El paciente O

13min

Rep. Democrática del Congo, Nueva York, Egipto

Noticias de una invasión extraterrestre. Eso fue lo que el 30 de octubre de 1938, a través de la radio CBS, se emitió para todo Nueva York y sus alrededores durante un especial de Halloween en el que Orson Welles leyó una adaptación de la novela de ciencia ficción La guerra de los mundos, que había escrito otro sujeto de apellido similar, Herbert George Wells. Y aunque el relato comenzaba aclarando que lo que venía a continuación era una dramatización (aclaración que se repitió en el minuto 40), el público no estaba acostumbrado a este tipo de eventos –ni, seguramente, a la maravillosa voz de Welles– y creyeron que se trataba de noticias verdaderas. Las líneas de la Policía colapsaron y muchísimas personas, víctimas de una histeria colectiva, creyendo que nos atacaban seres de otro planeta, se lanzaron en estampida a evacuar la ciudad. Pero Mary Mallon no lo hizo. De hecho, si hubiera querido hacerlo, no habría podido. Hacía veintitrés años que Mary estaba retenida, obligada a permanecer en cuarentena en el hospital de Riverside de esa misma ciudad.

¿Es esta una de esas historias que empiezan diciendo “se preguntarán cómo llegamos hasta aquí”? No. Pero es probable que termine así. En el año 1900, al poco tiempo de que Mary empezara a trabajar de cocinera en la ciudad de Mamaroneck, Nueva York, se produjo en la zona un brote de fiebre tifoidea, una enfermedad bacteriana que afecta el sistema digestivo y en algunos casos puede llevar a la muerte. Al año siguiente, en Manhattan, toda una familia se infectó luego de la primera semana de trabajo de Mary como cocinera. Luego, trabajó en la casa de un abogado, donde siete de los ocho miembros de la familia contrajeron también fiebre tifoidea. Perseguida por la mala suerte, se mudó a Oyster Bay, donde la enfermedad era muy rara, pero nuevamente, al poco tiempo, ocurrió un brote.

Y así siguió en varios lugares. Donde Mary llegaba, al poco tiempo ¡zas!, fiebre tifoidea. No fue hasta más tarde que se descubrió que ella era lo que se conoce como “portadora sana” de la enfermedad, es decir, que podía contagiar Salmonella (la bacteria que causa la enfermedad) sin tener los síntomas. Esta enfermedad, encima, es fácilmente transmisible por comida contaminada. Y Mary era cocinera. Cuando la prensa se enteró del caso, no dudaron en llamarla “María Tifoidea”, apodo que la acompañó hasta su muerte. Lograron detenerla y ponerla en cuarentena durante tres años y en 1910, bajo la promesa de no dedicarse más a la cocina, fue liberada.

Claro que no cumplió y, cambio de nombre mediante, Mary Brown siguió cocinando y provocando brotes en Estados Unidos. Finalmente, fue encontrada de nuevo y quedó confinada hasta su muerte, la cual tuvo lugar doce días después de la transmisión de la CBS. Durante los más de veinte años de su confinamiento, fue casi una celebridad; muchas veces los periodistas iban a entrevistarla, siempre con el recaudo de no aceptar siquiera un vaso de agua de Mary.

África es un continente espectacular, cuna de la humanidad y de uno de sus más grandes imperios: el egipcio. También, hogar de algunos de los animales más fascinantes, como el camello. Los camellos tuvieron un papel fundamental en África. Por ejemplo, hasta que comenzaron a usarlos como animales de carga, los egipcios tuvieron que mantenerse alrededor del Nilo, fuente de recursos y vía navegable. Porque en tiempos donde no había motores, dos cosas resultaban impensables: los motores, claro, y el transporte terrestre dentro de un continente cortado a la mitad por un desierto enorme. Pero los camellos pueden tomar 180 litros de agua de una vez y no volver a hidratarse durante varios días, lo que los habilita a realizar otras hazañas, como atravesar el Sahara con egipcios subidos encima, aunque para entonces ya no eran un imperio. Que lástima.

Pero en África también están las reservas de chimpancés más importantes del mundo y la caza ilegal de chimpancés es un negocio enorme, de miles de millones de dólares. Se usan para llevar a zoológicos ilegales y también muchos multimillonarios los tienen como mascota. Lo interesante es que el genoma del chimpancé es en un 98% idéntico al nuestro. Eso no quiere decir que seamos iguales, porque no somos solamente un genoma y porque un 2% es un montón. También juegan un rol fundamental, por ejemplo, la interacción con el ambiente y la regulación de la expresión génica, es decir, cuáles, cuándo y cuánto se expresan los genes que están en ese genoma. Pero en todo caso, nos parecemos bastante, más que con cualquier otra especie aún viva.

Cazar chimpancés no debe ser algo fácil. Son extremadamente inteligentes (son capaces de usar herramientas, hacer luto y otras cosas increíbles), pueden pesar 70 kilos y tienen, como todos los animales, un gran instinto de supervivencia, si es que eso existe. Ahora bien, es muy común que, al intentar cazarlo, el chimpancé se haga el muerto y, cuando lo van a buscar, muerda a su cazador. Al morderlo puede contagiarle algún patógeno propio de los simios. ¿Y qué pasa cuando los patógenos de una especie pasan a otra? Nada. Casi siempre no pasa absolutamente nada porque se trata de especies diferentes y el patógeno no es capaz de adaptarse tan rápidamente, pero hay casos muy particulares. Uno de ellos es el caso de la gripe, donde el virus de humano puede infectar a chanchos y viceversa. El problema es que las aves pueden también pueden contagiar a los chanchos (además de a las propias aves). Entonces, el chancho se transforma en una especie de mezclador donde pueden aparecer virus provenientes de humanos, de otros chanchos y de aves. Por eso fueron tan fuertes las alarmas en 2009 cuando apareció la gripe porcina y convirtió al planeta en una película de epidemias. Pero sin Jodie Foster. Bueno, Jodie Foster estaba técnicamente en el planeta en 2009, que yo sepa, pero entiendo que no cumplió ningún rol en la epidemia. En fin, no perdamos el hilo: estábamos hablando de chimpancés. Y dijimos que casi ningún patógeno de los chimpancés puede pasar a los humanos, pero también dijimos que nos parecemos bastante, y si nos parecemos bastante, también se parecerán nuestros patógenos, que llevan milenios adaptándose en la guerra armamentista con nuestros sistemas inmunes. Así que una mordida de simio, además de dejarte desfigurado, eventualmente puede llegar a ser algo muy peligroso desde el punto de vista epidemiológico.

El SIV es el “virus de la inmunodeficiencia de simios”, un virus que afecta el sistema inmune de los chimpancés, los bonobos y otras especies similares. Es un retrovirus, lo que quiere decir que guarda su material genético como ARN, algo rarísimo –nosotros y casi toda especie viva lo guardamos como ADN, que es más estable–. Al infectar una célula del sistema inmune del mono, transcribe su ARN a ADN, se inserta en el genoma y queda ahí un tiempo, en estado de latencia, hasta que comienza la replicación del virus, que termina afectando el sistema inmune del animal. A partir de ahí, es fácil para cualquier infección oportunista instalarse, aprovechando que el sistema inmune está debilitado.

Se sabe que en dos oportunidades, en la década de 1920 y en la de 1940, la primera a partir de un chimpancé y la segunda de un bonobo, probablemente en República Democrática del Congo, hubo cazadores que se infectaron con SIV. A diferencia de lo que pasa casi siempre –en parte también porque el virus guarda su información genética en una molécula poco estable–, el virus mutó y se transformó en HIV-1 y en HIV-2, respectivamente.

Así, de pronto, la humanidad se encontró frente a un patógeno nuevo, y uno muy agresivo por cierto, lo cual despertó otro tipo de histeria colectiva y reacciones poco felices. Por ejemplo, como cuando Wangari Maathai –una militante keniata muy reconocida por oponerse al régimen opresor de su país y que, entre otras cosas, llegó a ser la primera mujer africana en recibir el Premio Nobel de la Paz– dijo que el virus podría haber aparecido en un experimento en un laboratorio, a partir de lo cual fue acusada de afirmar que era un virus creado por el hombre blanco para destruir a los africanos, cosa que desmintió categóricamente después de un revuelo bastante importante. Y si bien no creo que Maathai haya dicho una barbaridad semejante, es cierto que tener un Premio Nobel no te salva de nada. Basta mirar al bioquímico Kary Mullis, inventor de una técnica que revolucionó la biología molecular, quien afirma que el SIDA no es causado por una infección viral, niega el cambio climático y es un defensor de la astrología.

Pero en la lista de reacciones poco felices, la palma se la lleva la del 15 de octubre de 1982, cuando en Estados Unidos ya se contabilizaban ochocientas cincuenta y tres víctimas fatales, muchas de ellas dentro de la comunidad gay, lo que había resultado en un profundo estigma social para esa población: ese día, un periodista le preguntó al secretario de prensa del entonces presidente Ronald Reagan si la Casa Blanca estaba enterada de la epidemia de SIDA. El funcionario respondió que no, que no tenía idea. Sorprendido, el periodista le aclaró que se trataba de “la plaga gay”. El secretario, jocoso, le respondió que entonces tal vez la tendría el periodista. Todos rieron. Pasado el momento “divertido”, el periodista insistió y le preguntó si el presidente tomaba este tema como un chiste, a lo que el secretario respondió que no, pero que la Casa Blanca no tenía conocimiento de la epidemia.

En mayo de 1983, la viróloga francesa Françoise Barré-Sinoussi publicó el primer trabajo en donde se pudo aislar, a partir de células de un paciente infectado, el virus de la inmunodeficiencia humana. El trabajo mostraba también fotos de microscopías electrónicas del nuevo patógeno humano. Pero los casos pasaban ya los cientos de miles y la pregunta, aún sin respuesta, era dónde había comenzado todo. Medio de casualidad, la prensa encontró un trabajo en el que se describía a pacientes infectados tempranamente en Estados Unidos. Encontraron el nombre de una persona seguido del número cero. Esa persona era Gaëtan Dugas, un azafato de Air Canada que, como todos los que trabajan de eso, viajaba por el mundo.

En 1981, a Gaëtan le aparecieron manchas violetas en la piel y, cuando fue al médico, le diagnosticaron Sarcoma de Kaposi, un tipo de cáncer poco común. Su salud se fue deteriorando hasta su muerte, en 1984, cuando su sistema inmune, devastado por el SIDA, no pudo más. Luego de él, siguieron apareciendo casos llamativos, concentrados en la comunidad homosexual estadounidense.  De hecho, en una reunión realizada en el Centro de Control de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos, a la que fueron convocados Gaëtan y otros pacientes, se habló abiertamente de sus prácticas sexuales dado que, a esa altura, había una correlación perfecta entre el uso de popper (una droga, entre otras cosas, vasodilatadora, muy difundida entre la comunidad homosexual) y la aparición de síntomas de Sarcoma de Kaposi. A pesar de la correlación, no pudieron adjudicarle al uso de esa droga el papel depresor del sistema inmune que, ahora sabemos, causa la infección con HIV.

Ahora bien, para la prensa venía bárbaro el hecho de que Gaëtan trabajara viajando y, además, fuese homosexual. Así como María Tifodea en su momento, Gaëtan era el paciente cero perfecto. Su historia se publicó y se replicó en todo el mundo. Pero resultó falsa. Gaëtan ―estigmatizado― fue empujado a una fama que no buscaba, con consecuencias absolutamente indeseables y por motivos que ni siquiera eran reales,   , porque lo cierto es que su nombre no aparecía en el trabajo con un cero al lado, sino con una letra “O”, indicando que era el primer paciente fuera (outside) de California.

La estigmatización de la enfermedad llegó a límites increíbles, como echar de las escuelas a los niños contagiados y referirse públicamente a la enfermedad con nombres espantosos. Además de “plaga gay”, como le dijo el periodista en la Casa Blanca, se usaba “el mal del comportamiento amoral”, “la peste rosa” y otras aún más tremendas, a pesar de que Barré-Sinoussi ya había caracterizado el virus y demostrado que no se trataba de ningún miasma con preferencias por las personas que tuvieran algún comportamiento específico, por mucho que Ronald Reagan (quien en su época de actor se dedicaba a delatar comunistas) lo considerase amoral. Como siempre en estos casos, más que una cuestión de moral era una cuestión de profilaxis.

Ante la nueva pandemia, mostramos nuestra peor faceta como humanidad pero también un asombroso despliegue tecnológico que llevó a entender cada paso que da el virus en el proceso de infectar una célula. También se desarrollaron terapias que, si son llevadas a cabo rigurosamente, hacen que la vida del paciente sea normal y que la carga viral sea indetectable en esas personas. En esos casos, se demostró con estudios de miles de pacientes que también el riesgo de contagio queda anulado. Y todo eso sin mencionar la enorme cantidad de métodos preventivos, dispositivos de difusión de información valiosa y políticas públicas de salud basadas en evidencia que hemos cosechado en los últimos años.

De paso, se demostró fehacientemente que Gaëtan nunca fue el paciente cero sino que el virus circulaba en Estados Unidos antes de que él siquiera se convirtiera en azafato, y que la primera aparición fue, como dijimos antes, en la República Democrática del Congo en los años 20 y 40. Casi como si el mundo nos estuviera obligando a mirar de nuevo la cuna, volver la cara y reconocer que la gran constante en nuestra historia es la negación sistemática de todo un continente al que no podemos ignorar más: a pesar de aportar solo el 15% de la población mundial, en África viven más de dos tercios de los infectados con HIV porque, a pesar de ser muy efectivos, los tratamientos no llegan a todos. Particularmente en el sur y en el este, viven 20 de las 37 millones de personas con HIV que, se estima, hay en este momento en el mundo.

La del HIV es una historia muy particular, en la que quedó demostrada la capacidad de los humanos de hacer cosas muy mal, como estigmatizar a las personas infectadas en un principio; la capacidad de hacer cosas muy bien, como lograr frenar casi por completo una infección viral masiva; y la de volver a hacer todo mal, impidiendo que esos tratamientos lleguen a todas las personas que conviven con la enfermedad en este increíble planeta. Digo, por si se preguntaban cómo llegamos hasta acá.