La invención de la nutrición 

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Desde tiempos inmemoriales, la relación entre lo que comemos y nuestra salud ha sido un tema que nos genera curiosidad constante y un profundo interés. En los primeros días de la existencia humana, nuestros ancestros dependían de la caza, la recolección y la pesca para obtener alimentos, y a través de la prueba y el error aprendieron que ciertos alimentos les proporcionaban energía y vitalidad, mientras que otros podían enfermarlos o debilitarlos. Sabían que algunos alimentos eran perfectamente saludables al ser consumidos en cierto modo, pero podían matar si no se realizaban los pasos correctos en su preparación. Por ejemplo, la mandioca es un tubérculo que constituye un importante pilar en la alimentación de muchas comunidades del mundo, pero puede causar envenenamiento si se la consume cruda ya que contiene cianuro. En el año 2005, 27 niños de las Filipinas murieron y otros 100 fueron hospitalizados al consumir un snack de mandioca caramelizada comprado fuera de la escuela. Algunos sólo dieron unos mordiscos porque el snack tenía sabor amargo, pero otros continuaron comiendo, aunque después de unos 5 minutos no pudieron continuar debido a los efectos de la intoxicación. Esta tragedia se podría haber evitado si el tubérculo se hubiera procesado correctamente, ya sea mediante fermentación o cocción. Conocimientos como este fueron transmitidos oralmente de generación en generación para luego sentar las bases del estudio de la nutrición.

Con el surgimiento de las primeras civilizaciones, se hizo posible la recopilación de grandes volúmenes de información y se profundizó nuestra comprensión de la relación entre la alimentación y la salud. En la antigua China, el emperador y agricultor Shen Nung sentó las bases para la práctica de la fitoterapia china y la utilización de los alimentos como medicina, basándose en los principios del yin y el yang. En esta cultura, el arroz, la soja, el té y el jengibre eran alimentos importantes debido a sus propiedades medicinales. De la misma manera, en la tradición hindú la alimentación es considerada sagrada y se le atribuye un papel crucial en el equilibrio de las personas. El ayurveda tiene en su arsenal terapéutico muchos alimentos con propiedades medicinales científicamente demostradas, como la cúrcuma, la ashwagandha y el cardamomo. En América, los aztecas tenían una amplia variedad de alimentos que consideraban beneficiosos para la salud, como el epazote, el ajo, el cacao y el agave. Los incas también utilizaban una variedad de plantas y alimentos para tratar diferentes dolencias y mantener la salud en equilibrio, como la maca, la sacha inchi y la coca. En el antiguo Egipto, uno de los documentos de texto más antiguos que se conocen es una receta médica para tomar vino.60Al momento, no se ha demostrado ningún beneficio para la salud asociado a tomar vino ni alcohol. Si bien el resveratrol (el compuesto al que se le adjudica el supuesto efecto positivo) es un potente antioxidante con potenciales aplicaciones terapéuticas, la cantidad de vino tinto que se debería consumir para alcanzar la dosis adecuada puede ser mayor a 30 litros por día. Ahí mismo, en el Mediterráneo, la sociedad griega también hizo grandes contribuciones al campo, con figuras importantes para la medicina occidental como Hipócrates, quien proclamó el famoso dicho “que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea tu alimento”. 

A pesar de estos amplios conocimientos, recién en el siglo XIX se produjeron avances significativos en el estudio de la nutrición. Hasta hace unos 200 años, la práctica médica se caracterizaba por considerar que las enfermedades eran causadas por la alteración de algún tipo de energía presente sólo en los seres vivos, y cada cultura alrededor del mundo tenía su propia versión de esta fuerza que animaba la vida. En la medicina china le dicen qi (o chi), en la medicina ayurvédica le llaman prana, y en la medicina naturista se la conoce como energía vital. Ante la pérdida de la salud, todas ellas aplican técnicas orientadas a restaurar el supuesto disturbio energético y recuperar el equilibrio. En la Inglaterra del siglo XIX, algunas personas no estaban convencidas de estas ideas y se quejaban de que se les prestara demasiada atención a las explicaciones sobrenaturales, que además dirigían intervenciones de dudosa eficacia. Uno de estos inconformistas fue el médico William Prout, quien creía fervientemente que el remedio para la falta de progreso en la medicina era que la fisiología (y la biología en general) se alimentara de la química. A pesar de que la química fuese una disciplina que aún estaba en pañales —en esa época John Dalton estaba imaginando el primer modelo atómico—, Prout pensaba que todos los procesos biológicos no eran más que procesos químicos con un diferente nivel de complejidad. Como no era de esos que tiran la piedra y esconden la mano, montó un pequeño laboratorio en su casa e investigó la relación entre las sensaciones del gusto y el olfato, cuantificó la cantidad de dióxido de carbono que se exhala durante la respiración en diferentes condiciones, descubrió que las paredes del estómago liberan ácido clorhídrico, y describió la composición de la sangre, de la orina y de la caca. A lo largo de sus años estudiando, entendió que tanto los alimentos que consumimos como los fluidos corporales que nos componen comparten la presencia de tres moléculas fundamentales para la vida: los carbohidratos, las grasas y las proteínas.

En aquel entonces, quienes se embarcaban en un largo viaje por el mar sabían que corrían el riesgo de adquirir una enfermedad fatal que les pudriría las encías, les abriría llagas en la piel y los dejaría postrados, agonizando, antes de provocarles la muerte. Si bien se conocía desde hacía mucho tiempo que comer frutas cítricas podía ayudar a evitar este temible enemigo llamado escorbuto, fue recién a fines del siglo XVIII que se comenzó a obligar a la tripulación a que las consumiera. Esto fue gracias a un experimento revolucionario que realizó el médico escocés James Lind en un barco de la Marina Real británica, en el que les dio limones y naranjas a algunos marineros, mientras que a otros, no. Pese a que Lind concluyó que las frutas cítricas proporcionaban una “ventaja peculiar”, continuó creyendo que el escorbuto era una enfermedad con múltiples causas, cuando en realidad era una sola: falta de vitamina C (abundante en ese tipo de alimentos). Transcurrieron 42 años desde que Lind publicó sus resultados hasta que la marina británica impuso la ingesta de los cítricos en la dieta de los marineros para prevenir las pérdidas económicas de una tripulación enferma. Aun así, la vitamina C como tal no se descubrió hasta 1932, una época en la que se identificaron muchas de las vitaminas esenciales. Para mediados del siglo XX, todas las vitaminas principales habían sido aisladas y sintetizadas, y los estudios en animales y humanos habían demostrado que algunas enfermedades graves se debían a la deficiencia de estas vitaminas, como la xeroftalmía (vitamina A), el beriberi (vitamina B1), la pelagra (vitamina B3), la anemia perniciosa (vitamina B12) y el raquitismo (vitamina D). Inicialmente, se promovió la ingesta de alimentos específicos para prevenir y tratar estas condiciones, pero a lo largo del siglo XX el desarrollo de la industria química produjo grandes cantidades de suplementos vitamínicos que reemplazaron poco a poco a los alimentos. 

Dada la situación generalizada de escasez de alimentos que se vivía en casi todo el mundo antes de que se expandiera la Revolución Verde, la investigación en nutrición centró sus esfuerzos en las deficiencias. Como resultado de este proceso surgieron las primeras recomendaciones de ingesta de nutrientes en 1941, que definieron la cantidad de calorías, proteínas y ocho vitaminas y minerales que —según se creía en ese momento— necesitaba una persona.61Hoy en día se amplió la cantidad de nutrientes incluidos, pero se sigue utilizando la misma herramienta: se la conoce como Ingesta Diaria Recomendada (IDR), y se utiliza como referencia para presentar en las etiquetas la composición nutricional de los alimentos empaquetados. Estas recomendaciones fueron desarrolladas por Estados Unidos para servir como base para los programas de ayuda alimentaria que estaba llevando a cabo en varios de los países que sufrían las consecuencias de la guerra y la hambruna (algunas de ellas causadas por Estados Unidos mismo). Posteriormente, muchos otros países utilizaron este conocimiento para desarrollar sus propias recomendaciones y para fortificar ciertos alimentos básicos que consumía la población general, como el yodo en la sal, el hierro en la harina de trigo, y la vitamina A y D en la leche.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la manera en la que se ejecutaban los proyectos de investigación sobre nutrición humana estaba bien establecida. El método requería identificar y aislar un nutriente en particular, evaluar su efecto sobre el organismo en bajas y altas cantidades, y cuantificar el nivel de ingesta óptimo. Esta mirada reduccionista abordó también a las proteínas. En aquella época existía una creencia casi universal entre los científicos de la nutrición: que la deficiencia de proteínas era la carencia dietética más grave y extendida del mundo. La razón era que se pensaba que la cantidad de proteínas que necesitaba una persona para tener una nutrición balanceada era tres veces mayor a lo que hoy sabemos que es necesario, por lo que, cuando se calculó la necesidad de proteínas a nivel mundial, resultó evidente que existía una enorme brecha entre lo ingerido y lo recomendado. Con el avance de la ciencia quedó claro que aproximadamente un gramo de proteína por kilo de peso corporal por día era suficiente,62El requerimiento de proteínas puede cambiar de acuerdo a la etapa de vida y la actividad física que se realice, pero el valor de un gramo por kilo de peso es una buena aproximación para la población general. Por ejemplo, en menores de 12 meses, la demanda es de 1,5 gramos por kilo de peso, mientras que en adultos que hacen deporte el requerimiento puede ser de entre 1,4 y 2,5 gramos por kilo de peso. y cuando se hizo el cálculo nuevamente, ya no existía tal pandemia de desnutrición proteica. En realidad, la deficiencia de proteínas es bastante rara y, cuando ocurre, se debe a una falta generalizada de alimentos. Incluso las dietas basadas en alimentos con bajo contenido de proteínas, como el ñame y la mandioca, contienen suficiente para satisfacer las necesidades humanas. De hecho, la médica Cicely Williams —quien describió la enfermedad supuestamente causada por déficit de proteínas, conocida como kwashiorkor—63Aún no es clara la causa del kwashiorkor, aunque recientemente se sugirió que podría deberse a cambios en la flora intestinal provocados por una carencia grave de alimentos. dedicó la última mitad de su vida a desmitificar las causas de esta enfermedad que ella misma había descubierto. 

A pesar de esto, algunos sectores siguieron obsesionados con las proteínas, fomentando innecesariamente una ingesta muy por encima de las recomendaciones. El marketing de la industria alimentaria se aprovechó de este discurso y logró establecer la idea de que las fórmulas infantiles y otros productos representan un alimento completo para los recién nacidos y los niños, ideal para prevenir la desnutrición. Pero esto es mentira. Si bien pueden ser útiles para determinadas situaciones donde la leche materna no está disponible, todos estos productos son ultraprocesados y pueden tener consecuencias para la salud futura de los niños. Pero el agresivo marketing de la industria se aprovechó de las inseguridades de las nuevas familias, empujándolas a creer que las formulaciones eran una mejor opción que la lactancia, incluso en casos donde las madres podían amamantar a sus hijos. Ante esta situación, agrupaciones científicas y organizaciones por los derechos de los niños realizaron una campaña en contra de las empresas; el boicot a Nestlé es la más conocida de estas. Brevemente, la historia es así: en los países más pobres, el acceso al agua limpia es un lujo que pocos tienen, por lo que algunos afirman que la promoción excesiva de la fórmula infantil que comenzó durante los años 70 causó millones de muertes por diarrea. Además, como estos productos son costosos, muchas madres optaron por diluir la fórmula, lo que agravó la desnutrición. Para colmo de males, el lobby de Nestlé había llegado a los hospitales, en donde había enfermeras entrenadas para recomendar a las madres primerizas que alimentaran a sus hijos con leche en polvo. Luego de varios años de controversias, finalmente, en 1981, la OMS estableció un código de regulación internacional para controlar el marketing y promover la lactancia materna. Aun así, la empresa sigue siendo líder mundial en la venta de productos alimenticios para bebés y niños. Y todavía promociona su leche para bebés con afirmaciones idealizadas y engañosas, como “base nutricional para toda la vida”, “ayuda al desarrollo de habilidades motoras”, “inicio suave” y “protege”. 

Muchas veces existen situaciones biológicas o sociales que impiden amamantar. En esos casos, no cabe duda de que la fórmula es mejor que nada. Pero lo cierto es que los bebés alimentados con fórmula tienen más probabilidades de enfermarse que los bebés amamantados. De nuevo, el mejor alimento para los bebés humanos es la leche materna. Lamentablemente, las dudas sobre lactancia necesitarán de muchos años para ser erradicadas. El boicot a Nestlé continúa al día de hoy.

A medida que la grasa corporal se acumulaba y algunas enfermedades crónicas relacionadas con la alimentación aumentaban su prevalencia, la investigación en nutrición comenzó a evaluar el rol del consumo excesivo de ciertos nutrientes. Fue en este contexto que emergieron los estudios de Ancel Keys sobre las grasas saturadas que comenté en el capítulo anterior. Con excepción de algunos aciertos —como la asociación entre la ingesta de sal y la hipertensión—, las recomendaciones para prevenir el exceso del consumo de algunos nutrientes en general no se tradujeron en una mejor salud de la población, y más que ayudar, contribuyeron a confundir. Aun así, el reduccionismo nutricional comenzó a caer. A pesar de que los hallazgos iniciales de Ancel Keys generaron efectos inesperados, sus investigaciones arrojaron una luz valiosa sobre la relación entre la alimentación y la salud. De los siete países que analizó, Grecia tenía una prevalencia de enfermedades cardíacas hasta tres veces menor que otros países, especialmente en la isla de Creta, donde los infartos eran poco frecuentes. Allí no sólo se consumían menos grasas saturadas, sino que la dieta tradicional de los cretenses se caracterizaba por ser rica en frutas, verduras, legumbres, nueces y aceite de oliva, y baja en alimentos ultraprocesados, carnes rojas y lácteos. Esta dieta, conocida como la dieta mediterránea, sirvió de inspiración para que se realizaran muchos experimentos durante los años 90. Uno de los más conocidos es el estudio Lyon sobre la dieta y el corazón. Liderado por un equipo de investigadores franceses, el experimento incluyó a 605 personas que sobrevivieron a su primer infarto y que fueron divididas en dos grupos con dietas distintas. A un grupo se le dijo que siguiera una dieta mediterránea, y al otro, que mantuviera su dieta normal, pero que siguiera las recomendaciones nutricionales de aquella época, como reducir el consumo de grasa y sal. Después de cinco años de seguimiento, el grupo de las personas que habían llevado la dieta mediterránea tuvo apenas el 25% de los infartos que el otro grupo. Pero no sólo eso, también tuvieron una menor cantidad de isquemias cerebrales y cánceres. Mientras la industria farmacéutica proponía manejar crónicamente las enfermedades cardiovasculares con medicación, estos estudios revelaron que se pueden prevenir e incluso revertir con cambios en la alimentación. 

Con semejantes resultados, muchas organizaciones médicas comenzaron a recetar la dieta mediterránea para mejorar la salud, pero sus efectos positivos no eran propios de ese estilo de alimentación. En el año 2005, una de las ediciones de la revista National Geographic tuvo una portada que decía “Zonas azules: la ciencia de vivir más tiempo”. Se trataba de un artículo escrito por el explorador Dan Buettner en el que contaba cómo, junto con un equipo de investigadores, habían encontrado las cinco zonas del mundo con la mayor concentración de personas que viven hasta los 100 años y con un excelente estado de salud.64El término zonas azules se debe a que cuando los demógrafos Gianni Pes y Michel Poulain marcaron las regiones de interés en el mapa, sólo tenían una lapicera azul. El equipo estudió a fondo estas comunidades y descubrió que compartían ciertos hábitos y características en su estilo de vida que podían contribuir a su longevidad y menor prevalencia de enfermedades crónicas, como la actividad física regular, una fuerte conexión social y un sentido de propósito en la vida. Pero el punto más evidente era la alimentación. En la isla japonesa de Okinawa, la dieta estaba basada en alimentos como el pescado, arroz, verduras, legumbres, té verde y algas marinas. Además, las personas solían practicar el Hara Hachi Bu, que consiste en comer hasta sentirse un 80% llenos, lo que ayuda a controlar la ingesta de calorías y prevenir la acumulación excesiva de grasa. En la península de Nicoya, en Costa Rica, la dieta se basaba en porotos, maíz, frutas tropicales, tubérculos y huevos. En las islas de Icaria en Grecia y de Cerdeña en Italia, las personas seguían una dieta mediterránea. Finalmente, la comunidad adventista de Loma Linda en Estados Unidos tenía una dieta vegetariana rica en verduras, frutas, granos integrales y frutos secos. Estas comunidades fueron una fuente de inspiración para muchas personas que buscaron mejorar su calidad de vida. 

Las investigaciones posteriores demostraron que, en lugar de seguir tal o cual dieta específica, se pueden obtener los mismos beneficios siempre y cuando se respeten ciertos criterios básicos: consumir una abundante cantidad de alimentos frescos, evitar los ultraprocesados y no comer hasta llenarse demasiado. Por supuesto, esto no significa que el helado debería estar prohibido y que nunca se pueda celebrar con algún que otro exceso como hacen los hadza luego de cazar una jirafa. Pero la mayoría de los alimentos que se consumen deberían ser alimentos sin procesar o que hayan tenido un mínimo procesamiento en el hogar (como la cocción): frutas, verduras, carnes, huevo, leche y granos (preferentemente, integrales). Los panes, quesos, enlatados y otros alimentos que fueron procesados para mejorar su vida útil, sabor y textura deberían ser consumidos en menores cantidades. Sin embargo, los alimentos frescos representan un grupo muy heterogéneo. Por lo tanto, de acuerdo a su efecto sobre la salud a largo plazo, se los puede clasificar en tres subgrupos bien definidos: los que protegen la salud, los que tienen un efecto neutro y los que aumentan el riesgo de enfermedad. 

Los del primer grupo son alimentos que tienen una gran concentración de vitaminas, minerales, antioxidantes, grasas de buena calidad y fibra; debido a su impacto positivo se debería comer varias porciones de estos por día.65La fibra es un nutriente que no se debe escapar. Hasta hace poco tiempo, la fibra no era considerada como un componente esencial de las dietas, pero los estudios muestran de manera consistente que una ingesta adecuada es fundamental para mantener una salud óptima. Su efecto es tan potente que sería deseable que se la incluya dentro del grupo de nutrientes esenciales. Por el momento, la ingesta mínima recomendada es de 14 gramos por cada 1000 kcal (o sea, unos 30 gramos por día para un adulto), pero se pueden obtener mayores beneficios con una cantidad más grande. Son las frutas, las verduras, las legumbres, los cereales integrales, los frutos secos, las semillas y la carne de pescado. También se incluye en este grupo a las especias, debido a su elevado poder antiinflamatorio, tanto las hierbas como el orégano, el tomillo y la salvia, como las más exóticas como la pimienta, el curry o la canela. Las investigaciones revelan que la ingesta de estos alimentos siempre es positiva y que las personas que más las consumen tienen mejor salud. 

En el segundo grupo están los alimentos sobre los que no se ha demostrado que aumenten ni reduzcan el riesgo de enfermedades crónicas cuando se consumen con moderación (una o dos porciones por día) y dentro de una dieta equilibrada. Estos alimentos no tienen tanta calidad nutricional como los del grupo anterior, pero son fuente importante de proteínas y algunos micronutrientes. Algunos ejemplos son el huevo, la leche y la carne de pollo. 

El tercer grupo está compuesto por las carnes rojas —vacuna, porcina, ovina y caprina—, alimentos que, si se consumen diariamente o en altas cantidades, aumentan el riesgo de varias enfermedades crónicas.