alcanzó La Gran Niebla de Londres de 1952, en cuanto a la cantidad de gente afectada, confirmó finalmente que la contaminación del aire provocada por la actividad del hombre puede ser mortal. Fue un antes y después, un hito de la toxicología ambiental. Por primera vez en la historia, el humano tomó conciencia de que debe tener una relación con el medio ambiente que logre, además de su propio desarrollo, su supervivencia.

Por suerte no quedó ahí el tema. Las consecuencias de esta niebla mortal hicieron que el Parlamento Británico aprobara la Ley de Aire Limpio en 1956, y que Estados Unidos hiciera lo propio unos cuantos años más tarde. Se empezaron a buscar alternativas de combustibles más seguros, delimitar zonas propensas a altos niveles de contaminación y a impulsar muchísima investigación sobre el tema. Y ahí se entendió el verdadero problema: la situación era bastante peor de lo que se pensaba.

Incluyendo datos correspondientes a los dos meses siguientes al incidente de Londres, se encontró que los efectos tóxicos de la niebla produjeron la muerte de unas 12.000 personas en total, y que más de 100.000 se enfermaron. Luego, analizando poblaciones de distintas ciudades alrededor del mundo, banda de estudios epidemiológicos retrospectivos a gran escala confirmaron esta observación. Resulta que unos pocos días respirando altos niveles de contaminación ambiental son letales de forma aguda, pero son tanto o más peligrosos de forma crónica. En realidad el debate sobre este aspecto está lejos de haber terminado. Aún no queda del todo claro si los efectos nocivos encontrados en estudios a largo plazo no son, en realidad, una consecuencia de alguna exposición aguda a altos niveles de contaminación ambiental que haya ocurrido durante el período estudiado. La epidemiología tiene algunas explicaciones que darnos acá todavía. Por otro lado, parecería que no hace falta una atmósfera cargada de toneladas de carbón, como la de Londres de aquel año, para sufrir sus consecuencias negativas. Respirar un tiempo algo de aire no tan contaminado, como el de la mayoría de las zonas urbanas de la actualidad en condiciones climáticas normales, ya es suficientemente perjudicial para la salud. Es más, algunos creen que no existe tal cosa como un umbral de calidad de aire por debajo del cual una persona se encuentra completamente a salvo, y luchan porque la contaminación del aire sea considerada un factor de riesgo más (como el colesterol alto, la hipertensión o los grupos de WhatsApp de la secundaria) para el desarrollo de enfermedades.

Parecería, además, que los efectos tóxicos de los contaminantes varían de manera tal que a niveles relativamente bajos de contaminación, como los que se respiran hoy en día en la mayoría de los ambientes urbanos, la mortalidad se incrementa rápidamente con un leve aumento de estos contaminantes, esto hace que se pueda expresar como una relación pseudo-logarítmica. Luego, cuando los niveles de contaminación son más elevados, como durante aquella niebla de Londres o en ciudades altamente contaminadas de la actualidad (como Beijing, Delhi o Ciudad de México, entre muchas otras), se llega a una meseta, se satura el sistema, y ese mismo aumento ya no incrementa demasiado las tasas de mortalidad. Justo en esta meseta también se encuentran los trabajadores especialmente expuestos a contaminantes del aire y los fumadores. Esto explicaría por qué si uno se la pasa largando humo como una chimenea (o si trabajamos dentro de una) no existe un riesgo adicional por respirar el aire contaminado de la ciudad. El problema es que, de última, fumar es una decisión personal, un acto activo y consciente del que participa sólo una parte de la población. En cambio, absolutamente toda la gente que vive en una ciudad está expuesta al efecto tóxico de su aire, por lo general sin darse demasiada cuenta y pudiendo hacer muy poco al respecto.

Parte del aire

Volvamos a Londres. Como siempre hay que encontrar a alguien para echarle la culpa de todo, y el primer candidato suele ser el más pequeño e indefenso, esta vez le tocó el turno al material particulado (MP). A pesar del gran número de compuestos tóxicos presentes en el aire, muchos epidemiólogos coinciden en que las partículas menores a 2,5 micrómetros (MP2,5) son las principales responsables de los efectos perjudiciales sobre la salud. Estas partículas son muchísimo más chicas que el diámetro de un pelo, totalmente invisibles para el ojo humano y lo suficientemente pequeñas como para penetrar profundo en el pulmón y hacer un despelote tremendo. Y ahí entran en escena los macrófagos alveolares, unas células del sistema inmune que se encargan de fagocitar (lastrar) cualquier elemento extraño que le pongamos delante y que parecerían jugar un rol importante en controlar la toxicidad de estas partículas.

Si bien se ven zonas urbanizadas con niveles altísimos de partículas finas, hay otras regiones con concentraciones altas que no tienen que ver con el uso de combustibles fósiles.

Los buenos de los epidemiólogos aportaron un hallazgo más, tan importante como antiintuitivo: a pesar de que el pulmón es el primer órgano en contacto con los contaminantes del aire una vez inhalados, hoy en día sólo una de cada cinco personas expuestas a la contaminación ambiental muere por enfermedades respiratorias; el resto en realidad muere por infarto agudo de miocardio o accidente cerebrovascular. Parece que, cuando los macrófagos alveolares fagocitan las partículas que llegan al pulmón, se produce tal desbalance en el sistema inmune que otros órganos la ligan de rebote. El resultado, según la Organización Mundial de la Salud, es que se producen unas 7 millones de muertes prematuras por año (más del 10% de la mortalidad mundial total) a causa de la inhalación de aire contaminado, de las cuales casi 5 millones son por enfermedades cardiovasculares. A pesar de que no seamos del todo conscientes de esto, de que no la veamos, de que no la sintamos, la contaminación del aire está ahí todo el tiempo, existe, y al final, como en el tango, el que más sufre es el corazón.

Al mundo

Para hacerle frente a esta situación, se están llevando a cabo diversas políticas alrededor del planeta con el objetivo de alertar a la población y reducir las emisiones de compuestos contaminantes. Un ejemplo es la campaña de concientización global integral BreatheLife, que espera alcanzar los estándares de calidad de aire en todas las ciudades del mundo para el año 2030. Otro ejemplo es el mismo Reino Unido, cuando a fines de abril de 2017 cubrió su demanda energética durante 24 horas sin la necesidad de usar carbón. Esto ocurrió por primera vez desde la Revolución Industrial, y 65 años después de la niebla mortal de 1952.

A pesar de estos salpicados esfuerzos bien intencionados, tanto o más se hace para que la situación empeore. En los últimos años, se ha observado que los niveles globales de contaminación ambiental siguen en aumento y se calcula que al menos el 90% de las personas que viven en zonas urbanas respiran niveles excesivos de estos contaminantes. Grandes automotrices multinacionales manipulan sus autos para que pasen las pruebas de emisiones en los laboratorios, cuando en realidad producen muchos más gases contaminantes que los permitidos por los convenios internacionales. Líderes mundiales amenazan con retirarse del Acuerdo de París porque ‘no creen’ en el cambio climático. Como ciudadanos, además de reclamar a los políticos que tomen estos problemas seriamente (y, mucho mejor, no votarlos si no lo hacen) también podemos colaborar directamente, por ejemplo usando menos el auto y más la bici, no poniendo el aire acondicionado a 17 grados, disminuyendo un poco la ingesta de carne, moderando el consumo de electricidad o separando los residuos, todo suma. Volviendo a las políticas de estado, si seguimos así, sin regular adecuadamente las emisiones de los contaminantes, sin cumplir y hacer cumplir las leyes vigentes, sin penalizar a quienes no las cumplan y bancando gobernantes carentes de conciencia por el medio ambiente, la cosa se puede poner cada vez peor.

Por un lado, hay esperanzas. Londres parece haber aprendido de sus errores. El incidente de la niebla de aquel año le cambió la cabeza a un mundo que subestimaba los tremendos efectos que la contaminación puede tener sobre la salud y el medio ambiente, y la investigación científica que se impulsó en ese momento aportó la evidencia necesaria para la elaboración de políticas públicas que eviten catástrofes similares. Por otro lado, hoy la situación es diferente: ahora las principales emisiones de contaminantes en ambientes urbanos ya no provienen mayoritariamente de la quema de carbón para calefaccionar hogares, sino del uso de nafta para movernos de acá para allá lo más rápido posible. Y la evidencia científica es consistente: la contaminación ambiental mata. Si queremos seguir disfrutando de nuestras ciudades (y del planeta en general) es momento de desarrollar más y mejores políticas públicas bien orientadas, a gran escala, que nos permitan hacerle frente a este invisible pero efectivo asesino del aire.