El efecto invernadero

70min

Historia y prehistoria del calentamiento global. Lo que necesitamos acordar antes de tener una conversación propositiva.

A mí me rebota

Bases físicas y químicas del efecto invernadero

En las profundidades del núcleo del Sol, a una temperatura infernal y extrema presión, cientos de millones de toneladas de protones chocan constante y violentamente a cada segundo. Como si estuvieran hechos de algún tipo de pasta, se aplastan los unos contra los otros y se fusionan. Dejan de ser lo que eran para transformarse en algo nuevo, más grande y pesado, sin una forma demasiado definida. En la naturaleza, estas partículas subatómicas se pueden encontrar y combinar de esta manera solo aquí, en las estrellas. Cada uno de estos impactos libera una cantidad de energía colosal que se dispara en todas las direcciones. Una energía capaz de recorrer distancias infinitas, prácticamente sin perder su intensidad en el camino. Ondulando nerviosamente en innumerables frecuencias, esa onda expansiva se propaga por el espacio a la velocidad en la que transcurre un instante. En tan solo tres minutos, se acerca a la órbita de Mercurio. Pasados los seis minutos, ya dejó atrás la de Venus. Y en menos de diez, las consecuencias de esos vehementes encuentros ya se empiezan a ver (y sentir) en la Tierra. A unos 50 kilómetros sobre la superficie de nuestro planeta, la atmósfera comienza a filtrar esa maraña de radiación electromagnética que nos llega desde nuestra estrella más cercana. Primero el ozono —que alguna vez, hace poco, agonizó, pero ahora se encuentra en recuperación— absorbe gran parte de la más peligrosa de todas: la radiación ultravioleta. La de los filtros polarizados y el cáncer de piel. A la luz blanca, en cambio, nada la detiene, y atraviesa el aire sin más. Sin embargo, una buena parte de esta se refleja en las nubes, los casquetes polares y otras superficies cubiertas de hielo y nieve de forma tal que, inalterada, retorna al espacio. El resto se queda rebotando por acá y por allá, y se desarma en las ondas que nos entran por la retina y hacen que nuestro cerebro construya los colores. Son las que nos permiten experimentar el mundo tal y como lo conocemos, con sus brillos y sus contrastes, con sus luces y sus sombras.

Aproximadamente la mitad —y solo la mitad— del total de la energía que nos llega desde el Sol es absorbida por la Tierra, y calienta su superficie y todo lo que lucha por existir sobre ella. De un modo u otro, esta será devuelta a la atmósfera como invisible radiación infrarroja. Invisible para nuestra limitada capacidad de percibir las cosas, pero no para algunos gases que tienen la particular habilidad de volver a atraparla. Esa energía, que de otro modo se iría de vuelta al espacio y se perdería en el vacío de allá afuera, no se va. Queda atrapada en la atmósfera. Como una bola de acero dentro de un flipper, esta energía choca, se golpea y rebota varias veces entre la superficie de la Tierra y los gases que la rodean, calentándola más y más en el camino.

Figura 1.1.1 El efecto invernadero.

Esta eterna fricción permite que nuestro planeta acumule más energía de la que podría almacenar si la atmósfera no existiera. Este efecto, absolutamente natural, evita que nos congelemos y posibilita la vida tal y como la conocemos. Nos asegura que sobre la superficie tengamos unos convenientemente templados 15 °C, en promedio, en vez de los gélidos -18 °C que tendríamos si estuviéramos a la intemperie del espacio exterior. Este efecto es el que nos ocupa, nos nutre y nos condena. Este efecto es el efecto invernadero.

La atmósfera actual de la Tierra es una mezcla de distintos gases: 78% de nitrógeno, 21% de oxígeno y, aproximadamente, un 1% de otros gases un poco más raros, como el argón. Escondidos entre estos últimos, recién después de haber respirado más de 2000 moléculas de otras cosas, podemos cruzarnos con alguno de los protagonistas de esta historia. Estos, los gases que generan el efecto que caldea nuestra atmósfera, se conocen como Gases de Efecto Invernadero, o simplemente, GEI.

Los GEI son una familia de moléculas apenas complejas, pero muy distintas entre sí. Si coinciden en algo, es en su capacidad innata para atrapar parte de la radiación infrarroja que la Tierra intenta devolver al universo. En el enlace químico —ahí, justo ahí—, en ese pegamento cuántico que tironea para que los átomos de estos gases se mantengan unidos, en ese mismísimo subatómico sitio, es donde ocurre el efecto invernadero. Capaces de excitarse con la radiación infrarroja que emite la superficie del planeta, los enlaces de estos gases se comprimen, rotan, giran, vibran y se estiran un poco más que de costumbre. Esto, por supuesto, genera calor. Cuando logran relajarse, ese calor se transfiere a la atmósfera. Cuanto más distintos y numerosos sean los átomos que se unen, más notable será su contribución sobre este incendiario proceso.01En cambio, cuando un enlace une átomos idénticos (como en el nitrógeno y el oxígeno gaseosos, que componen el 99% de nuestra atmósfera), lo hace tan firmemente que estos quedan inmovilizados, y la radiación infrarroja simplemente los atraviesa. Por esta razón, no actúan como GEI. Como el techo de cristal de un invernadero, que deja pasar la luz y calienta el ambiente al atrapar el calor, el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el óxido nitroso (N2O) y algunos gases fluorados permiten la llegada de energía desde el Sol, pero retienen una buena porción de la que emana de la Tierra.

El problema se presenta cuando a este fenómeno natural, que mantuvo constante la temperatura del planeta durante los últimos cientos de miles de años, le agregamos la acción desenfrenada de una especie que hace lo mismo que todas las otras —sobrevivir, acumular recursos y reproducirse—, pero lo hace distinto. Lo hace un poco más. Nuestra creatividad (y avaricia) nos hizo mejores para competir, prevalecer y expandirnos hasta alcanzar prácticamente cada rincón del planeta. Incluso, ya hemos empezado a mirar de reojo los astros que tenemos más cerca. Pero, a diferencia de otras especies, para sostener nuestro desarrollo hemos consumido recursos mucho más rápido de lo que estos se pueden renovar. Por el modo en que nos gusta hacer las cosas, en tan solo unas décadas hemos liberado cantidades insólitas de GEI, que se han acumulado en la atmósfera a un ritmo exponencial y han alcanzado niveles sin precedentes en al menos los últimos 800.000 años. Tanto es así que, en 2019, emitimos lo equivalente a 59 gigatoneladas0259.000 millones de toneladas. (Gt) de estos gases, un 68% más de las 35 Gt que generamos en 1990. Como consecuencia, tomando como referencia el período comprendido entre los años 1850 y 1900 (llamado período preindustrial), la temperatura de la Tierra ya ha aumentado 1,1 °C en promedio. Para peor, este calentamiento, si bien es generalizado, no es nada homogéneo. En los polos, las zonas más afectadas, el aumento ya llegó a los 5 °C. Este incremento rápido y sin precedentes de la temperatura de nuestro planeta causado por las actividades humanas es lo que conocemos como calentamiento global.

Desde el siglo xix, el calentamiento global ha modificado a largo plazo la temperatura de nuestro planeta y los patrones climáticos. Estos cambios, tanto actuales como proyectados teniendo en cuenta distintos futuros posibles, serán abordados en detalle en el próximo capítulo por Carolina Vera. Por el momento, vamos a limitarnos a generalizar y aceptar que se expresan de las formas más diversas y extremas: aumentos en el nivel del mar, inundaciones sin precedentes, deshielos, sequías cada vez más intensas, olas de calor prolongadas, incendios forestales, tormentas de dimensiones catastróficas. Además, estos eventos extremos deterioran valiosos ecosistemas naturales y están provocando una gran pérdida de la biodiversidad. Más allá de su valor intrínseco, que por sí mismo ya es una razón más que suficiente como para promover su conservación, dependemos altamente de la biodiversidad para mantener en equilibrio los ecosistemas que actualmente nos proporcionan todo tipo de servicios, como comida, energía, agua, y medicinas. Por otro lado, su contribución al buen funcionamiento de estos ecosistemas es fundamental para limitar la propagación descontrolada de enfermedades infecciosas y para estabilizar el clima. También la salud de las personas se ve afectada en múltiples dimensiones por el calentamiento global, junto con nuestra capacidad para cultivar alimentos, conservar la vivienda, el trabajo y la seguridad. En el tercer capítulo, Tamara Ulla va a presentar las consecuencias directas que sufrimos los seres humanos por todo este embrollo.

El amplio consenso científico respecto de estas observaciones, así como de sus impactos y proyecciones, se encuentra plasmado en los múltiples informes publicados por el Grupo Intergubernamental de Expertos Sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). Desde el primero de estos reportes, publicado en el año 1990, no hay lugar a dudas. Más que ante un mero cambio, estamos frente a una total y completa crisis climática, que es parte de una crisis ecológica y social aún mayor.

Treinta años de bla, bla, bla

Acuerdos internacionales

Reconociendo esta problemática, la gran mayoría de los países que forman parte de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), adoptada en el año 1992, se reunieron, muy preocupados y comprometidos a hacer algo al respecto. Unos cuantos años después, el 12 de diciembre de 2015, en el Acuerdo de París, pactaron:

  • Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría considerablemente los riesgos y los efectos del cambio climático.
  • Aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos del cambio climático y promover la resiliencia al clima y un desarrollo con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, de un modo que no comprometa la producción de alimentos.
  • Situar los flujos financieros en un nivel compatible con una trayectoria que conduzca a un desarrollo resiliente al clima y con bajas emisiones de gases de efecto invernadero.

Para alcanzar estos objetivos, desde 2020 y cada cinco años, los países deben presentar sus planes de acción climática en las llamadas Contribuciones Determinadas a nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés). Mediante estos instrumentos, los gobiernos de turno deben informar las medidas que están tomando y tomarán en los años siguientes para reducir las emisiones, crear resiliencia y adaptarse a los efectos del cambio climático, así como formular estrategias de desarrollo a largo plazo con bajas emisiones de GEI.

El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP, por sus siglas en inglés) es el organismo encargado de, entre otras cosas, monitorear el potencial impacto de estos compromisos sobre la evolución de las emisiones de GEI y proyectar el aumento de la temperatura media mundial teniendo en cuenta distintos escenarios posibles. En otras palabras, estima el calentamiento global futuro según hagamos mucho, poco, o nada al respecto. En 2021, el UNEP presentó sus primeras proyecciones para el 2030, basadas en el posible efecto de las NDC presentadas por los mayores responsables de todo este lío: las principales economías mundiales, representadas en el Grupo de los Veinte (G20). En este documento también se describieron los distintos escenarios compatibles con minimizar los impactos más negativos del cambio climático, es decir, manteniendo el aumento de la temperatura media global por debajo de 2 °C o 1,5 °C respecto a los niveles preindustriales. La unidad de medida de estas proyecciones son los cambios en los niveles de emisiones anuales de GEI, y su consecuencia más probable sobre el cambio de la temperatura media global para el 2050.

Figura 1.1.2 Evolución de las emisiones mundiales anuales de GEI compatibles con distintos escenarios. Las líneas llenas indican la mediana, mientras que el sombreado muestra el rango de valores altamente probables calculado por la simulación.

Llama poderosamente la atención la superposición del trazo que considera cómo venimos hasta ahora (escenario basado en las políticas vigentes, es decir, +2,8 °C para el 2050) y el que tiene en cuenta lo que planeamos hacer al respecto (basado en las NDC y otros compromisos, o sea, +2,7 °C para el 2050). Además, es evidente la gran distancia entre estos escenarios y uno compatible con que el calentamiento global sea menor a 2 °C o 1,5 °C. No sorprende, entonces, que el informe concluya que los compromisos anunciados para el 2030 solo tendrán un impacto limitado en las emisiones mundiales de GEI. De hecho, como grupo, los miembros del G20 estamos muy lejos de lograr los objetivos pactados originalmente en el Acuerdo de París. Para alcanzarlos, deberíamos haber llegado al máximo de emisiones ayer, y hoy ya deberíamos estar viendo cómo estas disminuyen día a día. En términos de NDC, esto quiere decir que los compromisos de reducción de GEI se deberían quintuplicar. En términos de Greta Thunberg03Greta se presenta a sí misma como “activista ambiental y climática con síndrome de Asperger, nacida a 375 ppm”., esto quiere decir “treinta años de bla, bla, bla”.

La realidad es que estamos yendo en el sentido contrario al que deberíamos. Las emisiones de GEI, en vez de estar disminuyendo, siguen aumentando año tras año, lo que está provocando un calentamiento global cada vez más acelerado. Basándonos en las políticas vigentes, el aumento de la temperatura media global para fin de siglo rondará los 3 °C respecto del período preindustrial, pisando los 10 °C de aumento en los polos. Este es un ritmo de aumento de la temperatura para el cual no existen comparaciones o analogías posibles, ya que nunca ha sucedido antes en la historia de la Tierra. Es decir, si bien hubo períodos (hace unos 3 millones de años) en los cuales la temperatura global fue similar a la proyectada para el futuro próximo, la velocidad a la cual ocurrieron los cambios en aquel momento fue mucho más lenta, por lo que los ecosistemas y los seres vivos que los habitaban tuvieron tiempo suficiente para adaptarse. Nosotros no contamos con esa suerte.

Los modelos climáticos —que han sido desarrollados y alimentados en base a la mejor evidencia científica disponible— proyectaron hace décadas la inestabilidad climática que sufrimos hoy en día. En su versión refinada y mejorada, estos modelos ahora nos dicen que todavía nos encontramos muy lejos de estar haciendo lo suficiente al respecto. No se trata solo de emitir un poco menos, necesitamos alcanzar las cero emisiones netas04Punto de equilibrio donde las emisiones antropogénicas de GEI a la atmósfera se equilibran con las remociones antropogénicas de estos. de GEI cuanto antes. Además, también debemos pensar seriamente en cómo vamos a recapturar activamente el exceso de GEI que hemos emitido en los últimos dos siglos, para así negativizar nuestras emisiones05El punto de emisiones negativas netas se consigue cuando se remueve una mayor cantidad de GEI de la atmósfera respecto de la que se libera. Esta remoción implica únicamente actividades humanas intencionales, es decir, sin contar la remoción que se produciría mediante procesos naturales. y recuperar el equilibrio de la atmósfera. El oscuro presente que vivimos es el futuro sombrío que en el pasado habíamos proyectado. Y esas mismas proyecciones ahora nos están diciendo que esto se va a poner peor.

Esto puede parecer un montón y generar un sinfín de emociones negativas que lleven a la inacción. La realidad es que no estamos completamente perdidos. No todavía. Pero tenemos muchísimo trabajo por delante. Quizás, el desafío más grande al que nos hayamos enfrentado alguna vez. Lo bueno es que ya tenemos unas cuantas ideas sobre lo que necesitamos hacer, sabemos que algunas pueden funcionar a gran escala, y estamos en condiciones de trazar un mapa de ruta de acciones colectivas para apagar el incendio.

Pero primero lo primero: entender a qué nos enfrentamos. ¿Cuáles son los GEI más importantes? ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van?

El ciclo de la vida

Dióxido de carbono (75%)

El GEI más infame es, sin dudas, el dióxido de carbono (CO2). Un gas que está ahí casi desde que la Tierra es Tierra. En sus inicios, hace aproximadamente 4500 millones de años, nuestro joven, estéril y desnudo planeta era constantemente bombardeado por meteoritos. Los vientos solares, como si soplaran para apagar un fósforo, se llevaban consigo los pocos gases que se formaban. Recién cuando se asentó el campo magnético de la Tierra, los volcanes lograron forjar nuestra atmósfera primitiva a fuerza de expectorar al cielo las vísceras de la bola de fuego a la que nos parecíamos en aquellos tiempos. En ese momento, hace miles de millones de años, nuestra ardiente atmósfera estaba compuesta principalmente por vapor de agua, mucho CO2 y algo de nitrógeno. No había rastros de oxígeno y todavía faltaba mucho para que apareciera alguna forma de vida capaz de aprovecharlo.

Cuando la cosa se calmó un poco, la Tierra comenzó a enfriarse. Milenios de lluvias torrenciales formaron los océanos, y gran parte del CO2 que estaba en el aire se disolvió en los ríos y mares, y los acidificó por la formación de ácido carbónico. Mucho tiempo antes de que se hablara de captura de carbono,06Proceso mediante el cual el CO2 proveniente de fuentes antropogénicas se separa, condiciona, comprime, transporta y almacena para su aislamiento de la atmósfera durante un largo período de tiempo. los metales liberados por la erosión de las rocas ya se combinaban con este ácido y sedimentaban carbono07Mayoritariamente, bajo la forma de sales poco solubles en agua, como el carbonato de calcio (CaCO3). como inerte piedra caliza que se depositaba en el fondo de los océanos. Este proceso ayudó a que los niveles de CO2 en la atmósfera —y, por lo tanto, la temperatura de nuestro planeta— mermaran aún más. Recién ahora la vida sobre la Tierra podía tener alguna chance.

Todo cambió aquel día —debió haber sido un martes a la mañana— en el que las primeras cianobacterias que nadaban por ahí desbloquearon una nueva habilidad. Luego de varios intentos fallidos, finalmente aprendieron a capturar la energía proveniente de la luz del Sol, y a usarla para fabricar su propio alimento, tejiendo cadenas de azúcares a partir de eslabones de CO2 y agua. En cada paso, algo de oxígeno se liberaba como producto secundario. De esta manera, los niveles de CO2 en el aire continuaron disminuyendo y, poco a poco, la atmósfera se enriqueció con este nuevo gas. Muchos organismos no se adaptaron lo suficientemente rápido a su oxidante presencia y se extinguieron. Otros, antes de que el oxígeno también acabara con ellos, desarrollaron formas de tolerarlo. Luego de invertir una buena cantidad de tiempo y esfuerzo, también inventaron la respiración. Quemando de forma controlada los azúcares que ellos mismos fabricaban, y liberando nuevamente CO2 en el proceso, aprovecharon el oxígeno disponible para ingeniar mecanismos de utilización de la energía mucho más potentes que la glucólisis o la fermentación, que eran lo más popular por esa época. Sin embargo, aquel era todavía un mundo muy hostil, donde el alimento escaseaba. Como consecuencia natural de la falta de recursos, más temprano que tarde, empezaron a comerse los unos a los otros.

Un buen día —seguramente un sábado por la tarde— hubo una tregua. En vez de la digestión, dos organismos optaron por la simbiosis. Unieron esfuerzos para coordinar y refinar procesos metabólicos de una complejidad casi inabarcable, pero cimentados en los mismos ladrillos de carbono. Mitocondrias, cloroplastos, organismos multicelulares. A los inorgánicos mecanismos originales de regulación de los niveles de CO2 ahora se le sumaban la fotosíntesis y la respiración celular. Mediante un delicado balance, la concentración de CO2 en el aire finalmente comenzaba a estabilizarse. Aparecieron algas, hongos, plantas, peces, insectos, anfibios, reptiles, mamíferos, aves. La biodiversidad creció exponencialmente y se expresó en organismos de todas las formas y tamaños. La vida floreció. El planeta respiraba saludable y el carbono danzaba entre la atmósfera, las aguas y los suelos, en una coreografía ejecutada durante millones de años. Un flujo que sería la columna vertebral de todo lo que fuera a existir alguna vez. Como si esto fuera poco, al igual que un termostato, este ciclo del carbono mantuvo estable la temperatura de la Tierra durante los siguientes cientos de miles de años. Aquello era lo más parecido a un paraíso que se ha visto alguna vez. Sin embargo, como todo lo que llega a su máximo esplendor, solo puede estar condenado a desmoronarse. Ya sea gradualmente, como único desenlace natural posible, o precipitadamente, porque algo se rompe.

Mientras sobre la superficie la selección natural moldeaba las especies que tapizarían poco a poco el planeta, bajo tierra pasaban otras cosas. La materia orgánica generada por aquellos primeros organismos marinos se mezclaba con los sedimentos del fondo de los mares y océanos. Por efecto de la temperatura, la alta presión, la falta de oxígeno y el paso del tiempo (mucho tiempo), ese CO2 que supo estar en el aire quedó atrapado en forma de petróleo y gas natural, por los que nos obsesionaríamos millones de años después. Procesos similares formarían el carbón mineral en los lagos y pantanos de menor profundidad a partir de la descomposición de restos vegetales.

Todo volvió a cambiar cuando los humanos nos dimos cuenta de que podíamos usar la energía almacenada en estos fósiles para alimentar nuestro propio desarrollo. Gracias a ello experimentamos una explosión tecnológica, económica, social y cultural que nos permitió superarnos constantemente en todo sentido. Convertimos el mundo en una máquina del progreso. Como efecto secundario, de un momento a otro, atestamos la atmósfera con el CO2 retenido en estos fósiles enterrados. Liberamos fantasmas que de otra manera hubieran demorado millones de años en regresar. Rompimos el equilibrio, quizás para siempre. Allá por los inicios de la Revolución Industrial, cuando decidimos comenzar a quemar estos combustibles sin preocuparnos demasiado por las consecuencias, los niveles de CO2 en la atmósfera rondaban las 270-285 partes por millón (ppm). En la actualidad, después de haber emitido más de 1500 Gt de CO2, ya hemos superado las 420 ppm, un 50% más que por aquel entonces. A pesar de los intentos de hacer algo al respecto, todo indica que el CO2 se va a seguir acumulando, aproximadamente, a un ritmo de unas 2,5 ppm por año.

Figura 1.1.3 Variación del nivel medio mensual de CO2 en la atmósfera entre los años 1958 y 2022.

Alrededor del 90% del CO2 que emitimos en la actualidad proviene de la combustión del petróleo, el carbón y el gas natural, que tardaron millones de años en formarse. Principalmente, los usamos para obtener la energía necesaria para sostener nuestras múltiples actividades industriales, transportar personas y cosas, y calefaccionar nuestros hogares y edificios. El resto de las emisiones de CO2 corresponden a la producción industrial de cemento, la deforestación, la transformación de ecosistemas naturales y otros cambios en la cobertura vegetal del suelo (como el incendio de un humedal). Así, hemos fracturado el refinado ciclo del carbono que contribuyó a estabilizar la temperatura y el clima de nuestro planeta durante los últimos cientos de miles de años. Sus consecuencias, muy cuestionadas durante algún tiempo, ya son hoy una realidad.

Alrededor de la mitad del CO2 que emitimos es constantemente retirado de la atmósfera mediante la fotosíntesis y, por su capacidad de disolverse en agua, queda retenido nuevamente en el suelo, mares y océanos. Pero como extraemos, quemamos fósiles y emitimos CO2 muchísimo más rápido de lo que los ecosistemas pueden reabsorber de forma natural, hace ya mucho tiempo que este desbalance se ha salido de control. Además, por la lentitud propia de estos procesos naturales, el CO2 que emitimos hoy puede permanecer en el aire hasta unos 100 años. Esto significa que su concentración actual en la atmósfera es una consecuencia de la acumulación gradual de CO2, producto de las emisiones históricas durante largos períodos de tiempo más que de las actuales. En el tercer capítulo vamos a detallar cómo las salpicadas iniciativas —pasadas y presentes— de restablecer el equilibrio no han funcionado lo suficientemente rápido como para significar un verdadero impacto. Históricamente, Estados Unidos, el Reino Unido y los países que actualmente componen la Unión Europea han sido los principales responsables de estas emisiones, seguidos por China a partir de la segunda mitad del siglo xx. Sobre esto también vamos a volver más adelante.

Figura 1.1.4 El desbalance del CO2.

Plomería, logística y probióticos

Metano (18%)

Luego del CO2, las emisiones de metano (CH4) generadas por la actividad humana son el segundo impulsor más importante del calentamiento global. A pesar de que en la atmósfera este gas se encuentra en una proporción 220 veces menor al CO2, el CH4 es bastante más peligroso. El CH4 solo permanece en el aire alrededor de una década, pero tiene una capacidad para atrapar el calor y aumentar la temperatura del planeta a largo plazo unas 28 veces mayor que el CO2 cuando se los compara en un período de 100 años. Considerando un plazo más inmediato (20 años), se estima que el CH4 es incluso 84 veces más potente.

En condiciones en las que el oxígeno no abunda, el CH4 se produce naturalmente por las bacterias que participan en la putrefacción de casi cualquier tipo de materia orgánica y por la biota que ayuda a digerir los alimentos que consumen ciertos animales, como los rumiantes.08Es probable que, antes de que el oxígeno estuviera disponible en nuestra atmósfera primitiva, algunos de los primeros microorganismos que poblaban el planeta usaran CO2 e hidrógeno para obtener energía, y liberaran algo de CH4 como producto secundario. Esta antigua y anaeróbica variante de la fermentación, aunque relativamente ineficiente, era suficiente para sostener el austero estilo de vida de aquella época. Con el surgimiento de la fotosíntesis, las formas de vida que aprendieron a aprovechar el oxígeno fueron las que prevalecieron, mientras que casi todo el resto se extinguió. Sin embargo, en los lugares donde el oxígeno siempre fue, es y será escaso (como en los mares y océanos), algunos organismos sobrevivieron. Sin demasiada competencia, pero urgidos por la escasez de alimento, se vieron forzados a encontrarle el gusto a una variante más amplia de ingredientes. Así, comenzaron a utilizar todo tipo de compuestos orgánicos como fuente alternativa de energía, exhalando CH4 luego de cada mordisco. Este tipo de metabolismo microbiano se extendió y perfeccionó a tal punto que representa actualmente el paso final de la descomposición de toda la materia orgánica que producimos. La mala gestión de nuestros residuos también produce CH4, y lo hace en cantidades equivalentes a los GEI que genera todo el transporte aéreo de pasajeros. Además, una buena parte de las emisiones de CH4 proviene de los combustibles fósiles. Pero no de su combustión (eso produce principalmente CO2), sino de la producción, transporte, y almacenamiento de estos combustibles. En la actualidad, China, Rusia y la India son los principales emisores de CH4, seguidos por Estados Unidos y Brasil.

La concentración actual de CH4 en la atmósfera es de unas 1900 partes por billón (ppb), lo que representa un aumento de más de 2,5 veces respecto de la era preindustrial. Se estima que alrededor del 60% de estas emisiones se deben a la acción humana, mientras que el resto proviene principalmente de la descomposición de materia orgánica en los humedales, pantanos y otros ecosistemas. A diferencia del CO2, donde la mitad de lo que emitimos es recaptado por los sumideros en aguas y suelos, más del 95% del CH4 se destruye químicamente en la atmósfera. Por lo tanto, los niveles actuales de CH4 en el aire resultan de una muy desequilibrada ecuación: a pesar de que la gran mayoría de lo liberado se elimina o es recaptado, el CH4 igualmente se está acumulando a un ritmo acelerado, cercano a las 12 ppb por año.

Figura 1.1.5 Variación del nivel medio mensual de CH4 en la atmósfera entre los años 1984 y 2022.

El estudio detallado de las fuentes de emisión y captación de CH4 es bastante más complejo que para el caso del CO2. En parte, porque las emisiones de CH4 son bastante más intermitentes debido a los escapes de gas asociados a la producción de combustibles fósiles. Estas fugas son, básicamente, un problema de plomería. El CH4 es el componente principal del gas natural que se forma y acumula sobre los yacimientos de petróleo. Si bien se suele encontrar retenido bajo tierra por una impermeable capa de rocas, se escapa fácilmente a la atmósfera durante la extracción de estos combustibles, filtrándose por tuberías y válvulas mal selladas.

Quizás la forma más controversial de las emisiones de CH4 sea la proveniente de la agricultura y la ganadería. Estas actividades generan alrededor del 40% de las emisiones mundiales de CH4, pero lo hacen a partir de prácticas muy distintas que se llevan a cabo de forma altamente variable. Estas son, sin lugar a dudas, las acciones humanas que más CH4 producen y lo más complejo de analizar y mejorar. Pero no es imposible. Es un hecho que los rumiantes, especialmente los vacunos, eructan CH4 durante la digestión de los pastos que usan como alimento. El abono también libera cantidades importantes de CH4. Por otro lado, la producción de arroz (un alimento que consume la mitad de la población mundial) también genera altas cantidades de CH4. Esto sucede por la particularidad de que los campos deben ser inundados y actúan como caldo de cultivo para el crecimiento de bacterias que producen este gas.

Grandes cantidades de CH4 también se producen por la descomposición de residuos orgánicos por parte de las bacterias que crecen en la basura de los vertederos y en el fango de las aguas residuales. Otras fuentes importantes de emisiones de CH4 incluyen filtraciones geológicas naturales, quema de biomasa, animales salvajes y termitas, y el derretimiento del permafrost.09Capa del suelo que se encuentra congelada de manera permanente, compuesta de tierra, arena y materia orgánica unidas por hielo. Esto último es una consecuencia directa del calentamiento global y se retroalimenta positivamente: a mayores emisiones de GEI, mayor temperatura global, mayor derretimiento de estos suelos permanentemente congelados, mayor liberación de los GEI que se encuentran allí atrapados, mayor aumento de la temperatura global, y así. Un círculo vicioso que tiene el potencial de liberar 1500 Gt de GEI, el doble de lo que se encuentra actualmente en la atmósfera.

Así como reducir las emisiones de CO2 es fundamental para las generaciones futuras, disminuir las de CH4 puede tener un impacto significativo en un plazo de tiempo sustancialmente más corto. Ocuparnos del CH4 puede ser la forma más rápida y efectiva de desacelerar el calentamiento global, lo que nos permitiría ser testigos de algunas mejoras en nuestro propio tiempo. Además, el CH4 es precursor de un gas dañino para la salud humana, el ozono troposférico, que causa más de 1 millón de muertes por año en el mundo debido a enfermedades respiratorias. Por lo tanto, reducir las emisiones de CH4 tendría un doble beneficio.

Figura 1.1.6 El desbalance del CH4 .

Sopas verdes

Óxido nitroso (4%)

Completando el podio de los GEI más relevantes, en términos de la cantidad de emisiones a la atmósfera, encontramos al óxido nitroso (N2O). Este gas tiene una capacidad de permanecer en la atmósfera similar a la del CO2, pero su potencial de calentamiento global es unas 300 veces mayor. Por esto, se estima que el N2O es responsable de un poco más del 4% del calentamiento global que estamos experimentando en la actualidad. Además, contribuye al agotamiento de la capa de ozono.

El nitrógeno es un nutriente esencial para la vida. Junto con el carbono, son los ladrillos con los que se construyen las proteínas, ácidos nucleicos y otras moléculas fundamentales para el metabolismo de todos los seres vivos conocidos. Así como el carbono tiene su ciclo, también lo tiene el nitrógeno. Este último es igual de fundamental para los ecosistemas naturales y tanto o más complejo que el primero, dado que el nitrógeno tiene una muy alta versatilidad y se presenta de distintas formas según con qué se combine. A pesar de que es el más abundante de la atmósfera, el nitrógeno se encuentra allí como un gas extremadamente estable y muy poco aprovechable por los seres vivos. Solo algunas bacterias de las raíces de las legumbres lo saben incorporar y convertir en compuestos más digeribles, como el amonio o el nitrato. Recién entonces las plantas lo pueden absorber y utilizar para hacer sus cosas de plantas, hasta que mueren o son comidas por algún animal, que en algún momento también va a ser comido por otro más grande o morirá por la razón que sea. Estos cadáveres serán entonces atacados y descompuestos por bacterias y hongos, reciclando así el nitrógeno que contenían, que podrá ser absorbido por otras plantas, o liberándolo nuevamente a la atmósfera y cerrando el ciclo. El problema es que las formas asimilables de nitrógeno (como los nitratos) son altamente solubles en agua, por lo que fácilmente se lavan de la tierra por las lluvias y el riego. Así, penetran profundamente en los suelos y se acumulan lejos del alcance de las raíces o se escurren hasta ríos, lagos y mares. Por su rol central en el metabolismo de todo lo que está vivo, no es de extrañar que la falta de nitrógeno afecte el crecimiento de las plantas que usamos como alimento. Ahí es donde la humanidad rompió otro ciclo, porque el uso desmesurado de fertilizantes artificiales ricos en nitrógeno para mejorar las cosechas ha desbalanceado este circuito y ha incrementado los niveles de N2O en la atmósfera. Además, esta práctica contamina las aguas y, por exceso de nutrientes, favorece el crecimiento descontrolado de ciertas especies de algas que ganan la competencia, lo que transforma ecosistemas naturales —que deberían ser ricos en biodiversidad— en sopas verdes sin oxígeno donde nada más puede crecer.

La concentración de N2O en la atmósfera ha aumentado de unas 270 ppb en el período preindustrial a unas 335 ppb en la actualidad, y muestra una tasa de incremento cercana a 1 ppb por año. Aproximadamente el 40% de las emisiones de N2O se produce por la acción humana.

La necesidad continua de incrementar la producción de alimentos para sostener el aumento de la población mundial se relaciona directamente con la creciente liberación de N2O por el uso de fertilizantes artificiales. De la misma manera, el aumento de la demanda global de carnes, leche y huevos ha contribuido a una mayor liberación de N2O por el estiércol producido por un número creciente de animales criados para consumo humano. También, por la expansión de las tierras de pastoreo y el incremento en la cantidad de cultivos destinados a alimentar a estos animales. Además, esto ha sucedido a costa de modificar ecosistemas naturales, lo que aumentó aún más las emisiones de N2O. Algunas industrias, como la del nylon, y la quema de combustibles fósiles también hacen su parte. Este escenario sugiere que el ritmo de liberación de N2O se va a acelerar cada vez más y difícilmente lo podamos frenar en el corto plazo.

Figura 1.1.7 Variación del nivel medio mensual de N2O en la atmósfera entre los años 2001 y 2022. 

Para dimensionar adecuadamente el problema, tengamos en cuenta que el nivel de emisiones actuales de N2O coincide con el peor escenario posible planteado en las proyecciones del IPCC, y es compatible con un aumento de la temperatura global por arriba de los 3 °C para fin de siglo. Claro que, como el nitrógeno es un nutriente limitante en la producción agropecuaria y los fertilizantes son, por ahora, la única forma que tenemos de reponerlo, eliminar completamente las emisiones de N2O no parece nada fácil. Pero, si no logramos al menos limitarlas, vamos a necesitar una reducción extra en las emisiones de los otros GEI para compensar.

El país que más N2O emite actualmente es China, seguido de Estados Unidos e India. Según la fuente que se consulte, Argentina entra en el top 10. Pero no todo son malas noticias. Por la implementación de controles en la utilización del nitrógeno para la agricultura (mediante la llamada Directiva de Nitratos, en 1991), las emisiones de N2O en Europa han disminuido un 21% entre 1990 y 2010. Esta iniciativa también ha provocado que mejore sustancialmente la calidad del agua. Este ejemplo, adaptado a las distintas realidades regionales y locales, considerando la complejidad de cada modelo productivo y la necesidad de garantizar la producción de alimentos, podría representar un camino factible para limitar las emisiones de N2O.

Figura 1.1.8 El desbalance del N2O.

Inmortales

Gases fluorados (2%)

De todos los GEI, los gases fluorados son los únicos de origen completamente artificial, es decir, creados por la mano humana para algún fin específico. Pueden ser considerados derivados del CH4, con modificaciones que se han diseñado especialmente para hacerlos inmunes frente a cualquier tipo de proceso físico, químico o biológico que intente degradarlos, lo que les otorga una extraordinaria estabilidad.

Uno de los primeros gases de este tipo fueron los clorofluorocarbonos (CFC), también conocidos como freones, sintetizados por primera vez en la década de 1930 por Thomas Midgley, de la General Motors. Thomas ya era un célebre químico en aquella época, conocido por haber mejorado la combustión de la gasolina mediante el agregado de tetraetilo de plomo, lo que provocó que hayamos respirado cantidades peligrosas de este tóxico metal durante casi un siglo. Ocultando deliberadamente sus efectos nocivos (que incluso él mismo sufría), se puso a trabajar en los CFC.

Estos gases surgieron de la necesidad de contar con refrigerantes industriales que fueran un poco más seguros que los de aquel momento, como el amoníaco o el propano, muy efectivos pero altamente tóxicos e inflamables, e incluso explosivos. Por su alta estabilidad, los CFC representaban una alternativa muy atractiva. Además, eran excelentes aislantes térmicos, por lo que rápidamente se empezaron a utilizar en heladeras y equipos de aire acondicionado. Para la década de 1960, el uso de los CFC ya se había ampliado a la industria de los envases, la fabricación de espumas y plásticos, se utilizaban como propelentes en aerosoles y en la fabricación de disolventes y limpiadores de componentes electrónicos. Los CFC fueron un éxito absoluto. Un invento fabuloso que casi nos extingue.

En 1974, el mexicano Mario Molina Pasquel y el estadounidense Sherwood Rowland descubrieron que la estabilidad de los CFC no era completamente ubicua. En condiciones algo particulares, aunque no del todo descabelladas, estos gases pueden hacer grandes destrozos. Muy alto en la atmósfera, la luz ultravioleta es capaz de descomponer los CFC, lo que da inicio a una reacción en cadena que destruye grandes cantidades del ozono que está en la estratósfera. De hecho, en tan solo unas décadas, su uso provocó que el espesor de la capa de ozono se redujera sustancialmente, sobre todo en la Antártida. En países como Australia y Nueva Zelanda, esto se ha asociado a una mayor incidencia de cáncer de piel y a un aumento en los casos de cegueras por cataratas.

Este descubrimiento les valió a Molina y Rowland un merecido Premio Nobel de Química, y dio lugar al acuerdo ambiental multilateral más exitoso de la historia: el Protocolo de Montreal. Un ejemplo concreto de cómo la cooperación internacional puede tener consecuencias beneficiosas medibles. Relativamente rápido, los países reconocieron la capacidad de estos gases de agotar la capa de ozono y, a partir de 1989, se comprometieron a limitar el uso de los CFC de forma acorde a cuánto producían y consumían, es decir, según el nivel de desarrollo de sus economías. Para el 2010, los CFC fueron completamente prohibidos. Desde entonces, la capa de ozono ya ha mostrado algún signo de mejoría. Sin embargo, se estima que por la alta permanencia de los CFC en el aire, recién se va a terminar de recuperar en algún momento entre 2050 y 2070.

A diferencia del agotamiento de la capa de ozono por los CFC, el calentamiento global derivado de la emisión descontrolada de GEI representa un desafío que encierra una complejidad superior en varios órdenes de magnitud. Esto se explica, al menos en parte, por la extrema dependencia de la economía mundial de los combustibles fósiles, lo que entorpece el desarrollo e implementación de alternativas sustentables. Además, la cantidad de actores y sectores involucrados en las emisiones de GEI es bastante más numerosa y diversa. Esto genera la necesidad de que, para encontrar soluciones adecuadas para cada uno de ellos, necesitemos pensar en acercamientos altamente multidisciplinarios, demandantes en cuanto a recursos humanos, tiempo y financiamiento.

Peor que la enfermedad

Las alternativas a los CFC

Con el objetivo de disminuir su estabilidad (y, por lo tanto, su permanencia en la atmósfera), surgió una segunda generación de gases refrigerantes conocidos como hidroclorofluorocarbonos (HCFC), que resultaron ser casi tan malos como los primeros. Mediante una enmienda del Protocolo de Montreal, el consumo y producción de los HCFC también se limitó y están en vías de ser completamente prohibidos para el 2030. Cabe destacar que los CFC y HCFC tienen una contribución neta mínima sobre el efecto invernadero, justamente porque destruyen el ozono, y el ozono también actúa como un GEI, aunque no se lo suele considerar en los análisis dado que no es emitido directamente como tal, sino que se produce (y consume) en su totalidad en la atmósfera.

A comienzos de la década de 1990, en reemplazo de los CFC y HCFC surgió una tercera generación de refrigerantes: los hidrofluorocarbonos (HFC), perfluorocarbonos (PFC) y el hexafluoruro de azufre (SF6). A pesar de que estos no dañan significativamente la capa de ozono (bien para el ozono), tienen una alta permanencia en la atmósfera y conservan esa sobresaliente capacidad de contribuir al efecto invernadero (mal para el clima). De hecho, a diferencia de los CFC y HCFC, estos nuevos gases fluorados sí tienen un efecto neto sobre el calentamiento global y son considerados como GEI. Además, estos gases muestran la mayor tasa de crecimiento anual de todos los GEI conocidos.

Los HFC son los gases fluorados más comunes. Pueden permanecer en la atmósfera hasta unos 250 años y tienen un potencial de calentamiento global entre 140 y 12.000 veces mayor que el CO2. Solos, o en combinación con algún PFC, los HFC son actualmente los refrigerantes de elección en sistemas de aire acondicionado en vehículos y edificios, en productos contra incendios y en aerosoles. Por su parte, los PFC pueden permanecer en la atmósfera entre 2600 y 50.000 años y tienen un potencial de calentamiento global entre 6500 y 9000 veces mayor que el CO2. Los PFC se usan fundamentalmente en la producción de aluminio, la industria de los semiconductores, como solventes en la industria cosmética y farmacéutica y en antiguos productos extintores de incendios. Respecto del SF6, si bien su concentración atmosférica es casi imperceptible, apenas unas 10,5 partes por trillón (ppt), es el GEI más potente jamás sintetizado. Su extraordinaria estabilidad hace que pueda persistir en la atmósfera más de 3000 años. Además, tiene una inusitada capacidad para contribuir al calentamiento global, equivalente a unas 25.200 veces la del CO2. El SF6, junto con los HFC y PFC, son responsables del 2% de las emisiones globales de GEI en la actualidad.

Cuando nos referimos específicamente al SF6, es más adecuado hablar de escapes que de verdaderas emisiones. En vez de ser liberado como producto secundario de algún proceso que, por más nefasto que nos resulte, tiene alguna intención, el SF6 se fuga innecesariamente a la atmósfera por negligencia. Como no reacciona casi con nada, es ideal como aislante térmico en los sistemas de mediano y alto voltaje, como los que se utilizan en las centrales eléctricas desde la década de 1950. Esto ocupa aproximadamente el 80% del mercado del SF6. Durante la fabricación, instalación, mantenimiento, desmantelamiento, o simplemente envejecimiento de estos equipos, como una canilla mal cerrada, este gas se fuga de manera constante e imperceptible. Por irrelevante que esto parezca, es un hecho que el SF6 se ha acumulado en las últimas décadas a un ritmo sostenido de 0,35 ppt por año, equivalente a lo que emiten algo más de 1 millón de automóviles en el mismo período. Otros usos menores del SF6 incluyen la industria de los semiconductores y la producción de magnesio. En algún momento, Nike llenaba sus famosas cámaras de aire con este gas.

Figura 1.1.9 Variación del nivel medio mensual de SF6 en la atmósfera entre los años 1998 y 2022.

Nubes tóxicas

Equivalencias

En resumen, los GEI que tienen un impacto significativo sobre el calentamiento global son el CO2, el CH4, el N2O, y algunos gases fluorados (principalmente los HFC, PFC y SF6). Por sus diferentes estructuras químicas y distintas capacidades de permanecer en la atmósfera, estos gases contribuyen de manera diferencial al calentamiento global.10Estrictamente, cuando el agua se encuentra en fase gaseosa como vapor de agua, también actúa como un GEI. De hecho, es el GEI más abundante, el mayor contribuyente del efecto invernadero natural y el que está más directamente relacionado con el clima. Sin embargo, la velocidad de evaporación del agua depende fuertemente de la temperatura y su recambio en la atmósfera ocurre en apenas una semana, por lo que su contribución sobre la modificación del clima a largo plazo es mínima. Si bien la cantidad de agua en el sistema climático es invariable, en los últimos años se ha observado que los niveles de vapor de agua en la atmósfera están aumentando. A pesar de esto último, los aportes del vapor de agua sobre el cambio climático no se suelen considerar, al menos por el momento. Además, cada uno tiene sus particularidades respecto de cuáles son sus principales fuentes de emisión y cómo pueden ser captados por sistemas naturales, o destruidos. Incluso, los abordajes que podemos y debemos diseñar para reducir las emisiones de cada uno de ellos son muy distintos. Sin embargo, a veces es conveniente agrupar a los GEI como si fueran todo lo mismo, en especial al momento de caracterizar sus impactos y hacer predicciones. Para ello se suele considerar la contribución relativa de cada uno de estos gases sobre el calentamiento global respecto del CO2 teniendo en cuenta un período de 100 años (GWP100 por sus siglas en inglés), y se expresa como equivalentes de dióxido de carbono (CO2-eq). Así, se calcula que, por ejemplo, una tonelada de CH4 tiene una capacidad potencial de calentamiento global en 100 años equivalente a 28 toneladas de CO2. De esta manera se relativizan las emisiones asociadas a una determinada actividad o proceso que genera dos o más de estos gases al mismo tiempo y en distintas proporciones, y se expresan como si toda esa liberación correspondiera únicamente a CO2.

Figura  1.1.10 Potencial de calentamiento global de distintos GEI considerando un período de 100 años (GWP100), expresado como equivalentes de dióxido de carbono (CO2-eq). HFC-152a y PFC-14 son tipos de HFC y PFC, respectivamente.

Teniendo en cuenta este ajuste, el CO2 es el GEI que generamos en mayor proporción: representa el 75% de las emisiones globales totales. Si queremos volver a estabilizar nuestro clima y nos interesa garantizar la supervivencia de las futuras generaciones, debemos llegar a cero emisiones netas de CO2 lo antes posible. Considerando cantidades equivalentes, al CO2 le sigue el CH4, responsable de un 18% de las emisiones totales de GEI. Así como minimizar las emisiones de CO2 es central para recomponer el clima a largo plazo, el CH4 es la oportunidad para empezar a ver los cambios en nuestra generación. En tercer lugar se encuentra el N2O, que aporta el 4% de las emisiones de GEI totales, casi exclusivamente por el uso de fertilizantes. Por último, los gases fluorados aportan un 2% de las emisiones globales totales. Aunque parezca poco, estos últimos van a contribuir al calentamiento global durante cientos de generaciones.

Figura 1.1.11: Contribución relativa de distintos GEI en las emisiones antropogénicas globales anuales en 2019. El 100% corresponde a las 59 Gt CO2-eq emitidas a nivel mundial ese año.

Estas son las principales fuentes, naturales y humanas, de los GEI que más impactan sobre el calentamiento global y sus contribuciones absolutas y relativas sobre el cambio climático. Ahora que entendimos el problema, es preciso pasar a los actores involucrados: ¿cuáles son los sectores que más GEI producen? ¿Por qué lo hacen? ¿Dónde se encuentran?

Culpables

Emisiones de GEI según sectores productivos

Todo lo que hagamos para que nuestras vidas sean más fáciles, más seguras o más confortables conlleva, en mayor o menor medida, cierto impacto negativo sobre nuestro entorno. La forma en que obtenemos la energía necesaria para sostener múltiples actividades industriales y la calefacción de ambientes comerciales y residenciales, junto con el transporte, genera las mayores emisiones de GEI a nivel global. La liberación de CO2 por la quema de combustibles fósiles para alimentar estas actividades es lo primero que debemos atacar. A este sector le sigue el sistema productivo de alimentos, sobre todo por las emisiones de CH4 por parte de la ganadería, de N2O por el uso excesivo de fertilizantes artificiales, y de CO2 por los cambios en el uso del suelo y la deforestación. Algunas industrias específicas (como la química, la metalurgia y la producción de cemento para la construcción) y el mal manejo de nuestros residuos también emiten cantidades significativas de GEI.

Figura 1.1.12 Emisiones globales anuales de GEI según distintos sectores productivos para el año 2019. El 100% corresponde a las 59 Gt CO2-eq emitidas a nivel mundial ese año. Algunas categorías encierran emisiones propias de las actividades (emisiones directas) y, a la vez, emisiones provenientes del uso de la energía que consumen dichas actividades (emisiones indirectas).

Necesitamos repensar nuestra forma de obtener energía, movernos y alimentarnos. Estamos frente al desafío de diseño más grande al que nos hayamos enfrentado jamás. Para abordarlo, en la segunda parte del libro nos vamos a dedicar a analizar en detalle los tres territorios que en la actualidad generan las mayores emisiones de GEI, y proponer algunas formas viables de reducirlas para cada caso particular. En el capítulo 2.1, Juan Arroyo se va a ocupar del 34% del problema: la matriz energética. Claro que presentará la forma que debe tomar la transición hacia fuentes de energía de bajas emisiones de GEI y renovables, pero también discutirá cuánta de esa transición necesitamos, para qué, y para quién. En el capítulo 2.2, Felipe González irá por el 15% que le corresponde al sistema de transporte, con especial foco en la implementación de alternativas al uso excesivo del auto particular y del transporte de cargas por vía terrestre. De paso, va a exponer algunas de las numerosas controversias de este sector, como la contribución de la aviación, el consumo regional de alimentos, la expansión de la red ferroviaria y el diseño urbano. Por último, Ezequiel Arrieta se ocupará en el capítulo 2.3 de los desafíos asociados a la producción y el consumo de alimentos, responsables del 22% de las emisiones (o del 34%, si se consideran los aportes indirectos de otros sectores). Ahí veremos cómo algunos ajustes en nuestra dieta significarían una importante disminución de las emisiones globales de GEI, al tiempo que pueden mejorar nuestra salud, reducir el sufrimiento animal y recuperar valiosos ecosistemas. A continuación, haré un breve resumen de la magnitud del desafío al que nos enfrentamos en cada unos de estos casos.

Energía. El sector energético es el mayor contribuyente individual de GEI a nivel mundial, habiendo aportado 20 Gt CO2-eq (34% del total global) en 2019. Para este sector, y el de la enorme cantidad de actividades que dependen de él, la solución definitiva para minimizar sus emisiones sería electrificar la mayor cantidad de procesos posibles y que todo esté impulsado por energías renovables. De hecho, el costo de tecnologías de bajas emisiones de GEI, como la solar y la eólica, ha disminuido drásticamente en los últimos años, junto con el de las baterías que se necesitan para su almacenamiento. En el capítulo 2.1 vamos a entrar en detalle respecto del desafío sin precedentes en innovación, inversión, coordinación, logística, e implementación al que aún nos enfrentamos como para generar un impacto significativo en este sector. Por ahora, solo voy a rescatar el hecho de que el principal problema que tenemos en este momento es que para obtener energía principalmente quemamos combustibles fósiles. El 84,8% de la energía que utilizamos proviene del petróleo, carbón y gas, en proporciones más o menos similares. Solo el 15,2% de la energía que producimos proviene de fuentes bajas en emisiones de GEI, como la hidroeléctrica, eólica o solar, y, dentro de esta categoría, la energía nuclear representa solamente un 4,3%. Incluso si consideramos exclusivamente la generación de electricidad (es decir, descontando el transporte y la calefacción), el 63% de esta proviene de la quema de combustibles fósiles.

Figura 1.1.13 Emisiones globales anuales de GEI provenientes de distintas fuentes primarias de energía en el año 2019. El 100% corresponde a 20 Gt CO2-eq, es decir, el 34% del total global emitido ese año.

Hemos generado una dependencia tal de los combustibles fósiles para alimentar nuestras sociedades que ahora es muy difícil eliminarlos de un día para el otro. A pesar de que el costo de las energías renovables ha disminuido considerablemente en los últimos 20 años, los grandes subsidios11Este punto es bastante más complejo ya que, por otro lado, estos subsidios son necesarios para que el costo de la energía no resulte prohibitivo para los sectores de menos recursos económicos. Vamos a volver sobre el problema de la desigualdad en el acceso a la energía, y respecto de muchos otros factores relevantes para la crisis climática, en cada uno de los capítulos correspondientes. que reciben los combustibles fósiles (7% del PBI mundial) hacen que el precio de los bienes y servicios que de ellos dependen sean artificialmente más bajos, lo que dificulta aún más que las fuentes alternativas de energía puedan resultar competitivas. Por otro lado, la matriz energética como ente emisora de GEI es, en realidad, un concepto extremadamente amplio que se utiliza para describir una gran variedad de actividades distintas, como mover personas de acá para allá, fabricar cosas, o crear temperaturas artificiales a nuestro alrededor. Cada una de estas requiere un abordaje específico para reducir sus emisiones de GEI.

Un factor importante a tener en cuenta es la eficiencia en el uso de la energía, es decir, la cantidad de energía que necesitamos invertir para llevar a cabo una determinada tarea. Volvernos más eficientes y organizarnos mejor es de lo más urgente que podemos y debemos hacer para reducir las emisiones de GEI provenientes de este sector. Pero hay un problema adicional. Mejorar la eficiencia en el uso de la energía puede llevar a que un determinado recurso sea utilizado en mayor medida, por lo que el impacto del aumento de la eficiencia se minimiza o incluso termina por generar un consumo de energía superior y, por lo tanto, mayores emisiones de GEI. Esto se conoce como paradoja de Jevons o efecto rebote, sobre el que vamos a volver más de una vez a lo largo de este libro, con ejemplos concretos para cada uno de los territorios que vamos a discutir.

Además del impacto de los GEI emitidos por el sector energético sobre el calentamiento global y el cambio climático, el uso de combustibles fósiles por este sector tiene una consecuencia directa sobre la salud de las personas por la emisión conjunta de contaminantes del aire, como las partículas finas (conocidas como PM2.5). Junto con otros gases tóxicos (como el dióxido de azufre, los óxidos del nitrógeno, el ozono y el monóxido de carbono) que provienen de esta y otras fuentes, como el transporte y algunas industrias, los contaminantes del aire provocan unas 9 millones de muertes prematuras cada año a nivel mundial por enfermedades cardiovasculares, entre las que se encuentran el accidente cerebrovascular y el infarto agudo de miocardio. Lamentablemente, en nuestra región la cantidad de información disponible es aún muy escasa como para entender el verdadero impacto de la exposición a estos contaminantes. Estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sugieren que cada año mueren en Argentina unas 15.000 personas por respirar aire de mala calidad. Esto es similar a la cantidad de muertes producidas por todas las enfermedades infecciosas juntas en 2019. Considerando el nivel de emisiones de GEI por unidad de energía, es evidente la urgencia de abandonar el uso de estos combustibles cuanto antes.

Figura 1.1.14 Emisiones de GEI y número de muertes asociadas a la contaminación del aire por unidad de energía generada a partir de distintas fuentes.

Las energías renovables son, sin lugar a duda, el futuro del sector energético. Sin embargo, estas energías enfrentan una buena cantidad de limitaciones. No siempre hay viento. No siempre brilla el sol. Los sistemas de almacenamiento en baterías aún pueden mejorar. Hace falta tiempo para expandir el uso de este tipo de energías y dar lugar a la innovación en los aspectos que todavía no están del todo solucionados. En general, reducir los subsidios a los combustibles fósiles y destinar parte de esos recursos al desarrollo e implementación de energías renovables es un paso en la dirección correcta, aunque muchas veces se ve dificultado por la dependencia de estos combustibles que el mundo todavía sufre. Hasta que la transición sea verdaderamente posible, también necesitamos compensar con las fuentes de energía de bajas emisiones de GEI que ya están a disposición, incluyendo la controvertida energía nuclear.

La desigualdad en el acceso a energía de distinta calidad según el nivel de riqueza también es un aspecto central que no debemos perder de vista. Esto quiere decir que los sectores de menores ingresos utilizan mayoritariamente combustibles sólidos (como la leña y el carbón) para calefaccionar sus espacios y cocinar, mientras que los de mayores ingresos tienen un mejor acceso a fuentes de energía más limpias (como el gas natural o la electricidad obtenida a partir de fuentes renovables). Esto explica, además, la mayor susceptibilidad de los grupos de menores recursos a los efectos adversos sobre la salud producidos por los contaminantes del aire derivados de la quema de combustibles fósiles. A pesar de que muchas veces se genera una falsa dicotomía frente a la necesidad de tener que decidir entre invertir recursos para afrontar las crisis económicas o reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles, en realidad, dirigir esfuerzos, tiempo y dinero en reducir las emisiones de GEI y contaminantes del aire provenientes de estas fuentes es invertir en equilibrar algunas de las desigualdades de las personas.

El intenso lobby de las compañías petroleras tampoco ayuda, mucho menos sus intentos de manipular a la sociedad. Un ejemplo de esto último lo representa el concepto de la huella de carbono. Este término lo popularizó British Petroleum (BP), la segunda compañía petrolera más grande del mundo, cuando en 2004 presentó una calculadora para medir la generación de GEI por las actividades cotidianas. En una campaña de marketing extremadamente exitosa, esta empresa logró desviar la atención hacia la contribución de las acciones individuales sobre el calentamiento del planeta: hacia cómo vos (y solo vos), reduciendo el impacto de tus acciones individuales sobre el ambiente, vas a solucionar el cambio climático. Desde ya que las acciones individuales generan cantidades significativas de GEI, por lo que necesitamos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para minimizarlas, pero sin que haya una transformación política que promueva cambios sistémicos, en especial por parte de los sectores que más GEI producen, nada va a cambiar.

A escala global, emitimos casi tantos GEI para calentar nuestros hogares como todos los medios de transporte terrestres combinados. Sin embargo, mientras que para el primer punto los desafíos para reducir las emisiones de GEI se encuentran estrechamente relacionados con los del sector energético, el sector transporte tiene sus propias particularidades que merecen ser consideradas por separado. De hecho, en algunos de los países que más GEI emiten en la actualidad, como Estados Unidos, el transporte ya representa la principal fuente de emisiones, y supera incluso al sector energético.

Transporte. Para mover personas y cosas, mayormente usamos el método de provocar pequeñas detonaciones más o menos controladas dentro de motores alimentados con combustibles fósiles. Hace algunas décadas que esto ha empezado a cambiar por el surgimiento de distintos medios de transporte híbridos o completamente eléctricos, aunque este proceso aún está ocurriendo muy lentamente y solo en los pequeños sectores que pueden afrontar este gasto adicional.

Considerando las emisiones globales de GEI, el transporte aportó 8,9 Gt CO2-eq en 2019, es decir, un 15% del total. De estas, tres cuartos provienen del transporte terrestre. Por su parte, el transporte aéreo internacional y doméstico, juntos, solo contribuyen con un 11% del total correspondiente a este sector. Claro que necesitamos reducir nuestras emisiones de GEI lo más posible, en la mayor cantidad de sectores posibles. Pero, puestos en contexto, los viajes en avión solo son responsables del 2% del total global de emisiones de GEI. Esto es equivalente a lo que aporta la producción industrial de cemento por sí sola. El principal problema con la aviación es que, mientras que ya existen algunas alternativas libres de emisiones para otros medios de transporte, volar es una actividad especialmente difícil de mejorar en cuanto a sus emisiones de GEI. En este caso todavía necesitamos dar lugar y tiempo a la innovación. Sin embargo, si queremos implementar medidas que verdaderamente generen un impacto significativo sobre las emisiones de GEI por este sector, debemos enfocarnos en otro lado, al menos por el momento.

Figura 1.1.15 Emisiones globales anuales de GEI por el transporte de personas y cosas en el año 2019. El 100% corresponde a 8,9 Gt CO2-eq, es decir, el 15% del total global emitido ese año.

Hay formas y formas de movernos. No es todo lo mismo. Viajar en automóvil puede ser tan poco contaminante como viajar en tren, o tan contaminante como viajar en avión. Una de las principales variables a considerar es que las emisiones totales del medio de transporte utilizado se dividen entre el número de personas que lo utilizan, lo que se conoce como factor de ocupación. Es decir, recorrer la misma distancia en un automóvil ocupado por una sola persona puede ser tan contaminante como hacerlo en un avión que viaja lleno. Pero, si el automóvil va completo, puede ser casi tan amigable con el ambiente como viajar en tren (aunque sigue siendo más contaminante que viajar en colectivo). Por la misma razón, al viajar en avión también cambia la ecuación según dónde nos sentamos. En comparación a los que vuelan en clase económica, los pasajeros que viajan en primera clase contaminan aproximadamente cuatro veces más. Además, es fundamental analizar de dónde proviene la energía que impulsa a un determinado medio de transporte, especialmente en el caso de los trenes. Los trenes diésel son siempre más contaminantes que los eléctricos. Pero, entre estos últimos, no es lo mismo viajar en un tren eléctrico alimentado por energía nuclear en Francia que por centrales de carbón en Europa del Este. En cualquiera de los casos, en términos de emisiones de GEI totales, el vehículo que más contamina es el automóvil particular, por lo que las iniciativas para disminuir las emisiones de GEI por el sector transporte deben enfocarse principalmente en este medio.

En cuanto al transporte de cargas, es evidente que hacerlo por aire es lo que más GEI emite, seguido por el transporte terrestre. Por otro lado, a pesar de que el transporte de pasajeros en cruceros es de lo más contaminante que hay, transportar cargas por barco es absurdamente eficiente: emite unas 10 veces menos GEI que los camiones, y 50 veces menos que el avión.

Por las medidas de confinamiento implementadas para frenar el avance de la pandemia de COVID-19, las emisiones de CO2 provenientes del uso de combustibles fósiles para la generación de energía, diversas actividades industriales y, principalmente, el transporte disminuyeron un 5,8% (2,2 Gt CO2-eq) en 2020. Lamentablemente, este efecto fue transitorio, ya que las emisiones globales volvieron a los niveles previos a la pandemia hacia finales de ese mismo año. La naturaleza reciente de este evento hace que el posible impacto que esto pueda tener en el cambio climático futuro sea incierto. Sin embargo, el UNEP arrojó en su Informe Sobre la Brecha de Emisiones del 2021 que este fenómeno derivará en que el calentamiento global se reduzca en, como mucho, 0,01 ᵒC para el 2050. Por otro lado, la disminución en la quema de combustibles fósiles, sobre todo entre los meses de febrero y julio del 2020, mejoró la calidad del aire en numerosas ciudades alrededor del mundo. En algunos casos, como en Madrid, París y Roma, la reducción en los niveles de algunos contaminantes, como el dióxido de nitrógeno (NO2)12En Argentina, habiendo notado que los niveles de NO2 en el aire se redujeron durante el confinamiento por la disminución de la movilidad y la actividad industrial, y como la producción agropecuaria continuó con relativa normalidad, consultores de este último sector concluyeron que la ganadería no contribuye significativamente con las emisiones de NO2 y, por lo tanto, con el calentamiento global. Más allá de la cuestionable lógica de este argumento, el NO2 no es un GEI. Es un contaminante del aire proveniente del transporte y la industria, que afecta la salud de las personas que lo respiran, principalmente en ambientes urbanos, pero no contribuye significativamente al calentamiento global. Probablemente, se trate de una confusión con el óxido nitroso (N2O) que sí es un GEI, pero no el que se midió en las imágenes satelitales que demostraron dicha mejora en la calidad del aire en los principales centros urbanos alrededor del mundo. Parte de la lucha para combatir el cambio climático es, todavía, contra la desinformación., llegó al 50%. Esto se ha asociado a haber evitado miles de muertes por los efectos sobre la salud derivados de la exposición a contaminantes del aire, lo que demuestra la estrecha relación entre las emisiones de GEI provenientes de la quema de combustibles fósiles y el peligro que representa la disminución de la calidad del aire que ocurre por esto.

Un ejemplo que puede servir para entender la contribución relativa del transporte en las emisiones de GEI que corresponden a otros sectores puede ser analizar un caso tanto o más controversial que la aviación: la producción y el consumo de alimentos. Aquí, las emisiones asociadas al transporte corresponden al 4,8% del sector, casi lo mismo que las provenientes del empaquetamiento de estos alimentos (5,5%) o de las correspondientes a los alimentos producidos que nunca se consumen y terminan como desechos (6%). Además, las emisiones de GEI por el transporte de alimentos ocurren sobre todo en los últimos kilómetros, es decir, por el traslado regional para llevar los alimentos producidos hasta los puntos de venta. Por lo contrario, el transporte internacional de alimentos se hace mayoritariamente por barco y de una forma extremadamente eficiente. Esto quiere decir que consumir productos regionales es central para promover la economía de las comunidades locales, y porque probablemente la calidad del alimento sea mejor al estar más fresco, pero no importa demasiado respecto de reducir nuestras emisiones de GEI.

Alimentación. Necesitamos alimentar a tantas personas que es imposible que esto no genere cantidades importantes de GEI. Por más que toda la cadena de suministro esté impulsada por energía eléctrica proveniente de fuentes renovables, el crecimiento de las plantas y los animales que consumimos siempre va a tener emisiones asociadas. El total de GEI provenientes de la producción de alimentos fue de 18 Gt CO2-eq en 2019, es decir, el 34% (¡un tercio!) del total global. El principal GEI de este sector es el CH4 que generan las vacas, seguido de las emisiones de este mismo gas provenientes de los cultivos de arroz.

Es importante considerar que hay una importante variabilidad en la cantidad de GEI derivados de la producción de los distintos alimentos por múltiples factores, como el uso de fertilizantes y pesticidas o según si el ganado se cría de forma convencional o intensiva. De hecho, una oscura realidad nos indica que lo mejor para minimizar las emisiones de GEI asociadas a este consumo se da, lamentablemente, cuando más sufren los animales, es decir, cuando se los cría de manera más eficiente: la ganadería intensiva usa menos tierra, el alimento es abundante y los animales crecen más rápido dado que gastan menos energía en otras cosas, como en moverse. Por estas razones pueden encontrarse diversas estimaciones, según las condiciones en las cuales un determinado alimento es producido y los distintos acercamientos que se pueden haber utilizado para los cálculos de las emisiones asociadas. En cualquier caso, la producción de carne vacuna es el alimento que mayor cantidad de GEI genera, ya sea que lo consideremos por kilogramo, calorías o gramos de proteínas.

Figura 1.1.16 Emisiones globales anuales de GEI por la producción de alimentos en el año 2019, considerando las emisiones propias del sector Agricultura, Silvicultura y Otros Usos del Suelo (AFOLU, por sus siglas en inglés) y las contribuciones de otros sectores, como el empaquetamiento y el transporte. El 100% corresponde a 18 Gt CO2-eq, es decir, el 34% del total global emitido ese año.

A diferencia de otros sectores, las emisiones de GEI asociadas a la producción y consumo de alimentos suelen ser mayores en los países en vías de desarrollo que en los países desarrollados. De hecho, este sector es especialmente importante para la realidad argentina. Según el Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero, publicado en 2019 por la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación, la producción de energía es la fuente principal de GEI en nuestro país. Sin embargo, cuando se distribuye esa energía según los distintos subsectores que la utilizan (como la generación de electricidad, las distintas actividades industriales, o el transporte), la actividad ganadera pasa al primer lugar con el 21,6% de las emisiones totales de GEI. Esto es más del doble del promedio global correspondiente a este sector.

Figura 1.1.17 Emisiones anuales de GEI por los distintos sectores y subsectores productivos en Argentina para el año 2016. El 100% corresponde a 0,364 Gt CO2-eq, es decir, menos del 1% del total global. Por sí sola, la actividad ganadera emitió 0,079 Gt CO2-eq ese año.

Entonces, ¿tenemos que dejar de explotar Vaca Muerta? ¿O, mejor, dejar en paz a las vacas vivas? ¿Todo esto nos debería importar verdaderamente, siendo que el país (y la región) se la pasa tropezando una y otra vez con crisis económicas y la inflación hace prácticamente imposible planear a mediano y largo plazo? Estas preguntas son un ejemplo de la magnitud de la complejidad que estamos tratando de abordar. Nadie dijo que iba a ser fácil. Por eso, a lo largo de este libro vamos a desenredar esta maraña de variables e ir tirando de cada uno de los hilos que se vayan liberando, para ver cómo se desajustan (o no) los otros. Pero antes de ver cómo hacemos para juntar los pedazos del piso y empezar a pegarlos, vamos a tratar de entender quién rompió el plato.

Desigual

Responsabilidades comunes pero diferenciadas

La gran mayoría de los países coinciden en que debemos reducir nuestras emisiones de GEI para frenar el calentamiento global y sus consecuencias. Sin embargo, todavía quedan algunos que siguen sin ponerse del todo de acuerdo en quién es el principal culpable. Pero la evidencia es clara. En 2019, más de un cuarto de las emisiones globales de CO2 derivadas de la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento provinieron de China (29,6%), seguida de Estados Unidos (14,8%) y la Unión Europea (8,2%). Entre los tres, emiten más del 50% del total cada año. Sobre el caso particular de China vamos a volver más adelante. Por otro lado, África, Sudamérica y Oceanía, juntas, emitieron solo el 7,8% del total global. El top 10 de los mayores emisores de CO2 anuales lo completan India (7,4%), Rusia (4,7%), Japón (3,1%), Irán (2,1%), Indonesia (1,9%), Corea del Sur (1,8%), y Arabia Saudita (1,7%). En conjunto, estos 10 países y regiones son responsables del 75% de las emisiones globales totales de CO2 cada año.13Considerando todos los GEI juntos, la lista de los 10 países que generan mayores emisiones de GEI es similar, con la salvedad de que, en ese caso, Brasil aparece en el séptimo lugar con el 2,9% o 2,2% del total de las emisiones globales de GEI, respectivamente, según se incluyan o no las contribuciones derivadas del uso del suelo, cambios en el uso del suelo y silvicultura (LULUCF, por sus siglas en inglés).

Pero esto no es todo. Como aclaramos más arriba, el cambio climático que experimentamos en la actualidad es consecuencia, en realidad, de las emisiones históricas de GEI. Esas que se han acumulado en la atmósfera desde comienzos del siglo xx. En ese caso, la imagen cambia un poco. Estados Unidos pasa a ser el principal responsable, con el 24,8% de las emisiones globales acumuladas de CO2, seguido por el Reino Unido y los países que actualmente componen la Unión Europea (EU-27) (22%). China recién aparece tercera (13,5%). Por otro lado, mientras que países como el Reino Unido o Alemania emiten en la actualidad cerca del 1-2% del total global, su contribución histórica es del 5-6% cada uno (lo mismo que África y Sudamérica juntos). México, Brasil y Argentina contribuyeron, respectivamente, con el 1,18%, 1,32% y 0,46% de las emisiones globales de CO2 en 2019,14Considerando todos los GEI juntos, Argentina emitió 0,364 Gt CO2 -eq (0,81% del total global) ese año. pero con el 1,20%, 0,90% y 0,50% de las históricas. Desde ya que todos los países deben reducir sus emisiones de GEI; estamos ante un problema global del que nadie está a salvo. Sin embargo, los países que menos GEI han aportado deben ser compensados por los daños y pérdidas que han sido causados por el cambio climático del que no son responsables, al menos en la forma de transferencia de la tecnología que les permita reducir emisiones y cumplir sus NDC, junto con financiamiento para la adaptación.

Figura 1.1.18 Evolución temporal de las emisiones globales anuales de CO2 provenientes de la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento por región entre los años 1850 y 2019.
Figura 1.1.19 Actual: Emisiones de CO2 derivadas de la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento por región para el año 2019. El 100% corresponde a las 35,4 Gt de CO2 emitidas a nivel global durante ese año. Histórico: Emisiones acumuladas de CO2 derivadas de la quema de combustibles fósiles y la producción de cemento por región. El 100% corresponde a las 1662 Gt de CO2 emitidas históricamente hasta el año 2019.

Pero, claro, eso no es todo. Si tenemos en cuenta que muchos países producen una gran cantidad de sus bienes de consumo en fábricas e industrias localizadas por fuera de su propio territorio, es injusto asignar la totalidad de las emisiones de GEI solamente al país productor, como se suele hacer en la mayoría de los casos (incluso en los datos que mostramos más arriba). El ajuste de estos valores se puede realizar mediante el análisis de las emisiones netas de GEI por un determinado país considerando el balance entre sus importaciones y exportaciones. En este sentido, países como Rusia, India o China (especialmente China) son exportadores netos, por lo que sus emisiones domésticas son, en realidad, algo menores respecto de las calculadas originalmente (en el orden de un -10 al -15%). Estos países son las fábricas del mundo moderno. Por otro lado, Estados Unidos, la mayoría de los integrantes de la Unión Europea y Japón, entre otros, son importadores netos. Esto significa que las emisiones de GEI calculadas únicamente según producción están subestimando sus emisiones. En países como Italia, Francia o el Reino Unido, el ajuste ronda entre el +30% y el +40% de las estimadas originalmente. Estos países son responsables no solo de los GEI que se emiten en su territorio, sino también de parte de lo que se emite en otros lugares. En el caso particular de Argentina, el balance de las emisiones de GEI por importaciones y exportaciones es cercano a cero, por lo que no hay necesidad de considerar este tipo de ajuste.

Figura 1.1.20 Emisiones de GEI en el año 2019 ajustadas por consumo. Un valor positivo (rojo) indica que ese país es un importador neto, por lo que sus emisiones de GEI ajustadas son mayores a las calculadas solo por producción. Un valor negativo (gris) indica que ese país es un exportador neto, por lo que sus emisiones de GEI ajustadas son, en realidad, menores a las calculadas por producción.

Pero, de nuevo, esto no es todo. Es necesario otro ajuste adicional, ya que, mirando los números como hasta ahora, todavía estamos ignorando el tamaño de la población. Es esperable que más gente emita más GEI en total. China siempre va a emitir más GEI que Uruguay. Entonces, para incluir esta variable adicional es necesario analizar las emisiones per cápita. Como valor medio global, una persona genera aproximadamente 4,8 toneladas de CO2-eq por año. Sin embargo, expresar este promedio distorsiona realidades extremas como las de las personas en Catar, que emiten unas 40 toneladas de CO2-eq por año (más de 8 veces el promedio mundial); en Australia, Estados Unidos o Canadá, que pueden emitir unas 16 toneladas de CO2-eq por año (más del triple del promedio mundial); o en Sudán, que emiten 0,5 toneladas de CO2-eq por persona por año (diez veces menos que el promedio mundial). En Brasil, una persona promedio genera 2,3 toneladas de CO2-eq por año, mientras que una en Argentina emite 3,7 toneladas de CO2-eq por año. A pesar de que nos mantengamos por debajo del promedio global, nuestro país completa el podio de la región luego de Chile.

Pero —una vez más, lamentablemente— eso no es todo. Numerosos estudios muestran que la riqueza es uno de los indicadores más directos de emisiones de GEI. Entre 1990 y 2015, el 10% más rico de la población mundial generó el 52% de las emisiones de GEI, mientras que el 50% más pobre generó tan solo el 7%. Esto significa que, por más que el resto de la población mundial redujese sus emisiones a cero mañana mismo, las emisiones de GEI generadas por ese 10% más rico ya serían suficientes para superar los 1,5 °C de temperatura media global en algún momento de la próxima década.

Desacople

Desarrollo económico y emisiones de GEI

Como veremos en los siguientes dos capítulos de esta primera parte, los países que menos han contribuido al problema son los que se están llevando la peor parte. A pesar de estar extremadamente mal distribuida, la riqueza mundial está aumentando casi en todos lados, mientras que la pobreza extrema está disminuyendo. Es esperable, claro, que las economías en desarrollo quieran crecer y volverse ricas, y que las economías que ya son ricas quieran serlo aún más. Como consecuencia de este incremento de la riqueza, las emisiones de GEI van a seguir aumentando. Sin embargo, en los últimos años algunos países (por ahora, solo de los más desarrollados) han logrado empezar a desacoplar el crecimiento económico de sus emisiones de GEI, incluso ajustando por consumo (es decir, considerando lo que se emite por los bienes que son producidos por fuera de sus fronteras e importados). El principal impulsor de este efecto parecería ser un cambio en el aporte cualitativo y cuantitativo del sector energético. En estos países (ricos), al tiempo que el PBI per cápita continuó creciendo, el consumo de energía permaneció constante (o incluso disminuyó). Además, a pesar de que la producción total de energía es mayor, las fuentes de bajas emisiones de GEI, muy de a poco, van tomando más protagonismo. Lo que todavía no está claro es si esta tendencia se va a afianzar antes de que se nos acabe el tiempo, y si el resto de los países nos vamos a poder sumar.

Para explorar algunos de los caminos que nos permitirían alcanzar los objetivos pactados en el Acuerdo de París y minimizar el impacto negativo del cambio climático, en la tercera parte del libro vamos a contextualizar posibles abordajes en la realidad de naciones que, además de tener que reducir sus emisiones de GEI y adaptarse de la mejor manera posible a lo que se viene, lo necesitan hacer de una forma que garantice su crecimiento y su soberanía. Para abarcar adecuadamente tamaña complejidad, se tienen que alinear una buena cantidad de voluntades, provenientes de múltiples sectores y disciplinas bien distintas. En este contexto tan particular, en el capítulo 3.1, el equipo de Fundar va analizar el rol del Estado (y de los mercados) en el desarrollo productivo verde, con especial foco en los desafíos y oportunidades que se le presentan a economías inmaduras como la argentina. Por su parte, el equipo de GridX presentará en el capítulo 3.2 su tesis sobre cómo las empresas privadas, de la mano de la innovación tecnológica apoyada en la investigación científica, pueden funcionar como una herramienta adicional, más que como un obstáculo. Por último, desde su propia experiencia, representantes de Jóvenes por el Clima Argentina mostrarán en el capítulo 3.3 cómo se impulsa la disputa del sentido en el terreno, para incluir la perspectiva ambiental en la toma de decisiones desde las acciones que podemos realizar como individuos y en comunidad. Esto es tomar protagonismo en diseñar el futuro que deseamos, considerando al cambio climático como parte de una crisis ecológica y social aún mayor. La única forma en que puede llegar a funcionar es mediante la acción conjunta de los gobiernos, el sector privado y la sociedad civil. ¿Por qué es importante? ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos lograrlo? De eso se trata este libro.

Esta es la síntesis gráfica de la primera parte del libro. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales del diagnóstico del problema.