Oveja oveja

11min

Escocia, Londres, Italia

Clodomiro Picado Twight. Ese era el nombre real del científico costarricense que, a principios del siglo XX, observó que los hongos del género Penicillium inhibían el crecimiento de diferentes bacterias. Clodomiro los probó clínicamente con resultados muy alentadores, de modo que bien podría decirse que descubrió la penicilina, si no fuera porque la historia se resiste a aceptar que un centroamericano haya descubierto el compuesto que, junto con las vacunas, salvó más vidas humanas. 

Unos años después, Alexander Fleming, en su laboratorio en Londres (ahora sí, un nombre y un lugar adecuados para descubrir cosas), notó que sin querer había contaminado con hongos un cultivo bacteriano con el que estaba trabajando. Es muy común que esto pase, porque los hongos son increíblemente versátiles a la hora de encontrar sitios donde desarrollarse y, según cuenta la leyenda, Fleming era bastante torpe en el laboratorio.

La cuestión es que las bacterias del cultivo alrededor del hongo contaminante estaban muertas o, al menos, no podían crecer y Fleming supo que de golpe tenía entre manos algo mucho más interesante. Dejó todo lo que estaba haciendo y se puso a caracterizar el hongo. Más tarde, publicó sus avances en una revista científica importante. Inglesa, claro. 

Como muchas veces pasa, no se les dio demasiada importancia a los hallazgos de Fleming, que quedaron en el olvido durante un tiempo, mientras él seguía investigando cosas que aparecían gracias a su torpeza, como la lisozima de la mucosa salival: otra vez trabajando con bacterias, dice la leyenda que estornudó sobre una placa y observó, de nuevo, que al cabo de unos días se morían las bacterias que habían estado en contacto con su lisozima. (A esta altura, cabe suponer que la leyenda ha sido injusta con Alexander, que tampoco podía ser tan torpe).

Unos años después, otros investigadores lograron finalmente aislar el compuesto encontrado en los hongos Penicillium de una manera simple y barata (otro requisito importantísimo para poder producirlo en masa), lo que dio comienzo a una verdadera nueva época en la historia de la humanidad, que podemos llamar “Con antibióticos”, probablemente la mejor época de la humanidad, o por lo menos mucho mejor época que “Sin antibióticos”. 

Pero Fleming no era el único que descubría cosas por casualidad. De hecho, existen tantos descubrimientos científicos realizados así que en 1754 Horace Walpole, conde de Orford, le puso nombre al fenómeno: lo llamó “serendipia”, en relación a una fábula persa sobre unos príncipes de Serendip que resolvían problemas valiéndose de la casualidad. 

Lo que no es casualidad es que Ferruccio Ritossa haya sido un científico italiano o, mejor dicho, no es casualidad que siendo italiano se llamara así. El punto es que Ferruccio trabajaba con Drosophila melanogaster, la mosca de la fruta. Estas mosquitas bastante diminutas le aportaron a la ciencia mucho más que cualquier otro modelo experimental. Ferruccio decía que están “a mitad de camino” entre la bacteria y el hombre, una frase completamente discutible a nivel evolutivo porque las especies no siguen ningún camino en particular, sino que mutan al azar y la selección natural se va ocupando de que se reproduzcan los individuos que están mejor adaptados a ese medio. Pero a la vez es una frase bastante gráfica, porque si bien nos percibimos (con razón) como organismos más complejos que una mosca, estas a su vez lo son más que las bacterias. Como sea, la cuestión es que gran cantidad de los hallazgos en genética fueron gracias a estas mosquitas, más que nada porque son muy fáciles de criar, comen una especie de alimento parecido a la polenta que es muy barato, involucran muchos menos pruritos éticos que los ratones, se reproducen muy rápido y ocupan poquísimo lugar, algo nada menor, como sabe cualquiera que haya querido experimentar en un laboratorio con poblaciones de elefantes. Además, las instalaciones para trabajar con Drosophila eran las únicas que funcionaban y estaban puestas a punto para cuando Ferruccio, que habría preferido trabajar con plantas, instaló su laboratorio en la Universidad de Pravia.  También son muy útiles para estudiar comportamiento, más que nada por su simpleza (fundamentalmente comen, vuelan, copulan o están quietas). Por ejemplo, para copular los machos realizan previamente un cortejo y las hembras son quienes eligen a su pareja sexual. Un estudio reciente mostró que las hembras, cuando se les suministra alcohol, reducen significativamente el tiempo que les lleva tomar esa decisión. Pero no nos vayamos de tema.

Aún hoy, sesenta años después, nadie se hace cargo, pero lo cierto es que alguien del laboratorio de Ferruccio movió sin querer la perilla de temperatura de las incubadoras donde estaban las moscas. En experimentos con parámetros tan controlados, ante semejante cambio, cualquiera habría tirado todo para largar otro experimento nuevo, esta vez procurando que nadie le toque la perilla. Pero a Ferruccio se le ocurrió que tal vez esas moscas echadas a perder tenían algo para decir y las dejó en las incubadoras un tiempo más. Al analizarlas, vio que las moscas sobreexpresaban (es decir, sintetizaban más de lo habitual) una proteína en particular, a la que llamó “proteína de shock térmico” (HSP, por sus siglas en inglés porque, aunque se descubrió en Italia, el idioma en el que la ciencia se comunica es el inglés). Increíblemente, había descubierto unas proteínas cuya función es mantener la forma del resto de las proteínas, “abrazándolas” para que no se deformen (y así no pierdan su función) en condiciones desfavorables, como por ejemplo, ante un aumento fuerte de temperatura. 

Del mismo modo en que, en el año 2000, Reed Hastings le propuso al CEO de Blockbuster, John Antioco, un sistema de alquiler de videos por internet pero Antioco lo rechazó y Hastings fundó Netflix, una de las principales revistas científicas le respondió a Ferruccio que no iba a publicar sus hallazgos por considerar que no tenían relevancia para la comunidad científica. Una lástima, porque los descubrimientos de este científico y escultor italiano (ah, sí, también era escultor) hoy en día están considerados entre los más importantes del siglo XX. 

Y así termina esta historia de las serendipias. 

A menos, claro, que queramos incluir la serendipia más impresionante de la historia científica contemporánea. En ese caso: 

El 14 de febrero de 2003, en Escocia, víctima de un cáncer de pulmón causado por un virus, por medio de un procedimiento de eutanasia para evitar su dolor, murió a los 6 años y medio de edad el mamífero no humano tal vez más famoso de la historia: la oveja Dolly. 

Su fama no se debe a su mérito, porque a simple vista era una oveja común, con su lana y todo lo que hace a las ovejas ovejas, y durante su vida no hizo nada extraordinario, como el resto de las ovejas de las que tenemos conocimiento.

Su fama se debe a que fue el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta. Es decir, que era hermana gemela de otra oveja que andaba por ahí y que la historia ha dejado en el olvido como si se tratara de un científico costarricense.

Nadie esperaba que en 1996, en pleno auge de los pantalones jaspeados, se pudiera formar un individuo completo a partir de una célula adulta diferenciada, porque generar clones a partir de una célula madre o de células fetales era algo ya conocido, pero hacerlo a partir de células ya diferenciadas, como el caso de células de mama, era casi imposible. 

¿Cómo decirlo más claramente? Estamos hablando de generar una especie de gemelo de un animal que ya está vivo. Algo que, en esa época no tan lejana, el consenso científico decía que era imposible. Lo bueno de los consensos científicos es que siempre están dispuestos a ser refutados con un experimento. Y en 1996 el experimento fue Dolly.

Quienes clonaron a Dolly ni se imaginaban lo que estaban por lograr. Ellos estaban tratando de mejorar un método para obtener animales vivos a partir de células madre embrionarias (o sea, de animales que aún no habían nacido). Una célula madre es una célula que aún no se diferenció, que no se especializó para convertirse en célula de mama ni de hígado ni de nada, pero que tiene el potencial de hacerlo. El objetivo era poder mantener estas células un tiempo en cultivo, es decir, en un ambiente controlado, en un laboratorio. No era algo totalmente novedoso (ya se había logrado en mamíferos), pero la parte de mantener estas células en cultivo abría la puerta a la posibilidad de modificarlas genéticamente antes de implantarlas, lo cual a su vez abriría otra puerta en un futuro no muy lejano: la de los animales transgénicos. Pero ni pensaban en Dolly.

En el equipo estaba Keith Campbell, un biólogo que conocía muy bien el ciclo celular –los distintos estadíos por los que pasa una célula a lo largo de su vida–, quien tuvo una idea bastante simple y brillante. Y tiene que ver con el calcio.

En los organismos diploides, como nosotros, donde hay dos copias de cada cromosoma (uno que viene del padre y otro de la madre), existen dos formas en las que una célula puede dividirse: la mitosis y la meiois. La mitosis es la formación, a partir de una célula, de dos células idénticas. En la meiosis, en cambio, se forman gametas (óvulos o espermatozoides) que, necesariamente, pierden la mitad de sus cromosomas a través de un proceso que tiene varios pasos. Lo genial es que en las hembras la meiosis comienza muy pronto, cuando la hembra todavía es un feto, pero se detiene antes de terminar. La hembra se desarrolla pero sus óvulos quedan como en un estado de animación suspendida y la meiosis sólo se reanuda si un espermatozoide fecunda uno de esos óvulos. En ese caso, un conjunto de señales se disparan por la entrada del espermatozoide y terminan provocando un aumento en el flujo de calcio dentro del óvulo, que es la indicación para que termine la meiosis y ocurra la fecundación.

Entonces, volviendo a la parte divertida: Campbell pensó que jugando con la concentración de calcio podía llegar a hacer lo impensado, es decir, reprogramar células adultas, convertirlas en células de otro tipo. Era una apuesta alta, pero si lo conseguía, iba a mejorar considerablemente la técnica de cultivo que venían utilizando, así que convenció al jefe del equipo, Ian Wilmut, de hacer la prueba.

Lanzaron doscientos setenta y siete procedimientos (algo increíblemente engorroso) partiendo de células de glándula mamaria de ovejas adultas. Lograron veintinueve embriones, que fueron transferidos a trece ovejas, de los cuales casi todos acabaron en abortos. Pero uno… Uno llegó a término y el 5 de julio de 1996 nació Dolly, el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta, algo que el equipo que lo logró no estaba buscando ni remotamente. 

Clonar mamíferos abre muchos cuestionamientos éticos y, por alguna razón, siempre conduce a la extraña pregunta “¿Se pueden clonar humanos?” que, antes de contestar, deberíamos someter a otra pregunta: “¿Para qué clonar humanos si ya tenemos gemelos naturalmente?”. Pero en seguida aparece alguien con la aún más extraña y perturbadora “¿Se podría clonar a Hitler?”, cuya respuesta es no, porque no hay forma de acceder a células vivas de alguien que murió hace muchos años y, además, ¿por qué alguien querría hacer semejante cosa? Dado que no solamente la carga genética es lo que nos hace quienes somos, sino también el contexto histórico, nuestras experiencias personales y otros factores ambientales, si aun así se lograse, sería bastante probable que el clon de Hitler acabara siendo un buen tipo y todo, aunque para qué arriesgarse, ¡no clonemos a Hitler! 

Lo que pasó con Dolly fue una muestra de la enorme capacidad técnica a la que se llegó hace ya más de veinte años, pero también abrió las puertas al desarrollo de animales modificados genéticamente que podrían, por ejemplo, abastecernos de medicamentos utilizando técnicas más sencillas (y más baratas) de producción. Esto demuestra que muchas veces las cosas más interesantes ocurren cuando estamos mirando otras o, peor aún, ocurren todo el tiempo mientras nosotros miramos hacia donde las cosas no pasan. Lennon dijo algo parecido. En todo caso, clonemos a Lennon. Aunque tampoco podemos tener células vivas de él. Y es perfectamente posible que el clon acabe siendo un mal tipo.

En 1998, grupos contrarios a la clonación intentaron secuestrar a Dolly, pero fracasaron por no poder reconocerla (a eso le llamo “una clonación exitosa”). Hoy está embalsamada en el Royal Museum de Escocia, donde todos los que pasan se sacan una foto, algo absolutamente extraño para una oveja común. Pero Dolly era una oveja extraordinaria. Era una oveja oveja. Por otro lado, los que tenemos cierta tendencia al pensamiento conspiranoico nunca vamos a dejar de sospechar que la que está embalsamada ahí no es Dolly sino cualquier otra. Tal vez, incluso, su hermana olvidada. Total, quién se va a dar cuenta.