Carlos, vos te llamás Carlos

Carlos, vos te llamás Carlos

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Pablo A. González

¿Qué sabemos de los determinantes biológicos de la homosexualidad?

¿Qué sabemos de los determinantes biológicos de la homosexualidad?

Carlos, vos te llamás Carlos

Toda historia que vale la pena empieza con tetas.

OK, no sé si todas, TODAS, pero por lo menos una bocha (bueno, dos). O pongámosle que muchas de las cosas que empiezan con tetas se constituyen eventualmente en una historia que vale la pena contar.

Retomando: tetas.

Para poder entender el valor de las tetas, primero tenemos que entender qué es una exaptación, y la forma más sencilla de verlo es entenderlo como una estructura que en algún momento de nuestra historia evolutiva supo tener una función, pero eventualmente comenzó a ser utilizada y seleccionada en pos de una distinta. En este caso particular, las tetas supieron tener una presión de selección relacionada con una buena alimentación de la cría, pero ahora ella las usaba como argumento: como tengo estas tetas, voy a hacer y decir cualquier cosa y me lo van a festejar, porque tetas. Qué bien nos hizo la tele.

Esta forma de expresarme sería terriblemente cosificante hacia la mujer si no viniera en realidad cargado de animosidad particular para con esta mujer y estas tetas. Estas dos refulgentes bochas de solución salina diseñadas para torturar años de fina Selección Natural sobre la estructura de la columna que escupían entre labios partidos por la edad ‘No entiendo cómo un hombre puede querer estar con un hombre, es antinatural’.

Si bien sería más fácil terminar el texto acá, asumir que ya planté mi villana (que puede venir en formas y talles de lo menos simpáticos), generé mi empatía y hasta mostré una arista de progresismo tribunero, hacerlo sería dejar pasar una oportunidad de entrar en una discusión de base (que no es sobre natural y artificial, pero podría). Es que ser tribunero y políticamente correcto también necesita espalda, base y justificación. Si no, solamente sos tribunero y políticamente correcto por bocón, que no es más que otra forma de ser bocón.

Tardé unos 12 segundos en encontrar una avalancha de papers explorando la base científica de la homosexualidad. En realidad, PubMed tardó menos de un segundo en escupirme 22.217 papers directamente relacionados con el tema (re da chiste acá, pero ya es una nota delicada así que lo voy a dejar abierto), pero fui, hice el mate, vine, o sea que en realidad fueron décimas de segundo y no 12, pero ‘12’ me gustaba porque suena bien. ‘12 segundos’. Te quiero, Drexler.

Cuestión que después de zambullirme durante un par de horas en todo tipo de enfoque científico sobre orientaciones sexuales, me encontré con un par de cosas más que interesantes.

Como claramente algo tan artificial como la homosexualidad tenía que ser monopolio del humano y sus intrincadas costumbres culturales antinaturales, lo primero que intenté fue encontrar algún mínimo ejemplo en la naturaleza. Algún rastro ínfimo de comportamiento ligeramente desviado de esta norma férrea, natural, occidental y cristiana, que no es bueno que el hombre esté solo, y para eso, detrás de todo gran hombre debe haber una gran mujer, si puede ser, descalza y embarazada. Acá es cuando la cosa se puso rara.

Resulta que hay animales homosexuales. Una o dos especies. O más de 2.000. Bocha de patos putos, mariposas autorreferenciales y ovejas que balan bala. Pero la cosa no tenía forma de ser tan sencilla, porque eL HuMaNo Es Un SeR EsPeCiAl Y la HomoSeXuaLidAd hAcE DañO. PuBliCa Esto eN Tu MuRo pArA CuiDarNoS De LOs SodOmItas.

Como no era suficiente, el próximo paso era buscar investigación en humanos, cosa que encontré rapidísimo y muy enfocado en la obsesión por aislar ‘el gen homosexual’, que viene a ser como el gen X de los X-men pero con elegir bien la ropa. Esta búsqueda desembocó en un marcador genético (una etiqueta que nos dice ‘este cachito en particular de ADN siempre está medio metido en este proceso’) que se llama Xq28. Un nombre horrible, como casi todos los nombres de cositas biológicas (salvo un escarabajo que se llama Agathidium vaderi en honor a Darth Vader, alto bicho). Esta etiqueta en el ADN estaba muy cerca de varias proteínas, entre ellas una en particular que es un receptor de andrógenos. Ahora, encontrar un marcador relacionado a una hormona sexual consistentemente repetido y correlacionado con una orientación sexual es re tentador, y las revistas de ciencia no son inmunes al sensacionalismo. Pero no podía ser tan fácil y, prudentes como investigadores tratando de mapear e individualizar una sola conducta enorme y reducirla a un sólo gen, los que lo firmaban concluían algo así como ‘este gen correlaciona y sarasa, pero no es condición ni necesaria ni suficiente, solamente es una tendencia y la posta es que hay otros factores’.

Todavía no tenía una respuesta, así que seguí hurgando y ví que al toque de ese trabajo salió otro grupo a aguantar los trapos, sugiriendo que, en realidad, la diferencia no era genética sino epigenética, lo que quiere decir que no tenía que ver con la información escrita en el ADN sino con la forma en la que esa información se empaqueta y se hace más o menos accesible. Esta gente seguía buscando un gen que codificaba para la ventaja adaptativa de poder prestarte la ropa con tu pareja, pero lo hacían de otra manera. Buscaban y buscan más información sobre un patrón distribuido en la naturaleza, en muchos bichos, entre otros, en el hombre. Un mecanismo que nos explique cómo funcionamos, no sólo a nivel individuo, sino a nivel especie.

Pero uno de los avances más grandes a la hora de saber por qué nos sentimos quienes nos sentimos empezó a aparecer cuando en lugar de mirar adentro del ADN se empezó a mirar la forma en la que ese ADN se va convirtiendo de a poco en nosotros.

Para entender quiénes somos sexualmente, no había otra que mirar cómo se relacionan los dos epicentros que nos definen sexualmente: los genitales y el cerebro.

Durante el crecimiento intrauterino, el cerebro se desarrolla en la dirección masculina debido a la acción de testosterona (porque, sí, hay una ‘dirección masculina’, que es la que hace que no podamos encontrar nunca las cosas aunque las tengamos enfrente y que en serio, amor no estoy pensando en nada). De manera sencilla y opuesta, esa misma masa arrugada y babosa que nos contiene se desarrolla en la dirección femenina gracias a la ausencia de esa misma hormona.

Es en este período donde se definen muchas de las cosas que tienen que ver con la identidad de género, la orientación sexual y algunos otros comportamientos influenciados por esa disposición cerebral masculina o femenina (que tiene la diferencia más clara en núcleo sexualmente dismórfico, que en humanos se llama INAH3 si querés el GPS neuro posta).

Ahora, este grupete de neuronas se desarrolla después de la segunda mitad del embarazo, y acá es donde viene el ‘pero’: nuestros genitales no se desarrollan en ese mismo momento, sino que ya lo hicieron cerca del segundo mes del desarrollo embrionario. Todo sería cómodo si pensáramos que una cosa lleva a la otra, pero no. Parece ser que estos dos procesos podrían ser regulados de forma totalmente independiente entre sí, lo que resulta en que el grado de masculinización genital puede no correlacionar con esa misma tendencia a nivel cerebral. Bienvenido al mundo de los grises.

Resulta que el sexo y todo lo que lo cruza no le escapa a la variabilidad propia de las formas en las que los bichos nos relacionamos entre nosotros. El tema es que esa forma de relacionarnos viene en todos los colores y sabores. Porque la naturaleza se hace de eso, de variabilidad: de altos, bajos, picos cortos y picos más largos. Colores en forma de leones machos que pelean por el territorio y asesinan crías ajenas para perpetuar su linaje. Sabores que incluyen bocha de jirafas homosexuales que pegan pareja heterosexual casi exclusivamente para reproducirse. Eventos completamente distribuidos y presentes en la naturaleza, mal que a tetotas le pese.

La costumbre y el reduccionismo nos tentó e a buscar un gen o un marcador en el ADN. Algo chiquitito, mecanístico y concreto. Algo de lo que agarrarse para tener una respuesta enorme y tangible. Algún lugar al que apuntarle el dedo.

Pero parece que no, que es un toque más complejo. Parece que la vida se empeña en ser más amplia y la naturaleza por tener todos los matices que se le cante. Matices absolutamente naturales. Como ser rubio.

Rubio yo, que era rubio de pibe y ahora soy castaño, no como la señora de las tetas, que era rubia platinada. Rubio, rubio. Rubio natural.

Natural, como ser homosexual, pero en color de pelo.